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Publicado: 01:57 28/02/2007 · Etiquetas: · Categorías:
por Alain de Benoist y Charles Champetier


Introducción

La Nueva Derecha nació en 1968. No es un movimiento político, sino una escuela de pensamiento. Sus actividades desde hace más de treinta años (publicación de libros y revistas, celebración de coloquios y conferencias, organización de seminarios y universidades de verano, etc.) se sitúan en una perspectiva eminentemente metapolítica.

La metapolítica no es otra manera de hacer política. No es en absoluto una "estrategia" que tratara de imponer una hegemonía intelectual; tampoco pretende descalificar a otras posiciones o actitudes posibles. Sencillamente, la metapolítica reposa sobre la constatación de que las ideas juegan un papel fundamental en las conciencias colectivas y, de forma más general, en toda la historia humana. Heráclito, Aristóteles, Agustín, Tomás de Aquino, René Descartes, Immanuel Kant, Adam Smith o Karl Marx provocaron en su día, con sus obras, revoluciones decisivas cuyo efecto aún se percibe. Es verdad que la historia es resultado de la voluntad y de la acción de los hombres, pero tal voluntad y tal acción se ejercitan siempre en el marco de un cierto número de convicciones, creencias y representaciones que les confieren un sentido y las orientan. La ambición de la Nueva Derecha es contribuir a la renovación de esas representaciones sociales-históricas.

Por otra parte, el acierto de esta perspectiva metapolítica viene avalado por la reflexión sobre la evolución de las sociedades occidentales al alba del siglo XXI. En efecto, hoy constatamos, por un lado, la creciente impotencia de los partidos, los sindicatos, los gobiernos y el conjunto de las formas clásicas de conquista y ejercicio del poder, y por otro, la acelerada obsolescencia de todas las viejas fronteras y divisiones que habían venido caracterizando a la modernidad, empezando por la tradicional díada derecha/izquierda. Simultáneamente estamos asistiendo a una explosión sin precedentes de los conocimientos, que se multiplican sin que sus consecuencias lleguen a ser siempre totalmente percibidas. En un mundo donde los conjuntos cerrados han dejado paso a las redes interconectadas, donde los puntos de referencia resultan cada vez más confusos, la acción metapolítica consiste en intentar volver a dar un sentido a las cosas, al más alto nivel, a través de nuevas síntesis; en desarrollar, al margen de la insignificancia de la política, un modo de pensamiento resueltamente transversal; en definitiva, en estudiar todos los campos del saber con el fin de proponer una visión coherente del mundo.

Tal es nuestro objetivo desde hace treinta años, y el presente Manifiesto así lo muestra. Su primera parte, "Situaciones", ofrece un análisis crítico de nuestra época. La segunda, "Fundamentos", expone la base de nuestra visión del hombre y del mundo. Una y otra están inspiradas por una posición pluridisciplinar que supera la mayor parte de las fronteras intelectuales hoy reconocidas. Tribalismo y mundialismo, nacionalismo e internacionalismo, liberalismo y marxismo, individualismo y colectivismo, progresismo y conservadurismo se oponen, en efecto, dentro de la misma lógica complaciente del tercio excluso. Pero desde hace un siglo estas oposiciones fácticas enmascaran lo esencial: la amplitud de una crisis que impone una radical renovación de nuestros modos de pensamiento, de decisión y de acción. En vano, pues, se buscará en estas páginas el rastro de unos precursores de quienes nosotros no seríamos más que los herederos: la Nueva Derecha ha sabido beber en las más diversas aportaciones teóricas que la han precedido. Practicando una lectura extensiva de la historia de las ideas, la ND no duda en recuperar aquellas que le parecen acertadas en cualquier corriente de pensamiento. Bien es cierto, por otro lado, que tal posición transversal provoca regularmente la cólera de los cancerberos del pensamiento, que se afanan en congelar las ortodoxias ideológicas con el fin de paralizar cualquier nueva síntesis que pudiera amenazar su confort intelectual.

Una última cuestión: desde sus orígenes, la ND agrupa a hombres y mujeres que viven en su Ciudad y que desean participar de manera efectiva en su florecimiento. Tanto en Francia como en otros países, constituye una comunidad de trabajo y de reflexión cuyos miembros no son necesariamente intelectuales, pero sí que se interesan todos, de uno u otro modo, por el combate de las ideas. En esa perspectiva, la tercera parte de este manifiesto, "Orientaciones", expone nuestra posición sobre los grandes debates de la actualidad y nuestro punto de vista sobre el futuro de nuestros pueblos y de nuestra civilización.


