Valar Morghulis

Publicado: 12:20 17/08/2010 · Etiquetas: · Categorías:
El bedel tuvo que bajar corriendo las escaleras para preparar las tres lonchas de queso, pero sabía que no le iba a dar tiempo. Las consecuencias serían terribles.

Los pseudónimos nunca llaman dos veces. Cuando el bedel bajaba el último peldaño, la puerta se abrió de par en par. Una terrible tormenta sacudía la calle. Dos seres normales, como tú y como el autor (bueno, el autor no sabe cómo eres tú, así que no puede asegurar que los pseudónimos se parezcan a ti), permanecían de pie en el umbral de la puerta. Los relámpagos otorgaban a los pseudónimos un aspecto fantasmagórico.

El bedel se dejó caer al suelo, de rodillas, aguardando la más dolorosa de las muertes. Los dos pseudónimos entraron y, con las más tétricas voces que el bedel había oído jamás, dijeron:

- ¡Hay que ver la que está cayendo!

- Y que lo digas, Luis Eduardo. Con este tiempo, ni queso, ni nada.

- ¿Sabes lo que más me molesta, Juan Carlos? Que la gente luego dice que nuestro trabajo es muy sencillo.

- Te entiendo perfectamente. Ya me gustaría a mí verles a ellos yendo casa por casa para recolectar lonchas de queso.

- La gente piensa que lo hacemos por gusto. Somos unos currantes, con una familia de pseudónimos que alimentar. Vamos, como cualquier otro trabajador.

- Yo creo que el problema es la leyenda negra que pesa sobre nosotros. Como el jefe, en su día, se dedicó a ir contando el asunto del monstruo de Las Pedroñeras…

- Si es que esto no está pagado, Juan Carlos. ¿Y si buscamos otro trabajo? Que a mí se me hace muy cuesta arriba levantarme cada mañana sabiendo que la gente se va a asustar de mí.

- Y además, luego no puedes ir ni al súper a comprar tranquilo.

- Hombre, el hecho de tener la sección de congelados sin gente, está bien porque no tienes que esperar cola.

- Ya, pero sin alguien que te atienda en la caja, tampoco podemos pagar y nos toca irnos con las manos vacías.

- Cierto, Juan Carlos. Vale que seamos recolectores de queso, pero me niego a que nos llamen ladrones.

- Honrados ante todo. ¿Te parecer entonces que le digamos al jefe que lo dejamos?

- Si es que la cosa está muy mal como para ir dejando trabajos así como así.

- ¡Hombre, Luis Eduardo, yo decía encontrando primero otro trabajo!

- ¡Ah, entonces sí! ¡Qué ilusión! ¿Podemos mirar en el sector textil?

- Donde tú quieras, Luis Eduardo, donde tú quieras.

- Bueno, ya que estamos aquí, vamos a pedir el queso de hoy. Para consolarnos, pensemos que nos queda poco para encontrar la felicidad.

Los dos pseudónimos miraron al bedel para que les diese lo que venían a buscar, pero éste no estaba. Se había marchado hacía rato, mientras los dos seres conversaban.
Los pseudónimos, hastiados, comenzaron a subir las escaleras buscando al propietario de la casa.

En la planta de arriba,  y debido al pánico que ambos les tenían a los pseudónimos, Miley, el humilde lactobacilo pedernoseño rústicamente contradictorio de familia estructuradamente desestructurada y el autor, decidieron suicidarse. El autor guardaba un arma para estos casos pero, por desgracia, solo contaba con una bala. Tuvieron que jugárselo a la ruleta rusa.

Tras los dos primeros intentos, la bala no se había disparado. La tensión se podía mascar, cual pan correoso. Las opciones se agotaban.
Poniéndose la pistola en la sien, apretó el gatillo.

Sabía que ahí estaba la bala.

Publicado: 12:39 16/08/2010 · Etiquetas: · Categorías:
El autor, pese a su magnificencia, era humano y, de vez en cuando, cometía algún fallo. “¡No es posible!”, pensará la gente. Pues, lamentablemente, sí es posible. Por eso, no se dio cuenta del engaño hasta que el capítulo siete estuvo publicado. Se maldijo bastante mientras devoraba un kebab cuádruple. Pero, ¿qué iba a hacer? ¿No comer? Eso no tenía sentido. La solución a ese contratiempo era tan simple como volver a encauzar la historia (la del relato, no la de la humanidad). Miley no estaba muerta, de acuerdo, pero la tenía secuestrada y podía acabar con ella en cualquier momento.

Nadie quedaba para poder detenerle. Ya había eliminado del guión a Amy, el meningococo. Rímili Vázquez no daría problemas, pues estaba encerrada en la habitación que se convertiría en su tumba en cuanto se agotase el aire.

El bedel llevó a Miley ante el autor. Llevaba puesto el vestido blanco que guardó en la mochila. Como bien se dijo en el segundo capítulo, estaba manchado de sangre de humana. ¿Qué lógica sigue alguien para, al hacer una maleta, guardar en ella ropa sucia? No hay que intentar comprenderlo. Son cosas de lactobacilos.
De esa guisa, entró en el despacho del autor. Miley, el humilde lactobacilo, observó el lugar. Estaba plagado de libros y de tortugas. Quien entrase en esa sala debía mirar dónde pisaba, pues no estaba bien visto pisar libros.
Las tortugas, en cambio, estaban colocadas en estanterías.

