Valar Morghulis

Publicado: 12:56 27/07/2011 · Etiquetas: · Categorías:
Aquella mañana, Alma estaba tremendamente nerviosa. No era para menos, pues estaba a punto de comenzar la universidad. Le costaba bastante relacionarse con los demás. Cuando se sentía observada, se moría de vergüenza. Prefería pasar inadvertida. Algunas veces, deseaba poder pulsar un botón que hiciese desaparecer a todas las personas de su alrededor.

Llegó al campus y, no sin antes perderse, logró encontrar su facultad, la de Psicología. Al entrar, comprobó que se le había hecho tarde. No había nadie por allí. Todo el mundo estaría en clase. Eso era lo peor que le podía haber pasado. Si no le gustaba ser el centro de atención, entrando tarde en el aula el primer día iba a conseguir todo lo contrario.

Por eso, decidió esperar a que acabase la primera hora.

Ya que iba a estar media hora sin hacer nada, decidió aprovechar el tiempo para descubrir cuál era su aula. Decidida, se dirigió a Secretaría. Estuvo esperando en la ventanilla unos diez minutos, hasta que un señor con bigote decidió terminar con su espera.

-Y tú, ¿qué haces aquí? –preguntó el hombre, un poco borde.

-Pueeees –Alma tomó aliento- quería saber cuál era el aula de Psicología de primer curso.

-¿Cuál era o cuál es? –se mofó el impertinente señor, ante el consiguiente bloqueo mental de Alma-. Qué juventud, de verdad. Estáis en las nubes. A ver, es el aula número 301 pero, ¿sabes que llegas tarde?

-Sí, es que me he perdido por la universidad –dijo Alma, sonrojándose-. ¡Gracias!

La joven se marchó, casi corriendo, nerviosa y odiando bastante al señor del bigote.

Cuando Alma llegó a la tercera planta, se alegró por tener aún quince minutos antes de entrar. Subir tres pisos había acabado con sus reservas de energía.

Cuando hubo localizado el aula 301, se dirigió a un pequeño hall cercano, para descansar un rato. Allí había un chico jugando con una videoconsola portátil. Alma la tenía en casa. Repentinamente, a la joven le entró una curiosidad tremenda por saber qué juego era el que disfrutaba el chico. A ella le encantaban los videojuegos. Sus ansias detectivescas (que sus amigos catalogaban de cotilleo puro y duro) entraron en duelo con su timidez.

Sin tiempo para darle más vueltas, dos minutos antes de las diez, se abrió la puerta de la 301. Como impulsada por un resorte, Alma se levantó del asiento. Del aula, salió la que debía ser la profesora y, tras ella, unos treinta alumnos.

Lo sabía: ése era el momento para entrar, ya que la mayoría de los alumnos estaban fuera.

Alma entró en la clase y vio cómo cinco cabezas se giraban para mirarla.

-Hola –dijo, tímidamente, buscando algún sitio libre. Afortunadamente, encontró uno en la última fila.

Tras cinco minutos, los alumnos que habían salido comenzaron a entrar. Alma sólo deseaba que nadie se fijase en ella. Cerrando la comitiva de estudiantes, entró un profesor, cerrando la puerta.

-Buenos días a todos. Yo voy a ser vuestro profesor de “Métodos y diseños de investigación en Psicología II” –dijo el profesor, mientras Alma comenzaba a extrañarse-. Ahora repartiré la programación de la asignatura. El primer tema, básicamente, es un recordatorio de lo visto el año pasado.

Alma se acaba de dar cuenta. Era lo peor que le podía haber pasado. Se había equivocado de aula. Empezó a ponerse nerviosa, sin saber exactamente qué hacer. Tenía dos opciones: aguantar estoicamente toda esa hora y luego desaparecer, o bien, levantarse en ese mismo instante y buscar su clase. Si se quedaba allí, habría perdido dos horas, lo que no era una buena manera de empezar la universidad. La opción más inteligente  y lógica era marcharse de allí y aprovechar el día. Por desgracia, sus piernas no entendían de lógica.

El profesor dejó el programa de la asignatura sobre la mesa de Alma, que estaba tan inmersa en sus dudas que no se había percatado de la cercanía de éste.

-¡Anda! Tú no estabas el año pasado. ¿Cómo te llamas? –preguntó, inquisitivamente, el profesor.

-S...soy Alma –contestó la joven, dándose cuenta de que todos los alumnos estaban mirándola-, pero... creo que me he equivocado de clase. ¡Lo siento!

Se levantó corriendo, cogiendo su abrigo y su mochila y tras decir un escueto “lo siento”, salió de la clase.

Cerrando la puerta tras de sí, comenzó a oír risas provenientes del interior. Sus nervios se transformaron en rabia.

Bajó las escaleras todo lo deprisa que pudo y, totalmente cegada por la ira, se dirigió a Secretaría. En la ventanilla no había nadie, así que decidió abrir la puerta y entrar.

El hombre que la había “atendido” antes, estaba sentado ante un ordenador. Se giró para mirarla.

-¡¡Usted es imbécil!! –comenzó a gritar Alma, completamente descontrolada- ¡¿Le parece normal hacerle esto a los alumnos nuevos?! ¡Se supone que debe informar a la gente, no reírse de ella! ¡Pero claro, a usted los alumnos le importan una mierda! ¡Gente como usted hacen de este mundo un lugar asqueroso!

Las dos personas que había en Secretaría se quedaron boquiabiertas, sin saber qué decir.

-¡Ojalá la gente pudiese morir! ¡Usted sería el primero! –terminó Alma y, dando un portazo, se marchó.

Tras esto, su primer día había terminado... y quién sabe si toda su carrera. Salió a la calle y comenzó a caminar hacia la parada del autobús.

Una vez allí, se sentó en el asiento de la marquesina. Con las piernas temblándole como jamás lo habían hecho, Alma comenzó a llorar, desconsolada.

Mientras volvía a casa, Alma repasó cientos de veces lo sucedido. Empezaba a ser consciente de que se había excedido, aunque el señor de Secretaría se lo había merecido. Si siempre era así, probablemente no había sido la primera vez que alguien le decía ese tipo de cosas y, seguramente, no iba a ser la última.

Más tranquila y pensándolo fríamente, Alma barajó las posibilidades que tenía a partir de ese momento: dejar la universidad, volver como si no hubiese pasado nada o volver, disculpándose ante el odioso señor.
La última opción era la que menos le gustaba. Sus palabras habían sido duras, pero las sentía. La gente debería poder morir; desde luego, algunos lo merecían.
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