Blog desatendido
Publicado: 11:07 30/05/2011 · Etiquetas: Puta, Mili · Categorías:
Como dije en la anterior entrega, la jura de bandera estaba a menos de una semana, y fue el momento en que se abrió la veda de destinos dentro de la base, es decir, el momento en que los méritos de uno decidirían a qué te ibas a dedicar en la base hasta licenciar.

Un momento, ¿he dicho méritos? Pues sí, y con méritos me refiero a qué sabías hacer.

Por ejemplo, teníamos un compañero (muy majo él) que era palista, tenía horas y horas de destreza a los mandos de excavadoras, palas y cualquier cosa que pudiese mover tierras. Allí en la base necesitaban que alguien les hiciese algo relacionado con eso, tenían maquinaria, pero no tenían personal, y parece ser que tampoco tenían ganas de gastarse pesetas, así que recurrieron a él. ¿A cambio? Pues el favor o ahorro que les hizo debió ser muy grande, porque lo licenciaron con la jura.
Sí señor, un mes de mili y p'a casiña.



Unos par de semanas antes de la jura nos ofertaron un curso de alicatador, gratuito, en el que aprenderíamos el arte de ir haciendo graffitis con baldosas por las paredes, y ojo, sin que se caigan ni baldosas ni paredes. Plazas limitadas y bla, bla, bla. Los que se apuntaron estuvieron alicantando el resto de la mili. Que si unas duchas de la tropa, que si la cocina de los oficiales, que si la casa de algún jefazo...



Un buen día, mientras descansábamos del desfile, alguien preguntó quién se quería ir para perreras. Querían unos 10 o así. Nada más acabar la frase, de inmediato y sin poder digerir lo que el tío aquel pedía y las ventajas e inconvenientes de pasarse toda la mili al lado de un perro, empezaron a levantarse manos como si dijese quien se quería pasar la mili al lado de Marta Sánchez (ojito, que por aquel entonces las taquillas estaban empapeladas por dentro con sus fotos de la Interviú). Luego me enteré del porqué de esa ilusión por estar con un perro: las guardias se las pasaban durmiendo, y el can avisaba si alguien se acercaba, dándoles tiempo a levantarse y hacer que estaban a lo suyo. También hacer guardias con un perro era más distraído que sin más compañía que la zeta (pequeña metralleta que utiliza la Policía Aérea).



Los que sabían conducir tractores se los llevaban para los hangares, y su labor consistiría en sacar y meter los aviones. Ahí es donde aparecía la leyenda de que alguno de los tractoristas pudo dar alguna vuelta en avión gracias a entablar amistad con algún mando. Ni el Zelda, oiga.

Los de cocina también pidieron soldados, y su primera tarea fue la de limpiar todos los cacharros, fregar a fondo paredes, techo y suelo (que buena falta hacía y que creo que sólo se limpiaban con cada reemplazo que entraba), y las bandejas con restos de comida de las que os hablé.

Si tenías carnet de camión, para cocheras. Un sitio cojonudo porque no se hacía mucho más que conducir, y allí estaban a turnos de 20 días en la base y 20 en casa (o algo así). ¿Os acordáis del que se hizo la ruta Santiago Salamanca a dedo? Ahí se fue el tío.

Si sabías escribir a máquina rápido o tenías nociones de informática (entorno MSDOS, Pascal, Cobol y todos esos lenguajes de programación del año de la pera y que creo que aún obligan a estudiar en las universidades de éste nuestro país), tenías un sitio asegurado en una oficina, donde trabajar sentado.

¿Y los demás pringados que no nos anotamos a nada? A la Policía Aérea, PA, a hacer labores de vigilancia, esto es, un día de guardia, un día de descanso, y los días de guardia eran 4 horas de descanso y 2 plantado en algún lugar.

El día antes de la jura de bandera desfilamos por la mañana, y se nos avisó bien de que cuando pasásemos por el Jefe de la base, que identificaríamos por la cantidad de estrellas de miles de puntas que tendría en la chaqueta, y que estaba encima de un pedestal porque era bajito, había que mirarlo con cara de mala hostia, como si le tuviésemos un odio terrible. Y asi pasamos un buen par de horas ensayando caretos ante el alférez.

Por la tarde libramos y esa noche podíamos ir adónde quisiéramos, eso sí, a las 7 de la mañana del día siguiente había que estar allí.