La pedernoseña Miley tuvo claro en ese momento, que las tortugas gobernarían el mundo algún día. Habían construido su propia ciudad. Una ciudad ecológica, puesto que no usaban coches. Esas tortugas iban de un sitio a otro montadas en triciclo. En esa pequeña ciudad había, entre otras cosas, guarderías, supermercados, casinos y peluquerías. ¿Peluquerías? El autor es plenamente consciente de que las tortugas no tienen pelo. ¿Y qué? ¿Por esa nimiedad hay que discriminarlas? Si un grupo de tortugas decide construir una ciudad, que pongan una peluquería si quieren. Debería ser algo digno de admiración. Pero no, los lectores siempre sacándole punta a todo.
Para evitar la superpoblación de Queloniolandia del Norte (se separaron del Sur diez años atrás, debido a una disputa entre sus dos líderes, Matías y Matthew, pero ahora no es momento de contar esa historia), las tortugas habían creado una especie de juego macabro. Cada día, hacían una carrera a través de las estanterías. Las dos últimas en atravesar la meta debían enfrentarse en un duelo sin cuartel. La que comiese más gambas debía ser tirada de la estantería. Nuevamente, ávidos lectores, os preguntaréis “Si la tortuga que más come es la que muere, bastaría con no comer, ¿no?” La respuesta es sí. Pero, si hay algo que las tortugas tienen más desarrollado que la inteligencia es, desde luego, su competitividad. Además, nadie ha dicho que mueran. Los reptiles que caen no mueren. Dedican tres noches a leer los libros desperdigados por el suelo y, cuando ya son eruditos, forman una crisálida. Al día siguiente, salen convertidos en bonitos pterodáctilos y se marchan de Villa Autor para comenzar a vivir su vida. Nadie sabe dónde van a parar, pero lo que no se puede obviar es que, en algún lugar del universo, hay una colonia de pterodáctilos.

El autor llevaba un rato intentando captar la atención de Miley, pero ésta no se había enterado. De pronto, sonó el timbre de Villa Autor. Los tres ocupantes de la habitación supieron al instante quién estaba llamando. Era martes. Los pseudónimos habían llegado y el queso no estaba preparado. Miley pudo observar el horror reflejado en el rostro del autor.

Publicado: 17:01 13/08/2010 · Etiquetas: · Categorías:
En Motilla del Palancar no había metro. Cintas de medir, sí, muchas; agrupaciones de mil milímetros, también; medio de transporte subterráneo, no. Miley desconocía este dato. Hay que tener en cuenta que nunca había salido de su pueblo debido a su nula orientación. Por suerte, su fiel escudera Rímili Vázquez le servía de guía. Otra cosa no, pero las chinchillas son muy de guiar a la gente a los sitios. ¿Quién no ha visto a una chinchilla ayudando a algún desvalido anciano o invidente a cruzar un paso de cebra?

Cerca de la parada del autocar había unas escaleras que se adentraban en la tierra.
La inocente Miley, pensando que era el metro y que, con fortuna, alguna parada indicaría la ubicación de la casa del autor, bajó decidida por las escaleras. Mientras bajaba, canturreaba una canción típica de los lactobacilos. Por desgracia, el teclado en el que escribe el autor no tiene los caracteres precisos para reflejar la profundidad de sus letras y la belleza de sus rimas.

Abajo reinaba una inquietante oscuridad. Los ojos de Miley tardarían unos minutos en adaptarse a la poca luz del lugar. Rímili Vázquez salió de la mochila y guió a Miley a través de lo que parecían unos baños públicos.

Debido al silencio sepulcral, el humilde lactobacilo y la chinchilla dieron un bote al oír un grito proveniente del exterior.

Nuestra protagonista, asustada, le cedió a Rímili Vázquez la mochila, no sin antes sacar de la misma el cuchillo de carnicero.
Con el cuerpo en tensión, Miley se encaminó hacia la salida. Dos sombras comenzaron a bajar las escaleras.
Al llegar abajo, la luz se encendió.
“¿Por qué no encendéis?”

Un ser con aspecto de picaporte, acarreando un pesado paracaídas, acababa de pulsar el interruptor de la luz. Junto a él estaba un individuo harapiento que, la verdad, daba un poquito de asco. Estaba semiinconsciente. El pomo volvió a hablar:
“Eres Miley, el humilde lactobacilo pedernoseño rústicamente contradictorio de familia estructuradamente desestructurada, ¿no? Yo soy Stephen, el salmantino pomo intempestivo y se me ha encomendado la tarea de acabar contigo en el capítulo siete. ¡Oh, qué coincidencia! Pero si estamos en el capítulo siete.”

Stephen lanzó al harapiento ser contra Miley que, por acto reflejo, se protegió el cuerpo con los brazos e, involuntariamente, le clavó el cuchillo de carnicero a la sucia criatura.

Creando un absurdo y divertido juego casero de lanzamiento de objetos, Rímili Vázquez cogió el backgammon de la mochila y se lo lanzó a Stephen. La dura madera impactó en la cabeza del intempestivo pomo, haciéndole perder el conocimiento.
De pronto, la luz se volvió a apagar. Una voz dijo:
“¡Cuatro!”

