Publicado: 18:26 22/05/2008 · Etiquetas: · Categorías:
Esta es la historia de un hombre de su tierra, llano, con sus cosillas. Como todos.
Su infancia fue la de un chaval normal de la época. Libre, despierto, curioso, feliz. Su cuarto de juegos se extendía por todo el pueblo, ríos y campos; y su mayor preocupación no era otra que vivir, explorar el universo- ¡y más allá!- con la mirada inquieta del que lo tiene todo por descubrir. En su hogar no había lugar para esos complejos asuntos que venían desde el exterior. No. Sólo una decena de vacas, pan, y el calor de la cocina de leña. Lo demás, era cosa de la gente importante, y él sabía bien donde estaba su lugar. Y quizás eso era lo que le hacía tan sumamente feliz. Rondaba la veintena cuando comenzó a trabajar como sirviente en una mansión pueblo. Jamás rechistó, jamás dio un no por respuesta; a pesar de que su elegancia ocultaba oscuros episodios que los vecinos del pueblo no tardaban en airear. Entiéndase bien: No era un héroe, simplemente un hombre normal. Si acaso, un poco más respetuoso que la media. Y ya. Fue, en esa etapa de su vida, cuando conoció a Quintiña, como yo le suelo decir. No eran Montesco y Capuleto, pero se enamoraron de igual modo. Y corrieron por los campos juntos, y merendaron- tantas veces- a la orilla del río, sintiendo el fluir de la corriente entre las rocas, observando el avance de las nubes, viviendo, soñando, riendo, disfrutando, siendo, una vez más, libres. Y todos aquellos recuerdos que son cosa de dos, y nadie más conoce. No tardaron en formar una familia, en tener varios hijos, y una preciosa nieta que tuvo a bien salir con un extraño hombre que se oculta bajo el nombre de un doctor malvado de una película de serie B. O zeta. El caso es que la nieta siguió creciendo, terminó su carrera de Enfermería, y se convirtió en todo un orgullo para nuestro protagonista. Faltaría más. La vida le volvía a sonreír, y si le preguntaseis, os diría que jamás había dejado de hacerlo. No era un hombre con especial fortuna, pero la buscaba, la anhelaba, la perseguía; intentaba todo lo posible para que mirase en su dirección. Y allí seguía, solo en su pueblo, con su Quintiña, ajeno al mundo, a las hipotecas, a la inflacción, a los atentados, al Chikilicuatre. Respirando aire no viciado, y espirando libertad. Un día se levantó, se aseó, bajó las escaleras de su vivienda y, en un instante, todo era negro. En el siguiente instante, luz. Y se sintió en una prisión, y perdió su libertad, y creyó que le faltaba aire, y ya no estaba viviendo, ni soñando, ni riendo,ni disfrutando, ni siquiera siendo. Y aquellas nubes que avanzaban, estaban tras una reja; y el sonido del río, sustituido por el gotero del suero. Y aquellos recuerdos que son cosa de dos, ya no estaban. Ni la mansión, ni su boda, ni nada. Gritó, desesperado, intentando que alguien le comprendiese; vio a un montón de extraños en esa habitación del hospital, arañó a una enfermera desconocida que le llama abuelo. Fue incapaz de controlar sus instintos más básicos, e hizo sus necesidades allí mismo, manchando la cara de aquella joven mujer. Tan duro. Tan real. Todas las mañanas, todas las tardes, todas las madrugadas, unos cuantos desconocidos se sientan a su lado, dicen quererlo, querer ayudarle, animarle; pero eso le irrita, le irrita que invadan su intimidad, su autonomía, todo aquello que tenía. Y quién sabe aún por cuanto tiempo... Seguir viviendo, y no ser nadie. Estar muerto, sin estarlo. Y es que no hay peor castigo que olvidar lo que eres, perder tus recuerdos, lo que has sido, lo que eres... y lo que soñabas ser. |
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