Después de comer, a uno se le dió por desempaquetar el traje de bonito y probarlo, y ahí descubrimos que tras aquel plástico que envolvía la ropa, no había un centímetro cuadrado sin arrugar, así que hubo que apañárselas para buscar una plancha y tratar de estirar aquella tela que parecía la cara de una momia egipcia. Sin duda fue uno de los momentos más provechosos de toda la mili, donde un hombre aprende a ser hombre y que las arrugas salen mejor si antes humedeces la tela. Nunca se me olvidará.

Por la noche salimos todos, y por aquellas calles salmantinas bajaba, subía y daba vueltas el alcohol como nunca antes lo había hecho.
Regresar a la base era fácil: sólo había que ir siguiendo el rastro de los vómitos.

Al día siguiente, bajo un sol que parecía plomo fundido, muchos que estaban de pie se desmayaron, ya se sabe, la emoción de jurar bandera. Nuestras caras de mala hostia viendo al jefe de la base daban más pena que miedo, los cetmes volvieron a intercambiar de dueños por última vez, y el acto de besar la bandera daba grimilla al pensar que por allí habia pasado alguna boca que más bien parecía haberse limpiado las secuelas de la noche anterior.



La feroz prueba había pasado, ¡YA ÉRAMOS SOLDADOS DEL EJÉRCITO ESPAÑOL!


Publicado: 16:55 20/05/2011 · Etiquetas: Puta, Mili · Categorías:
Y se preguntará alguien "¿Hay aviones en una base aérea?" Pues en la de Salamanca sí. Era una especie de escuela de pilotos en la que abundaban aviones de transporte Hércules y los CASA C-101, aviones a reacción de fabricación española, muy bonitos ellos, de los que podéis encontrar bastante información por aquí, y que eran utilizados para aprender a pilotar aquellos que podían, que no eran precisamente soldados rasos.
De vez en cuando también sonaba algún F-18, y lo cierto es que todo era como de película estar allí, desfilando con el fusil al hombro y los aviones tronando el cielo sobre nuestras cabezas.

Un C-101:


Un Hércules:


Al principio de todo, como había que aprender a desfilar y todo eso, se nos asignaron a cada uno un CETME, un fusil de asalto fabricado en España y al que se le atribuían no poderes milagrosos, pero todas las leyendas y rumores que le rondaban dejaban al armamento yanqui y ruso a la altura de simples aficionados. El cetme tenía una numeración y ése era el tuyo, que debías cuidar como si fuera tu madre, y pobre tuya como te equivocases. Pero Murphy y sus leyes están ahí, y varios cetmes fueron pasando por mis manos durante toda la reclutada, unas veces porque no aparecía el mío, otras veces porque no estaba donde creía haberlo dejado, y otras veces porque había prisa y no daba tiempo a encontrarlo. No, nunca pasó nada.



Por supuesto, aquellas armas eran reales y supuestamente disparaban munición real, pero lo peor de todo es que pesaban un huevo y la yema del otro, y cargarlo al hombro en pleno mes de agosto mientras desfilabas era cualquier cosa menos un orgullo como nos quería hacer creer el alférez que estaba a nuestro cargo.

En el desfile las órdenes eran bien sencillas. El alférez daba una orden, pero hasta que no dijese "AR", no se podía hacer. Eso provocaba puteos y cachondeos como por ejemplo, ir todos en la misma dirección, sudando, fusil al hombro, concentrados marcando paso, y de repente el tío gritaba "MEDIA VUELTA" (sin el ar de los cojones) y media compañía, al azar, se daba la vuelta a toda hostia con el fusil en ristre mientras la otra media iba a toda pastilla hacia adelante. Podéis imaginaros la misma situación con "izquierda, derecha y alto". Coñas de esas eran abundantes, hasta que se nos quedó bien grabado a fuego y sangre a todos el dichoso "AR"

Éramos tres compañías, cada uno con su alférez y un cabo ayudante, y había rivalidad entre ellos por cual desfilaba mejor.



Como un soldado sin saber manejar su arma no era soldado, llegó el día en que nos llevaron a todos al campo de tiro, con el cetme. Nos montaron en un autobús y allá fuimos, a un campo donde montaron unas dianas. A 50 metros nos apostábamos en el suelo, tumbados, y desde allí se disparaba. Si el fusil fallaba sólo había que levantar la mano, sin mirar más que hacia adelante, y ya se encargaría alguien de retirarnos el arma. Por supuesto, uno hizo todo lo que no debía hacer, al igual que en las pelis; se levantó, dio media vuelta apuntando a todos, y todos los mandos se tiraron al suelo gritando improperios. Le cayó un buen paquete al chaval, eso sí, no volvió a tocar un arma.