I. Situaciones

Todo pensamiento crítico es, de entrada, una puesta en perspectiva de la propia época. Hoy estamos en un periodo de transición, un cruce de caminos en forma de "interregno" que se inscribe en el marco de una crisis mayor: el fin de la modernidad.


I.1. ¿ Qué es la modernidad?

La modernidad designa el movimiento político y filosófico de los tres últimos siglos de la historia occidental. Se caracteriza principalmente por cinco procesos convergentes: la individualización, por la destrucción de las antiguas comunidades de pertenencia; la masificación, por la adopción de comportamientos y modos de vida estandarizados; la desacralización, por el reflujo de los grandes relatos religiosos en provecho de una interpretación científica del mundo; la racionalización, por el imperio de la razón instrumental a través del intercambio mercantil y de la eficacia técnica; la universalización, por la difusión planetaria de un modelo de sociedad implícitamente presentado como el único racionalmente posible y, por tanto, como un modelo superior.

Este movimiento tiene raíces antiguas. En muchos aspectos, representa una secularización de nociones y perspectivas tomadas de la metafísica cristiana, que han sido reconducidas hacia la vida profana tras haberlas vaciado de toda dimensión trascendente. En efecto, en el cristianismo se hallan en germen las grandes mutaciones donde han bebido las ideologías laicas de la era post-revolucionaria. El individualismo estaba ya presente en la noción de salvación individual y en la relación íntima privilegiada que el creyente mantiene con Dios, que prevalece sobre cualquier arraigo terrenal. El igualitarismo encuentra su fuente en la idea de que todos los hombres están llamados por igual a la redención, pues todos están igualmente dotados de un alma individual cuyo valor absoluto toda la humanidad comparte. El progresismo nace de la idea de que la historia posee un principio absoluto y un fin necesario, de modo que su desarrollo queda globalmente asociado al plan divino. El universalismo, finalmente, es la expresión natural de una religión que afirma poseer una verdad revelada, válida para todos los hombres, lo cual justifica el que se exija su conversión. La misma vida política se basa sobre conceptos teológicos secularizados. El cristianismo, actualmente reducido al estatuto de una opinión más entre otras posibles, ha sido víctima de este movimiento, que él puso en marcha a su propio pesar: en la historia de Occidente, el cristianismo habrá sido la religión de la salida de la religión.

Las diferentes escuelas filosóficas de la modernidad, concurrentes entre sí y ocasionalmente contradictorias en sus fundamentos, coinciden sin embargo en lo esencial: la idea de que existe una solución única y universalizable para todos los fenómenos sociales, morales y políticos. La humanidad es percibida como una suma de individuos racionales que por interés, por convicción moral, por simpatía o por miedo, está llamada a materializar su unidad en la historia. En esta perspectiva la diversidad del mundo se convierte en un obstáculo, y todo lo que diferencia a los hombres empieza a verse como accesorio o contingente, atrasado o peligroso. En la medida en que no ha sido sólamente un corpus doctrinal, sino también un modo de acción, la modernidad ha intentado por todos los medios arrancar a los hombres de sus vínculos singulares y específicos para someterlos a un modelo universal de asociación. El más eficaz ha demostrado ser el mercado.

 
I.2. La crisis de la modernidad

El imaginario de la modernidad estuvo dominado por los deseos de libertad e igualdad. Estos dos valores cardinales han sido traicionados. Apartados de las comunidades que les protegían y que daban sentido y forma a su existencia, los individuos han de someterse hoy a la férula de inmensos mecanismos de dominación y de decisión frente a los que toda libertad resulta puramente formal; han de obedecer al poder mundializado del mercado, de la tecnociencia o de la comunicación sin poder decidir en ningún caso sobre sus objetivos. La promesa de igualdad también ha fracasado, y doblemente: el comunismo la traicionó instaurando los regímenes totalitarios más sangrientos de la historia; el capitalismo se burló de ella al legitimar mediante una igualdad de principio las más odiosas desigualdades económicas y sociales. La modernidad proclamó "derechos", pero sin proporcionar los medios para ejercerlos. Ha exacerbado todas las necesidades y crea necesidades nuevas sin cesar, pero sólo una pequeña minoría puede satisfacerlas, lo cual alimenta la frustración y la cólera del resto. En cuanto a la ideología del progreso, que había dado una respuesta a la esperanza humana con su promesa de un mundo cada vez mejor, hoy conoce una crisis radical: el futuro, que se advierte imprevisible, ya no porta en sí esperanza alguna, sino que a la gran mayoría sólo le inspira miedo. Hoy cada generación ha de afrontar un mundo diferente del de sus padres: esta perpetua novedad, construida sobre el menosprecio de la filiación y de las antiguas experiencias, junto a la transformación uniformemente acelerada de los modos de vida y de los entornos de existencia, no produce la felicidad, sino la angustia.

