Un mamut chiquitito quería volar
Publicado: 01:35 24/03/2013 · Etiquetas: · Categorías: Otros
Necesitamos carnada. ¿Quién no ha sentido la urgencia de hallar una persona menos agraciada que nosotros, para desatar en él nuestra festiva crueldad psicológica o física, y así sentirnos menos desgraciados? En la escuela, en el deporte, surgen los bullies. Atacan, acorralan, reúnen y buscan poder a base de miedo. Nos repugnan, a veces los denunciamos y muy de vez en cuando los enfrentamos. Pero tristemente, todos somos cómplices de este pecado. Hasta los que pretendemos tener sentimientos más nobles y comprensivos. Hasta los que desaprobamos el abuso de poder y autoridad sobre un compañero de clase, de labores, de cualquier grupo.

Todos, con más o menos esfuerzo de memoria, podemos transportarnos a un momento donde el orgullo nos ha vencido. Donde hemos recibido la "oportunidad" de humillar a alguien que no se destacase igual que nosotros en uno u otro ámbito, para sacrificarlo a nuestras ínfulas y nuestro espectáculo de tocapelotismo en frente de los demás. Incluyendo esos casos que van alegadamente en plan gracioso y sin ofensa. Al madurar mentalmente, algunos quisiéramos echar atrás las manecillas del reloj y borrar esas erupciones de soft bullying. O en el plano realista, tratar de contactar a esa víctima, pedir disculpas y compensar.

¿Qué porcentaje de personas abandona esa extraña necesidad en algún punto de su vida? Muchos la mantienen cuando pasan del mundo educativo al productivo. Y, por usar otro ejemplo más cercano, a otros los acompaña hasta las comunidades de foros y redes sociales. Criticamos y condenamos fenómenos como el bullying escolar, elogiamos al que se planta y resiste el abuso de confianza de sus colegas en el trabajo. Pero si se toca algo donde estamos involucrados, todos los argumentos se invierten por arte de magia. Ahora sólo estamos participando en un "juego inofensivo", y al afectado bien le vale nuestro acoso para que "fortalezca su personalidad" y "conozca el mundo real". Cuando lo único que estamos haciendo es justificar nuestra búsqueda de víctimas en pos de una simple satisfacción ante el monitor.

Para aplacar el problema sólo es menester un poquito de madurez, empatía, reconocer las consecuencias y efectos inmediatos de lo que decimos y hacemos a los demás. Parar en seco antes de hacerlo. Entender que mi derecho a tener paz mental es igual al del interlocutor. Todo eso por las buenas, antes de que haya que darse cuenta por las malas. Pero, oh desgracia, un abusón es demasiado orgulloso, y todos somos abusones.

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