Lo cierto es que el primer disparo no se olvida. No sólo por el tremendo ruido que deja pitando los oídos (nada de protección, machotes), sino por la coz que pega el bicho. Nos decían que las balas tenían un alcance de 3 Km, y un tirador experto haría diana a 1 Km. En fin. Una vez que se acababa el cargador, había que ir a la diana y sumar, como en los dardos de los bares pero sin tanta electrónica por medio.
Por la tarde nos llevaron a una sala y allí aprendimos a desmontar, limpiar y montar el cetme, cada uno el suyo.

Al día siguiente fuimos a disparar con pistola. La diana estaba a 25 metros, y había que adoptar una postura especial para no escoñarse el brazo con el retroceso y asegurar la dirección de la bala. Todo muy profesional.
El problema es que una cosa es la teoría y otra la práctica, y os aseguro que acertar un tiro a un blanco fijo a 25 metros de mierda es casi tarea imposible. No sé adónde irán a parar las balas, pero desde luego a la diana no. En las películas nos mienten como bellacos.

Pues nada, al cabo de un mes sabíamos desfilar, habíamos disparado con la mejor tecnología armamentística española, conocíamos el himno y sabíamos reconocer el rango de un mando a 100 metros (distancia más que prudente para cambiar de camino y así evitar saludarlo), así que ya estábamos preparados para la jura de bandera.


Publicado: 10:52 05/05/2011 · Etiquetas: Puta, Mili · Categorías:
Ya que éramos tantos gallegos, teníamos a mano la posibilidad de irnos a casa los fines de semana fletando un autobús que nos fuese soltando por diferentes puntos de nuestra comunidad. Lógicamente, y como buenos gallegos, cada uno pagaba su parte y por kilómetro, es decir, los que paraban en Ourense no iban a pagar lo mismo que los que paraban en Pontevedra.

Quedarse un fin de semana era aburridísimo. A partir del mediodía del viernes, todo el mundo se largaba de la base, los mandos los primeros. Lógicamente se quedaban los que hacían guardia, así que estar sábado y domingo allí dentro para un recluta, sin absolutamente nada que hacer, era bastante triste.



Claro que irse a Galicia en fin de semana, dos días, para luego estar de vuelta un lunes a las siete de la mañana, era un gasto enorme en comparación con el tiempo que echabas en casa, Pero la morriña, la novia y sobre todo el cocido de los domingos eran alicientes que por sí solos justificaban cualquier sacrificio.



Ahora imaginaos por un momento un autobús repleto de chavales entre 18 y 21 años, todos chutados de hormonas hasta las orejas, ¿qué tipo de películas creéis que se ven durante el viaje? Efectivamente: porno. Los viajes para casa eran una sesión continua de pollas, tetas, coños y gemidos al rojo vivo. ¡Cinco horas! Era salir del autobús y sólo pensar en donde meter. Los que teníamos novia, perfecto, pero los que no era para compadecerse de ellos. El conductor del autobús flipaba por colores.
Los viajes de vuelta sí eran más tranquilos, de noche y todo dios sobando.

En uno de los regresos a Salamanca, uno se quedó sin subir al autobús. El chaval era bajito, regordete, con la cara muy ancha y llena de granos, gafas de culo de botella y hablaba con ceceo, lo cual daba la impresión de que no era muy espabilado. Sus padres le dejaron en Santiago y se fueron, y él esperó y esperó hasta que se dio cuenta de que era demasiado tarde para llegar a tiempo: se equivocó de hora y perdió el autobús. Así que ni corto ni perezoso, se puso a hacer dedo, y entre camioneros y coches llegó a Matacán con sólo dos horas de retraso. Y el caso es que podía sentarse, no cojeaba ni daba aspecto de haber tenido que hacer favores, y aún por encima nadie en la base le recriminó nada.



Durante la semana, los reclutas entrenábamos el desfile, formación, nos daban unas clases sobre la línea de mandos, cómo saludar, cantar el himno del ejército del aire, y también llamábamos por teléfono. Por aquel entonces no habían teléfonos móviles, y en la base sólo habían tres cabinas telefónicas, asi que las colas se eternizaban, más todavía cuando se podían hacer llamadas a cobro revertido y más aún cuando al otro lado había una fémina. Cuando cogías el auricular había que esperar un poco a que se enfriase antes de acercarlo en la oreja.



Pronto llegó el momento de jurar bandera y convertirse en un hombre de verdad.


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