Valar Morghulis

Publicado: 11:00 14/07/2011 · Etiquetas: · Categorías:
La pequeña Alma Alves era una niña risueña; siempre contenta. Le encantaba ir al colegio a aprender y, sobre todo, a jugar con sus amigos. Su mejor amiga se llamaba Eva Janikowski. Se pasaban el día juntas. La semana anterior, en clase, el profesor las había separado por hablar demasiado.
Como eran vecinas, muchas tardes se juntaban en casa de una de ellas y jugaban a cualquier cosa; imaginación no les faltaba.
Uno de sus juegos preferidos tenía una mecánica similar a la de los bolos. Cada una de ellas, elegía diez muñecos de goma y los colocaba en su “terreno de juego” como prefiriese. Cuando estaban preparadas, le daban cuerda a un cochecito, intentando tirar con él los muñecos de su contrincante. La que se quedase sin muñecos en pie, perdía.

Una tarde, estaban jugando a “tirar muñequitos” (que así lo llamaban) y, de pronto, el coche dejó de funcionar. Ya le habían dado mucho uso.
-No te preocupes –dijo Eva-. Tengo uno en casa. Espera, que bajo en un momento.
-No hace falta, Eva –contestó Alma, ansiosa por proseguir la partida. Era normal, estaba a punto de ganar-. Tengo esto.
-¡Ah! Ésa es la pelota que te tocó el otro día en la máquina de los frutos secos “Jesús”, ¿no?
-¡”Sipi”! ¡Vamos a seguir, que te voy a ganar! Pero hay que tirarla rodando, que si no, bota mucho y nos podemos cargar algo.
El juego prosiguió y, contra todo pronóstico, ganó Eva.
-¡Jopee! –grito Alma, tirando la pelota contra el suelo. Ésta, reboto y acabó tirando un marco de fotos que había en una estantería.
-¡Hala! Te la vas a cargar... –aseveró Eva.
-¿Qué ha pasado? –se escuchó una voz que venía de la cocina.
-¡Nada, papá! –mintió Alma.

Eva cogió la foto, que se había desprendido del marco. En ella, podía verse a una pareja de ancianos (o eso le parecieron a Eva) sentados en un sofá.

-Y estos viejos, ¿quiénes son? –preguntó Eva, con curiosidad.
-Pues mis abuelos –respondió Alma, como si la respuesta fuese algo obvio-, aunque no conocí a mi abuelo.
-No te quejes, que por lo menos tienes dos abuelas y un abuelo todavía. A mí sólo me quedan los dos abuelos.
-Pero, ¿se han muerto tus abuelas?
-Sí. A una no pude conocerla y la otra se murió el año pasado, casi cuando nació mi hermano –Eva, al recordar a su abuela, se entristeció.
-Lo siento... ¡Hala! –se entusiasmó Alma repentinamente-.Yo pensé que, menos yo, todos los niños tenían vivos a todos los abuelos. Como en la tele dicen que la gente no puede morirse... ¡Qué mentira!

En ese momento, entró en la habitación el padre de Alma.

-Pero, ¿qué ha pasado aquí? –dijo, un poco enfadado.
-Pues que estábamos jugando a “tirar muñequitos” y se nos estropeó el coche. Entonces, cogí la pelota que bota mucho y empezamos a jugar con ella, pero –Alma bajó el tono de voz, hasta convertirlo en susurro- Eva fue un poco torpe y le dio a la foto.
-¡Eh! ¡Te he oído! –protestó Eva-. ¡Yo no he sido, papá de Alma!
-¡Ja, ja, ja! No dejará de sorprenderme que me llames así –se rió el “papá de Alma”.
-¡Es que nunca se acuerda de tu nombre, papi, ja, ja, ja!
-Contigo ya hablaré sobre contar mentiras. Por lo pronto, estás castigada.
De pronto, el teléfono comenzó a sonar. El padre de Alma, miró el identificador de llamadas.
-Es de tu casa, Eva –dijo, mientras pulsaba la tecla de “descolgar”-. ¿Sí?... Hola, ¿qué tal?... Sí, aquí están, trasteando un poco... Ahora mismo se lo digo... Un abrazo... Adiós.
Tras decir esto, colgó el teléfono.
-Eva, dice tu madre que bajes ya a cenar.
-Bueno, pues me voy. ¡Hasta mañana, Alma! ¡Hasta mañana, papá de Alma! –se despidió Eva.
-Adiós, Eva. Siento haber dicho que tú habías roto el marco –se disculpó la pequeña.

Cuando Eva se había ido, Alma y su padre se sentaron en la cama.
-¿Por qué has mentido, cielo?
-No sé, pensé que os enfadaríais... sobre todo mamá –contestó Alma, medio llorosa.
-¿Por qué dices eso?
-Porque mamá nunca quiere hablar del abuelo... Además, ¿por qué dicen en la tele que la gente no se puede morir? Me ha dicho Eva que a ella le faltan las dos abuelas.
-Intentaré convencer a mamá para que te cuente cosas del abuelo, pero no vuelvas a mentir, ¿vale? –Alma asintió-. Y no te preocupes por lo que dicen en la tele; lo entenderás cuando seas mayor –tras decir esto, le dio un beso en la frente a su hija y se levantó-. Vamos a poner la mesa, que mamá está llegando.
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