El último día

Un parpadeo. César tardó tan solo uno en ver toda su vida. Y después todo volvió, avanzando como si la visión que acababa de tener nunca se hubiera producido. Como si simplemente estuviera tirado en el suelo tras recibir un disparo y como si únicamente lo que le quedara fuera morir del modo más descorazonador posible. Tristemente, aquello era precisamente lo que ocurría.

Saboreó instintivamente la sangre que bañaba su labio partido y después echó la cara a un lado, apoyando su mejilla contra la rasposa arena ennegrecida por el humo y la ceniza. Al fondo, el grupo se alejaba para no volver nunca. La sensación era realmente desconcertante, no podía evitar sentir añoranza al notar como esta vez era él el pobre incauto que vería a todos marchar. Ya había abandonado a muchos de aquel modo antes; ya fueran muertos, vivos, o ambas cosas. Luego, con el paso de los días, olvidaba como se llamaban y únicamente recordaba el lugar donde se habían quedado. Como si fueran carteles de momentos tristes y dolorosos, de despedidas eternas o de escenas trágicas. Ahora él sería uno más. Él sería el cartel que diría: “El imbécil que jugó con nosotros”.

Alargó los dedos de su brazo todo lo que pudo y después raspó la tierra con ellos. Atrapada entre su palma cerrada, apretó la arena y no pudo evitar sentirse melancólico, como diciendo «Esto es lo último que tocaré».

Se preguntó si todo había merecido la pena, si el viaje había justificado tanta muerte, si su deseo por calmar su desdichada alma mereció tanto sacrificio. Después dirigió la mirada hacia arriba y escuchó un estruendo que recorrió todo el cielo moribundo.
Fue en ese instante, en ese preciso momento…cuando el siguiente pestañeo, junto a la imagen que vislumbró, le proporcionó la respuesta a todas las dudas, a todos los temores, a todos los miedos…en definitiva, a todo.

El secreto que tanto había estado intentando descubrir quedó resuelto en un segundo, y con él…toda posible esperanza.