El "fin de las ideologías" designa el agotamiento histórico de los grandes relatos movilizadores que sucesivamente se encarnaron en el liberalismo, el socialismo, el comunismo, el nacionalismo, el fascismo e incluso el nazismo. El siglo XX ha hecho doblar las campanas por la mayor parte de estas doctrinas, cuyos efectos concretos han sido los genocidios, los etnocidios y las matanzas en masa, las guerras totales entre las naciones y la competencia permanente entre los individuos, los desastres ecológicos, el caos social, la pérdida de todas las referencias significativas. El crecimiento y el desarrollo materiales, al haber destruido el mundo vivo en provecho de la razón instrumental, han traído consigo un empobrecimiento sin precedentes del espíritu y han generalizado la angustia, la inquietud de vivir en un presente siempre incierto, en un mundo privado tanto de pasado como de futuro. Así la modernidad ha alumbrado la civilización más vacía que la humanidad haya conocido jamás: el lenguaje publicitario se ha convertido en paradigma de todos los lenguajes sociales, el reino del dinero impone la omnipresencia de la mercancía, el hombre se transforma en objeto de cambio en una atmósfera de pobre hedonismo, la técnica encierra el mundo vivo en la red pacificada y racionalizada de un narcisista "para sí"; la delincuencia, la violencia y el incivismo se propagan en una guerra de todos contra todos y de cada cual contra sí mismo; un individuo inseguro flota por entre los mundos irreales de la droga, lo virtual y lo mediático; el campo queda abandonado en beneficio de suburbios inhabitables y megalópolis monstruosas; el individuo solitario se funde en una masa anónima y hostil, mientras las antiguas mediaciones sociales, políticas, culturales o religiosas se hacen cada vez más inciertas e indiferenciadas.

Esta difusa crisis que hoy atravesamos señala que la modernidad toca a su fin, en el mismo momento en que la utopía universalista que la fundó está a un paso de convertirse en realidad bajo la égida de la mundialización liberal. El fin del siglo XX marca, al mismo tiempo que el fin de los tiempos modernos, la entrada en una posmodernidad caracterizada por una serie de nuevas temáticas: la aparición de la preocupación ecológica, la búsqueda de la calidad de vida, el papel de las "tribus" y las "redes", la renovada importancia de las comunidades, la política de reconocimiento de los grupos, la multiplicación de los conflictos infra o supraestatales, el retorno de la violencia social, el declive de las religiones institucionales, la creciente oposición de los pueblos hacia sus elites, etc. Los paladines de la ideología dominante, que ya no tienen nada que decir, pero que constatan el creciente malestar de las sociedades contemporáneas, se encierran en un discurso mágico machaconamente repetido por los media en un universo que corre peligro de implosión. Implosión, ya no explosión: la superación de la modernidad no adoptará la forma de un "gran crepúsculo" (versión profana de la parusía), sino que se manifestará mediante la aparición de millares de auroras, es decir, por la eclosión de espacios soberanos liberados de la dominación moderna. La modernidad no será superada por una vuelta atrás, sino mediante el retorno de determinados valores premodernos dentro de una óptica resueltamente posmoderna. Conjurar la anomia social y el nihilismo contemporáneos exige pagar el precio de esa radical refundación.


I.3. El liberalismo, enemigo principal

El liberalismo encarna la ideología dominante de la modernidad; fue la primera en aparecer y será también la última en extinguirse. En un primer momento, el pensamiento liberal permitió que lo económico cobrara autonomía frente a la moral, la política y la sociedad, en las que antes estaba inserto. En una segunda fase, el liberalismo hará del valor mercantil la instancia soberana de cualquier vida en común. El advenimiento del "reino de la cantidad" define ese trayecto que nos ha llevado desde las economías de mercado hasta las sociedades de mercado, es decir, la extensión a todos los terrenos de las leyes del intercambio mercantil, coronado por la "mano invisible". El liberalismo, por otra parte, ha engendrado el individualismo moderno a partir de una antropología que es falsa tanto desde el punto de vista descriptivo como desde el normativo, basada en un individuo unidimensional que extrae sus "derechos imprescriptibles" de una "naturaleza" fundamentalmente no social, y al que se supone consagrado a maximizar permanentemente su mejor interés eliminando toda consideración no cuantificable y todo valor ajeno al cálculo racional.