Rímili Vázquez entró en una especie de trance y comenzó a dar vueltas en círculo mientras repetía, una y otra vez:
“¡Fermático!”

El misterioso ser al que Miley había atacado caminó, sangrando por la zona que une el hombro y el pecho, hacia el interruptor. Una vez más, encendió la luz.
Lleno de terror, el ser observó que Miley... había desaparecido.

Teniendo claro lo que haría, cogí el paracaídas de Stephen. Con las cuerdas, até al pomo de pies y manos. Puse el resto sobre Rímili Vázquez consiguiendo, al quedar privada del sentido de la vista, que se tranquilizase.

Ya más calmada, la chinchilla me miró y, con una sonrisa en el hocico, juraría que me reconoció.

Un sonido interrumpió la escena. Era un teléfono móvil. El teléfono móvil de Stephen, concretamente. Una voz, al otro lado, dijo:

“Si no me traéis el capítulo siete antes de tres horas y cincuenta y nueve minutos más un minuto, Miley morirá”. Al llegar a Santa María de los Llanos, buscad una mansión.”

Por suerte, Rímili Vázquez no sabía sumar. En la academia de chinchillas de Nuevo México las matemáticas estaban prohibidas.

La de Albuquerque y yo decidimos nuestro plan de acción:

Rímili Vázquez le entregaría esta versión del capítulo siete al autor, con el final modificado. Menos mal que esta mañana, al salir de casa buscando a Miley, pasé por la papelería e hice una fotocopia de este capítulo.
Por lo que pudiera pasar, cambié el terrible final. Con un poco de suerte, el autor publicaría esta versión, en lugar de la que finalizaba con la muerte de Miley.

Mientras la abrazable chinchilla entregaba el documento, yo iría a Mota del Cuervo para poder entrar en el único estanco que permite la entrada a seres como yo. Así podría comprar un mechero y quemar el capítulo siete original.

Ahora que lo pienso, ya que cambié el final, ¿por qué no se me ocurrió decir que todo acababa bien, con Miley a salvo? Si es que no sirvo para nada...

Publicado: 12:51 12/08/2010 · Etiquetas: · Categorías:
Amy, el meningococo socuellamino demasiado depresivo para ser capaz de ver lo bueno de la vida, sujetando el capítulo siete en la mano, comenzó a perder visión. La cabeza le daba vueltas. Sólo un último esfuerzo y su objetivo estaría hecho. Amy esperaba que Rímili Vázquez hubiese cumplido su parte y, sobre todo, que estuviese a salvo. Bueno, no. Prefería que hubiese cumplido su parte.

Con las pocas fuerzas que le quedaban, el meningococo arrancó el coche color torrezno mohoso y avanzó hasta el estanco más cercano.
Sin preocuparse por aparcar, dejó el vehículo en mitad de la calle y caminó, renqueante, hacia la puerta del establecimiento. Aunque no tenga relevancia para el desarrollo de la historia, la depresiva socuellamina se fijó en el número de licencia del estanco. Era la expendeduría número 2.
Abrió la puerta y vio que, a excepción del dueño, el estanco estaba vacío. Se acercó al mostrador y pidió un mechero. Lucio, que así se llamaba el propietario, le dijo que costaba un euro. Por desgracia, Amy sólo llevaba dracmas. Lo cierto es que, hoy en día, es complicado encontrar un sitio en el que te permitan pagar con dracmas. Ni siquiera en la Grecia actual. En la Antigua Grecia, por lo visto, sí era posible. El problema es que el viaje hasta la Antigua Grecia es caro y no todos los días salen autocares de Samar o La Veloz hasta allí. Por no hablar del desgaste físico que supone saltar en el tiempo y las posibles paradojas temporales que se pueden generar. Vamos, un lío de proporciones bíblicas. Cuando dice bíblicas, el autor se refiere, sobre todo, a la parte del Nuevo Testamento en la que se relatan las Cartas de San Pablo a los Tesalonicenses. Por esta serie de impedimentos, Amy no consideró la opción de viajar a la Antigua Grecia. Optó por la vía rápida. Cogió el mechero de manos de Lucio y echó a correr.
Amy no tuvo en cuenta su estado terminal. Lucio la atraparía.
Por suerte para ella, Lucio era disléxico y aunque en la puerta de su cabina ponía “empujar”, él se empeñó en tirar hasta que Amy, el meningococo desapareció con su coche calle abajo.
Tres semanas después, la policía descubriría el cadáver de Lucio agarrado al pomo de su puerta.

Al llegar a un descampado, Amy se bajó del vehículo. Encendió el mechero y prendió fuego al capítulo siete que tenía en la otra mano. Ardió durante cuatro minutos hasta que, finalmente, se apagó. Sólo quedaron rescoldos. Ahora sí, había cumplido su parte.
Con una sonrisa en el rostro, Amy, el meningococo socuellamino demasiado depresivo para ser capaz de ver lo bueno de la vida se marchó de este mundo. Ante los vítores de los “conspiranoicos” el autor debe aclarar que se refiere a que Amy murió, no a que fuese un ser de otro planeta, así que los vítores, mejor para otra ocasión.

