El día que iba a donar, Sudit se levantó a las 8:20 de la mañana para ir a la clase donde le pondrían un examen. Había soñado que le intentaban asesinar bajo un sol abrasador, y por un instante fue feliz, pues alguien le rescató de la pesadilla. Al despertar se sintió por completo agotado. "Siempre soñaba con esa clase de cosas", dice su novia, o eso diría si le preguntásemos. "La semana anterior había soñado que le perseguía un ejército de monos", añadiría. Tenía una reputación muy bien ganada de pirada, pero no había encontrado señal alguna en los sueños de su pareja, ni en los otro sueños que le había contado en las mañanas que precedieron a la donación.
Tampoco Sudit reconoció el presago. Había dormido poco y mal, sin quitarse la ropa, y despertó con dolor y de cabeza y con un sabor a bilis en el paladar, y los interpretó como estragos naturales del cambio de hora, que le había trastocado los biorritmos. Más aún: las muchas personas que encontró desde que salió de su casa a las 8:50 hasta que la donación se realizó varias horas después, lo recordaban soñoliento y aturdido, y a todos les comentó de un modo casual que estaba hasta los huevos de dormir de menos.
Sudit se puso unos vaqueros raídos y una camiseta de color verde, ambas piezas sin almidón, iguales a las que se había puesto el día anterior para ir hasta Santiago en tren. Era un atuendo normal para él; incluso ante la presencia de un obispo se pondría ese conjunto. En el bolsillo llevaba un móvil, cartera, llaves y el Ipod, los cuales eran su petate diario.
Había cumplido 19 años la primera semana de Marzo, y era esbelto y moreno, y tenía los párpados árabes y los cabellos y el cabello corto de su padre. Era el primer hijo de un matrimonio que tuvo más de un instante de felicidad. De ella heredó la hipocondría. De su padre aprendió desde muy niño el dominio de los videojuegos, el amor por el chocolate y la tacañería. perdo de él aprendió también las buenas artes del valor y la prudencia. Hablaban en español entre ellos, pero no delante de su abuela para que no se sintiera excluída.
Tras un desayundo apurado, Sudit se dirigió a la facultad donde había de recibir conocimiento, mas por los azares del destino sus profesores no pudieron asistir, viéndose las 5 horas de clase sustituídas por una charla de 15 minutos sobre cómo registrarse en la página web de la biblioteca. A las 9:50 Sudit había vuelto a casa y se disponía a practicar el noble arte de la videoadicción, mas un documental sobre la obsolescencia programada captó su atención y lo entretuvo durante una hora.
A las 11 habló con su novia y, tras un breve intercambio de impresiones, concretaron quedar para comer en casa de ella a la una. Tras despedirse, Sudit recogió sus cosas, metió el trabajo que debía imprimir en un pendrive y bajó a una copypastería cercana. Tras un breve autoservicio (y de cruzarse con un compañero de clase) Sudit volvió a casa, dejó el trabajo recién impreso sobre su cama y volvió a bajar, esta vez dirigiéndose a la otra punta de Santiago.
Tras casi una hora de viaje (en la cual admiró cuanto árbol encontró) llegó a casa de su pareja. Tras los besos de rigor, se tumbó sobre su cama y empezó a repasar, pues esperaba tener examen en los próximos días. Poco después fueron a comer y, tras unos insusos capítulos de Los Simpson, volvieron a su habitación. Él hechó la siesta mientras que ella pasaba unos apuntes a limpio. A las cinco bajaron, cogieron un autobús y se fueron a casa de él.
Su plan original era recoger un número de teléfono en su casa y llamar para pedir al dueño de un piso que se lo enseñara, mas el azar no se lo permitió. Mientras viajaban en el transporte público, el conductor estuvo a punto de sufrir un accidente, ante lo cual bajó del vehículo y comenzó a discutir acaloradamente con la otra conductora. Al ver llegar a la policía, Sudit y su novia bajaron y realizaron a pie el resto del recorrido.
Tras llegar a casa de Sudit, se encontraron con el compañero de piso de Sudit y su novia. Tras una breve conversación, Sudit recogió el número de teléfono y realizó la llamada, aunque se desilusionó con la respuesta: el piso ya había sido alquilado.
Al no tener ya nada que hacer, el compañero de piso les invitó a ir con ellos a una tienda que estaba de liquidación cerca de su casa. Cuatro minutos después bajaron y Sudit lo vio. Un autobús blanco con letras rojas.
No era la primera vez que se lo encontraba. La primera vez que intentó donar no pudo, pues un tratamiento de cortisona no le hacía donante factible; la segunda vez igual, el tratamiento no había terminado. Pero entonces no tenía excusa. Afortunadamente para él, en un primer momento había demasaida cola, así que los 4 (Sudit, compañero, novia del compañero, novia de Sudit) decidieron ir a hacer recados antes de volver al autobús.
Tras el breve desvío, los cuatro viandantes volvieron a toparse con el autobús; esta vez sin más excusa qeu su propia cobardía, Sudit decidió afrontar su miedo a las donaciones y subió al autobús. Tras rellenar varios formularios, presenció cómo su sangre teñía de rojo un tubo azul; tras las comprobaciones pertinentes, le sentaron en una camilla y procedieron a la inyección...
Inicialmente sintió dolor, pero a base de distraer su atención mirando por la ventanilla éste fue descendiendo hasta el punto de resultar solo una molestia. Diez minutos y tres botellines de agua después, le retiraron la aguja y mandaron a la otra parte del autobús, lugar donde le ofrecieron galletas y frutos secos (además de regalarle dos entradas para er furgol).
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Bueno, y esto es todo. Sí, toda esta historia (cuyas formas he tomado prestadas de una de mis obras favoritas) para decir que hoy, por primera vez, he ido a donar sangre. No es algo que haría todos los días pero hombre, un par de veces al año no hace daño, además de que es por una buena causa.