Esta doble pulsión individualista y economicista viene acompañada por una visión "darwinista" de la vida social, donde esta última queda reducida, en última instancia, a la competencia generalizada, nueva versión de la "guerra de todos contra todos", con el fin de seleccionar a los "mejores". Pero la competencia "pura y perfecta" es un mito, pues las relaciones de fuerza ya existen antes de que la competición aparezca y, además, la selección competitiva no nos dice absolutamente nada sobre el valor de lo seleccionado: tan posible es que seleccione lo mejor como lo peor. La evolución selecciona a los más aptos para sobrevivir, pero precisamente el hombre no se contenta con sobrevivir, sino que ordena su vida en función de unas jerarquías de valores —y justamente aquí, en estas jerarquías de valores, el liberalismo pretende permanecer neutro.

El carácter inicuo de la dominación liberal engendró, en el siglo XIX, una legítima reacción con la aparición del movimiento socialista. Pero éste se desvió de su camino bajo la influencia de las teorías marxistas. Y pese a todo lo que les opone, liberalismo y marxismo pertenecen fundamentalmente al mismo universo, heredado del pensamiento de las Luces: el mismo individualismo de fondo, el mismo universalismo igualitario, el mismo racionalismo, la misma primacía del factor económico, la misma insistencia en el valor emancipador del trabajo, la misma fe en el progreso, la misma aspiración al fin de la historia. En muchos aspectos, el liberalismo ha realizado con mayor eficacia ciertos objetivos que compartía con el marxismo: erradicación de las identidades colectivas y de las culturas tradicionales, desencantamiento del mundo, universalización del sistema productivo…

Del mismo modo, los desmanes del mercado han producido la aparición y el reforzamiento del Estado-Providencia. En el curso de la historia, el mercado y el Estado aparecieron al mismo tiempo. El Estado buscaba someter a servidumbres fiscales los intercambios intracomunitarios no mercantiles, antes inasibles, y convertir ese espacio económico homogéneo en un instrumento de su poder. La disolución de los lazos comunitarios, provocada por la mercantilización de la vida social, hizo necesario el progresivo reforzamiento de un Estado-Providencia que paliara la desaparición de las solidaridades tradicionales mediante el recurso a la redistribución. Lejos de obstaculizar la marcha del liberalismo, estas intervenciones estatales le permitieron prosperar, pues evitaron la explosión social y, en consecuencia, garantizaron la seguridad y la estabilidad indispensables para el librecambio. Pero el Estado-Providencia, que no es más que una estructura redistributiva abstracta, anónima y opaca, ha generalizado la irresponsabilidad, transformando a los miembros de la sociedad en simples asistidos que hoy ya no reclaman tanto la rectificación del sistema liberal como la ampliación indefinida y sin contrapartidas de sus derechos.

Finalmente, el liberalismo implica la negación de la especificidad de lo político, pues éste siempre entraña arbitrariedad en la decisión y pluralidad en las finalidades. Desde este punto de vista, hablar de "política liberal" es una contradicción de términos. El liberalismo, que aspira a construir el entramado social a partir de una teoría de la elección racional que subordina la ciudadanía a la utilidad, se reduce a un ideal de gestión "científica" de la sociedad global, situándose bajo el limitado horizonte de la pericia técnica. Paralelamente, el Estado de derecho liberal, muy comúnmente sinónimo de república de los jueces, cree poder abstenerse de proponer un modelo de vida buena y aspira a neutralizar los conflictos inherentes a la diversidad de lo social echando mano de procedimientos puramente jurídicos destinados a determinar no qué es el bien, sino qué es lo justo. El espacio público se disuelve en el espacio privado, mientras la democracia representativa se reduce a un mercado donde se dan cita una oferta cada vez más restringida (giro al centro de los programas y convergencia de las políticas) y una demanda cada vez menos motivada (abstención).

En la hora de la mundialización, el liberalismo ya no se presenta como una ideología, sino como un sistema mundial de producción y reproducción de hombres y mercancías, presidido por el hipermoralismo de los derechos humanos. Bajo sus formas económica, política y moral, el liberalismo representa el bloque ideológico central de una modernidad que se acaba. Es, pues, el adversario principal de todos aquellos que trabajan por la superación del marco moderno.

Puedes leer el resto del manifiesto aquí
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Comentarios: (del primero al último)
Anónimo
06:41 12/03/2007
Anónimo
13:28 28/04/2007
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