En ese mismo momento, en Villa Autor, el bedel le llevaba a su Lord Autor la mochila de Rímili Vázquez.
Al recibirla, el autor sacó del interior el pergamino. Ahora que había recuperado el capítulo siete, lo podría publicar. Lo sucedido en él iba a ser revelado.

Publicado: 13:10 11/08/2010 · Etiquetas: · Categorías:
Rímili Vázquez, mirando a su alrededor, quedó maravillada ante la majestuosidad de Villa Autor. Una gran escalera, bifurcada a mitad de camino, unía las dos plantas que tenía la mansión.
Una voz sacó a la chinchilla de su ensimismamiento. Debía ser quien había abierto la puerta. Tenía aspecto de bedel. Se presentó, pero la chinchilla no le prestó ninguna atención. El pobre bedel estaba acostumbrado a ser ninguneado, qué le iba a hacer. Le indicó a Rímili Vázquez que Lord Autor (que así se había empeñado el bedel en llamarle) estaba en su despacho, en el piso de arriba, aguardando su visita. Continuó hablando, pero nuestro impaciente roedor se marchó.
La de Albuquerque subió con celeridad la escalera mientras, en el recibidor, el bedel decía:
“Pero... si te estaba hablando...”.

Al llegar a la bifurcación, la chinchilla dudó qué camino tomar. Optó por el del centro. Por desgracia, ese camino no existía, por lo que Rímili Vázquez degustó la rica pared.
Se incorporó y, asegurándose de que nadie había visto la ridícula escena, la chinchilla subió por la izquierda.

Un vez arriba, vio que ambas escaleras llevaban a la misma habitación. La sala era amplia pero, a excepción de dos puertas y de un intercomunicador, estaba vacía.  Rímili Vázquez se acercó a la puerta de la izquierda. En ella, podía leerse: “Lo aún no escrito”. Una tímida voz, habló desde el otro lado de la puerta:
“Oye, que yo ya salí en un cuento. No sé por qué estoy aquí. Debería estar tras la otra puerta”.
La chinchilla de Nuevo México pensó que, por una vez en su vida, debía hablar normal y dejarse de tonterías. Le dijo a la voz que, ya que iba a ir a hablar con el autor, podía llevarle un mensaje de su parte. La voz contestó:
“Pues si no te supone mucha molestia, dile que soy Perry, la Muerte. Él ya sabrá quién soy... espero. Gracias.”
Rímili Vázquez, tras decirle que vería lo que podía hacer, se dirigió a la otra puerta. Mientras se alejaba, pudo escuchar a la voz decir:
“Odio mi trabajo”.

En la puerta de la derecha, el cartel rezaba: “Lo ya escrito”.
Ninguna de las dos opciones indicaban que allí estuviese el autor. La chinchilla, resignada, caminó hasta el intercomunicador y pulsó el botón. Respondió una dulce y agradable voz. Era la del humilde autor. Inteligente como pocos, el autor ya era conocedor de los pesares y problemas del tetrafóbico roedor. Le contó, con una amabilidad digna de admiración, que debía atravesar la puerta de “Lo ya escrito” y caminar hacia el fondo.

Rímili Vázquez, sin demora, fue hasta la puerta de la derecha y la abrió. Un pasillo, en el que reinaba un silencio sepulcral, se extendía ante ella. Caminó por el pasillo, encontrando puertas cerradas a ambos lados del camino que llevaba hasta el autor. Cada puerta tenía un nombre. Jimmy, Andy o Harold eran algunos de esos nombres. Por fin, encontró una puerta abierta. Acelerando el paso, la chinchilla corrió hasta ella y se adentró. La puerta se cerró con un portazo. En ella, podía leerse: Rímili Vázquez. Su misión había concluido.

Publicado: 15:10 10/08/2010 · Etiquetas: · Categorías:
La infancia de Amy, el meningococo socuellamino demasiado depresivo para ser capaz de ver lo bueno de la vida, no fue fácil. Ella estaba convencida de que en su familia no era demasiado apreciada. El primer indicio lo tuvo a los tres años: su primer día de clase duró cuarenta y dos días. Sus padres se olvidaron de recogerla. Pensando que cada día de escuela duraba tanto, Amy comenzó a odiar el colegio. Años más tarde se enteraría de que la jornada intensiva era otra cosa.

En su sexto cumpleaños, el depresivo meningococo recibió, a modo de regalo, un papel doblado. Completamente ilusionada con el regalo de sus padres, Amy lo desdobló con avidez. Era la lista de la compra. Y, para colmo, tenía que pagarlo todo de su bolsillo.

Cuando Amy, el meningococo socuellamino demasiado depresivo para ser capaz de ver lo bueno de la vida, tenía siete años, sus padres decidieron comprarse un monovolumen, ergonómico a la par que familiar, pero había un problema: no tenían suficiente dinero. En un gesto que los más exagerados tildarán de cruel, los padres del meningococo vendieron la cama, los libros de texto y la ropa de invierno de su única hija.
Dos semanas después, los servicios sociales se llevaron a Amy al orfanato “Elnoloharía Center”. De los, para algunos, malos padres, nunca más se supo.

Una agradable familia adoptó a Amy al cabo de un mes. El joven matrimonio tenía ya una hija, pero no habían sido capaces de concebir otro bonito engendro. Amy, el meningococo socuellamino demasiado depresivo para ser capaz de ver lo bueno de la vida, se integró a la perfección en su nueva familia. Por fin se sentía querida.
Por desgracia, a los tres años, su felicidad se vio truncada de nuevo. Unos temibles seres, llamados pseudónimos se llevaron a sus padres. Nunca los volvería a ver (a sus padres. A los pseudónimos… ¿quién sabe? A los pseudónimos lo mismo sí. A lo mejor el autor aún no lo sabe).

Su hermana y ella lloraron desconsoladamente la pérdida de sus padres durante un tiempo. Un día, sus llantos se vieron interrumpidos al encontrar algo que se les debía haber caído a los pseudónimos. Era un maltrecho cuaderno. En su portada, podía leerse: “La cruzada del lactobacilo”.
Las dos hermanas lo estuvieron ojeando. Al terminar de leer el capítulo siete, Amy, el meningococo miró con temor a su hermana. Miley estaba temblando y lloraba desconsoladamente.

Al día siguiente, cuando Amy despertó, estaba sola en casa. Tanto su hermana como su chinchilla habían desaparecido.
Salió a buscarlas, no sin antes desayunar, por supuesto. Es de creencia popular que el desayuno es la comida más importante del día. Ante esto, el autor considera necesario hacer un comunicado:
“Es cierto”.
A pesar de lo verídicas y sabias que han sido sus palabras, el autor cree que su comunicado ha sido demasiado escueto. Por eso, debe hacer otro:
“El desayuno es tan importante que todos los seres deberían desayunar nueve o diez veces al día. Y no leche con galletas, no. Para estar sanos y esbeltos han de desayunar kebab, pizza y pasta en general”.

Tras un desayuno meningocócicamente satisfactorio, Amy salió a la calle.

Aunque no había pasado mucho tiempo desde que salió a buscar a su hermana y mascota (dos seres diferentes, por supuesto. Si no, estaríamos hablando de una hermana-mascota o de una mascota-hermana, que a su vez podría ser lo mismo que una mascota-monja), a Amy le pareció que habían pasado siglos.
En ese instante, convertida en asesina y desangrándose en aquel coche color torrezno mohoso, Amy, el meningococo socuellamino demasiado depresivo para ser capaz de ver lo bueno de la vida, abrió la guantera y sacó la mitad de un documento de vital importancia.

A poco más de seis kilómetros de distancia y con temor a lo que le aguardaría en Villa Autor, Rímili Vázquez portaba la otra mitad del documento. Era el temido capítulo siete.

Publicado: 12:34 09/08/2010 · Etiquetas: · Categorías:
El asesino de Stephen, el salmantino pomo intempestivo, consiguió arrastrarse hasta el interior de su coche. La herida que el lactobacilo le había infligido iba a acabar con su vida. Lo sabía. Pero aún tenía algo que hacer antes de morir.

La chinchilla de Albuquerque llamó a la puerta de Villa Autor. Al otro lado de la puerta, en la distancia, se escuchó una voz refunfuñar:
“Pontones, pontones... siempre igual.”.
Rímili Vázquez, confuso, volvió a golpear la puerta.
“¡Que uses el telefonillo!”
La tetrafóbica chinchilla miró hacia arriba. Lejos, pero que muy lejos, divisó un botón redondo. Después de lo que le había costado encontrar la residencia del autor y llegar hasta ella, al ver el telefonillo de las alturas, Rímili Vázquez decidió desistir. ¡Eso ya era demasiado! ¿Un telefonillo? ¿En serio? ¿Qué le costaba al autor haber eliminado del guión el telefonillo? ¿Realmente era necesario hacer pasar por todo eso a una pobre chinchilla para, al final, poner un telefonillo inaccesible? Ya que estaba en ese plan, ¿por qué no la mataba de una vez? ¿Por qué no lo hacía? ¿Eh? ¡Venga, hombre! Con ese acto despiadado, el autor demostraba no tener corazón. Poner un telefonillo...

De pronto, la puerta se abrió y la chinchilla fue introducida en Villa Autor, mientras una voz decía:
“¡Anda pasa, cansina. Todo el día protestando!”

Mientras tanto, en El Pedernoso, Orson, el roedor conquense y típicamente etimológico abría, como cada día, su tienda de ultramarinos. Lo que aún no sabía era que no iba a volver a ver a Miley. Se enteraría de los terribles sucesos unas horas después.

Publicado: 01:29 07/08/2010 · Etiquetas: · Categorías:
Mientras el autocar entraba en el pueblo, Rímili Vázquez se cercioró de llevar consigo el importante pergamino. Lo guardó con celo en la mochila. Cuando el vehículo paró, la chinchilla se bajó del mismo y miró a su alrededor. El hogar del autor tenía que estar cerca.

Caminó durante seis minutos hasta que, en un lejano banco, divisó un grupo de chinchillas. Obviamente, estamos hablando de un banco de los que hay en la calle para sentarse. Sería absurdo pensar en un banco de los de sacar dinero, comer kebab y otros actos financieros. ¿Cómo van a entrar chinchillas en un banco? Además, hemos de tener en cuenta que ni los cajeros ni los mostradores están adaptados para la altura “chinchillesca”. Por tanto, repito, estamos hablando de un banco con sus maderas, sus patas de metal y sus personas de la tercera edad pasando el día y contemplando obras. El autor no cree conveniente especificar a qué tipo de obras se está refiriendo. Es que, como tenga que ponerse a explicar cada palabra, no avanzamos. La culpa es de las palabras homófonas.

La emoción se apropió de Rímili Vázquez, pues nunca había visto ningún otro ser como él. Pensaba que era un tipo de raza alienígena que había llegado a la Tierra para recibir abrazos de los infantes de distintos hogares. Sabía que, a pesar de lo que le había sucedido a su dueña, ella aún tenía algo muy importante que hacer.

A su llegada a Mota del Cuervo, el coche color torrezno mohoso frenó en seco. El harapiento y misterioso conductor se bajó y, dejando un rastro de sangre, caminó hasta el maletero. La luz procedente del exterior cegó a Stephen, el salmantino pomo intempestivo. Su secuestrador lo sacó del coche y, a punta de escopeta, le hizo ponerse en pie. Sin mediar palabra, disparó al intempestivo pomo en el vientre (¿tienen vientre los pomos? ¡Qué pregunta! ¡Por supuesto que no!). El retroceso del arma tiró al suelo al, ya de por sí, ajado y harapiento ser. Ninguno de los dos iba a aguantar mucho.

De las cuatro horas dadas, sólo restaban veintitrés minutos. El tiempo estaba a punto de agotarse.

Publicado: 01:49 06/08/2010 · Etiquetas: · Categorías:
Mientras caía, Stephen observó por última vez el verde y florido paisaje de Mota del Cuervo. La sangre no dejaba de brotar de su pecho. Stephen, el salmantino pomo intempestivo había muerto.

Rímili Vázquez, reconociendo el acento, pensó que debía acercarse al grupo de chinchillas e investigar. Se acercó a ellas y, tras las debidas presentaciones, se sentaron en una terracita para dialogar.

Címili Fernández era la mayor del grupo. Señalando en la carta un cuenco con agua, pidió:
“¡¡Nietzsche!!”
Wímili Gutiérrez era la más internacional. Por eso, dándose aires de superioridad, pidió un platito de heno con su particular modo de hablar:
“¡¡Magallanes!!”
Símili Álvarez, tenía el reloj interno cambiado y acababa de comer, por lo que no pidió nada. Por último, Rímili Vázquez le dijo al camarero que tomaría una fideuá:
“¡¡Ruffínico!!”
El camarero le indicó a nuestra chinchilla favorita, educadamente, que ese plato para uno solo era demasiado. Rímili Vázquez, ofendida en su fuero interno, lanzó una mirada asesina al camarero.

Mientras esperaban, Rímili Vázquez les contó, un poco por encima, qué hacía allí. Afortunadamente, en Santa María de los Llanos todos se conocían. Por eso, le indicaron cómo llegar a su destino.

Cuando llegó el camarero, sucedió algo terrible. Mientras caminaba, se tropezó con la pata de una silla y la bandeja voló por los aires. El equipo chinchilla en pleno miró hacia arriba y se vieron reflejadas en la bandeja. Eran cuatro.
Símili Álvarez cayó fulminada.
Címili Fernández en cambio, salió corriendo y jamás volvió. Cuentan las leyendas que fue internada en un centro psiquiátrico.
Wímili Gutiérrez, resultando ser bipolar, entró en el bar, tomó rehenes y amenazó con devorarles las orejas poco a poco. La policía la abatiría a tiros horas después.
Rímili Vázquez se quedó señalando la bandeja con el rostro petrificado hasta que ésta se lo golpeó. En ese momento, volvió en sí y se fue corriendo de allí. Se dirigió a la dirección que le había dado el extinto grupo.

Rímili Vázquez, debido a su tetrafobia, había tardado más de lo esperado, pero por fin había llegado. Ante ella, se alzaba el impresionante portón de Villa Autor.

Publicado: 20:58 04/08/2010 · Etiquetas: · Categorías:
Tras poco más de una hora de pesado viaje, el conductor José Ramón Solís indicó a los pasajeros el final del trayecto. De no haberlo hecho, el desorientado lactobacilo podría haber vivido en un eterno bucle entre El Pedernoso y Motilla del Palancar, con el gasto que eso supondría.

José Ramón Solís era un pseudónimo. Los pseudónimos son esos seres que vienen de visita todos los martes y te piden tres lonchas de queso y, ¡ay, de ti! como no las tengas. No se sabe con exactitud de dónde proceden. Hay dos grandes grupos enfrentados: los que piensan que vienen de Júpiter y los que piensan que vienen de Castillejo de Iniesta.

Cuenta la leyenda que un día, un grupo de pseudónimos arribó a una casa bastante bonita, las cosas como son, en la que vivía un matrimonio formado por un pueril escultor llamado Macoleón y una astrofísica redundante, de nombre Lynette. El matrimonio tenía dos hijas a las que solía dar sabios consejos. Uno de ellos era que debían tener una bolsita preparada con un par de lonchas de queso, por si un día se presentaban los pseudónimos. Cada semana, una de los hijas debía encargarse de colgar en la puerta la bolsa con el queso y, si no quedaba, apuntarlo en la lista de la compra. La hija mediana siempre hacía caso de lo que decían sus padres. La mayor, en cambio, solía olvidarse. Por eso, el martes que se presentaron los pseudónimos en su casa, no había nada colgado en la puerta. Los seres misteriosos llamaron (cosa que no suelen hacer, más que nada por no perder tiempo) y Lynette abrió la puerta. Con modales exquisitos, dignos de un vaso de Duralex, le pidieron el queso. Pero claro, explícales tú a unos seres que no están acostumbrados a dialogar que no tienes el queso porque tu hija pasa de todo y no lo apuntó cuando se acabó. A los pseudónimos les da igual. Quieren queso y punto. Por eso, una cosa llevó a la otra y los “queseros” se llevaron a Macoleón y a Lynette. Les dijeron a las pequeñas que, si alguien preguntaba, les contasten una historia acerca de una terrible criatura procedente de Las Pedroñeras. Si alguna vez contaban a alguien la verdad, sus padres serían hechos lonchas. Y, además, las pondrían en el mercado y nadie sabría nunca si comía queso o matrimonio.

El autor, sabiendo que provocaría la muerte del feliz matrimonio, decidió revelar este suceso para desestabilizar al humilde lactobacilo. Pasaría sus últimas líneas temiendo tanto por su vida como por la de sus padres.

Miley, con su problema de desorientación y Rímili Vázquez, con su particular tetrafobia se encontraban en Motilla del Palancar. A su vez, un peligroso personaje acababa de saltar de una avioneta con la orden de acabar con nuestra protagonista. El capítulo siete iba a comenzar.

Publicado: 21:55 03/08/2010 · Etiquetas: · Categorías:
La pequeña Miley, a pesar de no haber salido nunca de su pueblo, conocía muy bien la geografía manchega. Por eso, las últimas palabras de Tommy, el apocado y rubenesco cubilete fueron como un halo de esperanza que iluminaron su rústicamente contradictorio rostro. Motilla del Palancar era su próximo destino. Cuando llegase allí, podría acabar con el autor.

Pero si Miley no le llegó a decir a Tommy que estaba buscando la residencia del autor, ¿por qué dio por hecho que Motilla del Palancar era la respuesta a todos sus males? Esa absurda suposición iba a ser la chispa causante de lo que le sucedería en el capítulo siete.

El lactobacilo pedernoseño se dispuso a despertar a Rímili Vázquez, pero su bolsillo estaba vacío. No le hizo falta buscarla, pues un alarido le indicó el paradero:
“¡¡Aristotélico!!”
La chinchilla de Albuquerque tenía el rostro desencajado de terror. Con todo su cuerpo temblando, señalaba al ser causante de tanto horror: el dado que salió de Tommy.

El autor sabe que, puesto que es por todos sabido, no es necesario explicar que las chinchillas de Nuevo México le tienen pavor al número cuatro. Da igual que sea en números romanos, por medio de puntos o cualquier otra forma de representar ese número maldito: el pánico se apodera de ellas.

Rímili Vázquez era audaz, intrépida y abrazable, eso no lo podemos negar. Pero también es cierto que la convivencia con ella se hacía dura dura. Por ejemplo, no podía tumbarse boca arriba, porque entonces se veía las cuatro patas y corría el riesgo de sufrir un infarto. Por otro lado, tener la casa adaptada para ella suponía un gasto enorme. Mandos de televisión y teléfonos con un botón menos, colecciones de libros incompletas, relojes, etc. Incluso podía ser peligroso tener sillas de las que, miradas al revés, parecen un cuatro. De hecho, Rímili Vázquez no podrá leer estas líneas jamás. Si quiere leer la historia de su dueña, deberá esperar a que salga “La cruzada del lactobacilo: el montaje de la chinchilla de Albuquerque”.
En definitiva, una faena.

Miley tapó los ojos de Rímili Vázquez y la volvió a guardar en su bolsillo. Aún tardaría un rato en volver en sí. Mientras tanto, el lactobacilo rebuscó entre los papeles del cubilete para saber cómo llegar a su destino.

Al cabo de una hora y siete minutos y medio (aproximadamente), Miley y Rímili Vázquez subieron al autocar de Samar con dirección a Motilla del Palancar.

Publicado: 01:19 03/08/2010 · Etiquetas: · Categorías:
Tommy, el apocado y rubenesco cubilete había creado un novedoso sistema para que los seres como él, sin brazos, fuesen capaces de descolgar un teléfono. El sistema consistía en colgar el teléfono en la pared deseada con un par de bolígrafos Bic naranja a modo de alcayatas. ¿Por qué han de ser Bic naranja? Sencillo: porque Bic cristal escribe normal y son dos colores a elegir y, además, el apocado Tommy, al no tener manos, no necesita escribir normal.
Una vez el teléfono queda firmemente sujeto a la pared (en vertical), el novedoso y complejo sistema para descolgarlo consiste en asestar un fuerte golpe en la pared indicada. En ese momento, el aparato magistralmente colocado en vertical, realizará una caída libre. Lo único que tiene que hacer un sabio cubilete como Tommy es colocarse debajo. El teléfono se le quedará dentro y podrá hablar sin problemas.

Es posible que algún lector demasiado osado a la par que listillo piense que, si es menester recurrir a un sistema tan sofisticado sólo para solventar la ausencia de brazos en Tommy, ¿cómo demonios puede el apocado cubilete llevarlo a cabo si, efectivamente, no tiene brazos?
El autor tiene la respuesta perfecta: continuemos con la historia.

Si el método para descolgar el teléfono es realmente sencillo y moderno, la forma de devolverlo a su sitio no lo es tanto.
Tommy, el rubenesco, salió de detrás de su mostrador y, con un “¡oh!” ahogado, se tiró contra el suelo. Miley observó cómo dos objetos salían de su interior. Uno era el teléfono al que, aunque no vayamos a nombrar más, llamaremos Morrigan. El otro, un dado en el que salió cuatro.
Nuestra protagonista volvió a mirar a Tommy, pero no estaba allí. Las propiedades de los cubiletes y, sobre todo, la archifamosa Herminia, conocida por cuatro gatos como “la fuerza de la gravedad” hicieron que el apocado y rubenesco rodase calle abajo sin posibilidades de frenar. En su desbocado descenso y antes de desaparecer para siempre, se le pudo oír gritar: “¡¡Motilla del Palancaaaar!!

Publicado: 10:40 02/08/2010 · Etiquetas: · Categorías:
Teniendo en cuenta que la historia ya estaba escrita, ¿qué sentido tenía matar al autor? El humilde lactobacilo no iba a conseguir nada... en serio. El autor, de un modo totalmente desinteresado, instó a Miley a que abandonase tan ardua misión. Le dijo que se lo pensase, que aún era joven y tenía toda una vida por delante.
Nada consiguió, ya que nuestra protagonista estaba decidida. Mientras, Rímili Vázquez dormitaba en un bolsillo.

Miley, el humilde lactobacilo pedernoseño rústicamente contradictorio de familia estructuradamente desestructurada no conocía el paradero del autor, lo que dificultaría un poco más su labor.
Por suerte para ella, había un puesto de información cerca del ayuntamiento.

Al llegar, tuvo una extraña sensación. Tras cuatro minutos pensando qué podía ser, se dio cuenta de que eran gases. Desde pequeñita, a Miley le habían dicho que, cuando fuese a hacer un viaje largo, comiese ligero. Pero ella, cual linfocito siciliano, nunca había escuchado a sus padres. Y por eso les pasó lo que les pasó. ¿Que qué les pasó? ¡Qué gente tan impaciente!

Con una valentía como pocas veces en la historia se recuerda, Miley, el humilde lactobacilo pedernoseño rústicamente contradictorio de familia estructuradamente desestructurada hizo caso omiso de los gases y se acercó al puesto de información.

La caseta estaba regentada por Tommy, el apocado y rubenesco cubilete. Antes de que Miley pudiese preguntar nada, sonó el teléfono. Tommy, como buen salmantino, lo cogió. Era el autor. Las órdenes eran muy concretas. Bajo amenaza de muerte, el rubenesco Tommy debía encargarse del intrépido lactobacilo.

Publicado: 02:21 01/08/2010 · Etiquetas: · Categorías:
Con la fatídica noticia de su cercana muerte, Miley, el humilde lactobacilo pedernoseño rústicamente contradictorio de familia estructuradamente desestructurada salió de la tienda de Orson y se dirigió a casa. Allí le esperaba, como siempre, su chinchilla llamada Rímili Vázquez. Los padres de Miley llevaban varios meses sin aparecer por casa. Los cotilleos del pueblo decían que los había asesinado una malvada criatura procedente de Las Pedroñeras, pero Miley, el humilde lactobacilo pedernoseño rústicamente contradictorio de familia estructuradamente desestructurada sabía la verdad. Una verdad que jamás revelaría al mundo. Desde luego, y según el guión encontrado, no sería antes del capítulo seis.

Nuestra ciliada amiguita no sabía qué hacer. Su fin estaba escrito (nunca mejor dicho). La negrura comenzaba a apoderarse de ella. De pronto, una voz mexicana dijo:
“¡¡Pitagórico!!”.
El anhelante lactobacilo sabía a quién pertenecía esa voz. Rímili Vázquez era muy callada, pero cuando se dignaba a abrir la boca, siempre era para decir algo sobre matemáticos difuntos.
Tras pronunciar la palabra, Rímili apareció en el marco de la puerta con una mochila. Miley miró el contenido de la mochila: cepillo y pasta de dientes, peine, vestido blanco manchado de sangre humana, backgammon y cuchillo de carnicero.
Ver estos objetos hizo que Miley, el humilde lactobacilo pedernoseño rústicamente contradictorio de familia estructuradamente desestructurada tomase una decisión que recordaría el resto de su, cada línea un poco más, corta vida.

¡Se comió el kebab como si nunca hubiese probado los profiteroles!
Al terminar, tomó otra decisión. Quizá no era tan importante como la anterior, pero una decisión siempre es una decisión, excepto cuando es un zapato. En ese caso, no es una decisión, sino un sombrero de ala ancha.

Cogió la mochila y tras guardar a la chinchilla de Albuquerque en uno de sus lactobacílicos bolsillos, salió de casa. Su vida no acabaría en el capítulo siete si podía impedirlo.
¡Iba a matar al autor!

Valar Morghulis

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