Prelude of Twilight

Publicado: 23:53 17/07/2010 · Etiquetas: · Categorías: CastleVania: Twilight Rhapsodia
Research (part 2)

Habían pasado unos cinco minutos desde que Elise alzó su mirada a las estrellas, melancólica. Curiosamente el sofocante calor parecía ceder en favor de una suave brisa que comenzó a mecer el cabello lacio de la muchacha.

- No creo que verme practicar el kata sea lo único que aviva tus recuerdos – articuló Luis con una leve sonrisa – bastará sólo con mirarte al espejo.

Elisabeth, que parecía absorta en sus propios recuerdos, reaccionó y contra lo que el español pensaba, no tardó en caer en la cuenta de a qué se refería.

- Cierto – recordó, llevando su mano al solitario mechón cano que colgaba desde su cabello – este amiguito – sonrió un poco, enrollándolo en su dedo índice – creció en lugar del flequillo que tú me cortaste.

Jugueteó con su cabello unos segundos, y después miró hacia la puerta.

- No debería pasar mucho rato aquí – comentó – a Fran no le gusta, siempre bajo… mal.

- ¿Sabe François lo de aquella noche?

- Por supuesto – respondió ella con algo de orgullo y una muy cariñosa sonrisa – Me abrió su corazón con tanta facilidad que no tuve más remedio que hacer lo mismo – lanzó al Fernández una última mirada y se encaminó hacia la puerta, no sin antes dedicarle una última frase – No somos capaces de mentirnos el uno al otro, por eso lo quiero tanto.

Caminó tranquilamente y terminó de abrir la puerta metálica, que había dejado entornada. Se detuvo al escuchar la voz de Luis desde la barandilla.

- Elisabeth

- ¿Sí?

- ¿Estás contenta con tu vida? ¿Eres feliz como cazadora?

- Tengo todo lo que me importa – respondió con seguridad – me da igual ser cazadora, cazarrecompensas, humana o vampiresa. Soy feliz así.

El español sonrió ampliamente ante aquella respuesta y se dejó caer, sentándose con la espalda apoyada en la baranda metálica, lo que Elise interpretó como el fin de la conversación, descendiendo hasta su casa sin despedirse siquiera, aunque con una mueca de alivio en el rostro, de desahogo.

Aquella noche, pensó Luis, sería conveniente dejarlos solos, por lo que mejor dormiría a la intemperie. A fin de cuentas aquella brisa hacía que su idea resultara bastante agradable.

Feliz sin importar las circunstancias… ignoraba por qué le había hecho aquella pregunta, pero la respuesta le había llevado a recordar indudablemente los insufribles tres años a los que se había visto sometido por su devoción a las normas y la desconfianza que aquello generó en Esther, y también le hizo recordar la maravillosa noche en que por fin se liberó y le contó todo.

Esther…

El mero hecho de pensar en ella le hizo desear tenerla a su lado, quería estar con la joven aquella noche, o al menos oír su voz, de modo que sacó su teléfono y marcó el número, esperó cuatro tonos, los que tardaba su novia en reaccionar hasta que pulsaba el botón de llamada, y pronunció un tierno “Buenas noches, cariño” recibiendo como respuesta una exclamación de alegría.

Con aquella voz en su cabeza se iría a dormir.

Erik por su parte no tendría una noche tan agradable. Con el tiempo ajustado al máximo, corrió para llegar a la parada azotado por el calor que, para su desgracia, no se vio suavizado por el más mínimo movimiento de aire, por lo que cuando arribó a esta había sudado toda su ropa, estaba hecho polvo y encima un rápido vistazo a los horarios le reveló que tendría que esperar media hora. Bendita suerte la suya, aunque al menos pudo dormir un poco dentro de uno de los vagones.

Desde el amanecer, que fue cuando bajó de aquella máquina, hasta más o menos la sobremesa, estuvo corriendo detrás de autobuses y peleando en colas para sacar billetes de tren hasta que por fin dio con el que le acercaría a Langedoc-Roussillon y, con ello, a su objetivo y el fin de su viaje.

Una vez allí se dio un par de horas para descansar y desayunar antes de volver a la carrera. El último transporte que tomaría sería un autocar hacia el pueblo de Saint-Guilhem-le-Dèsert, al norte de la provincia y, tal y como pudo comprobar consultando los mapas, colindante a Mónaco que a su vez era fronteriza con Italia. No era una mala situación a decir verdad, aunque no pudo evitar preguntarse por qué no había encontrado referencias a abadía alguna en dicha provincia.

Durante el viaje se dio el lujo de leer un libro de bolsillo que había comprado al azar en la estación de autobuses. Se trataba de un texto, demasiado largo para ser un relato pero demasiado corto para poder catalogarse como novela, sobre la clásica Momia traída a un museo inglés tras una excavación, no pudo evitar sonreír ante la inmensa cantidad de similitudes que existían entre el texto y la película La Momia, pero su lectura era de los tiempos de Lovecraft de modo que, evidentemente, qué se había inspirado en qué era insultantemente obvio; también dio cuenta de unos cuantos relatos cortos que convertían el volumen en un tomo con el grosor mínimo para poder ser vendido y, por supuesto, de un bollo de chocolate y un zumo – escandalosamente caros – que compró antes de salir en previsión de que su estómago comenzara a gruñir a mitad de trayecto.

La esperada llegada a Saint-Guilhem supuso una sorpresa francamente agradable para Erik. El pueblo era grande, especialmente en comparación con Fresnoy-en-Bassigny y, por encima de todo, con Grignoncourt, y tenía que ser especialmente próspero ya que sus edificios, rústicos de teja y ladrillo, eran grandes, de varias viviendas cada uno, y los comercios y negocios hosteleros abundaban, abrigados por la arboleda que se colaba tímidamente por los lindes del empedrado y ofrecía muy cómodas sombras. Para redondear, justo al lado de la parada en la que se había apeado pasaba, paralelo a la carretera, un riachuelo cargado que añadía a la cómoda atmósfera el peculiar sonido del fluir del agua y una refrescante humedad.

La ascensión por las calles fue calmada, la gente allí se movía constantemente y los mayores disfrutaban del fresquito ambiental bien sentados a la puerta de sus casas o bien disfrutando de unas cervezas en las barras a pie de calle. Era agradable, muy agradable, y el pelirrojo no pudo evitar pensar que, si tenía éxito, lo celebraría uniéndose a alguno de esos grupos de alegres vejezuelos.

Finalmente alcanzó su destino después del agradable paseo. Le sorprendió comprobar que la Abadía se encontraba en el propio pueblo, casi en su centro, y estaba en un estado de conservación si no excelente, sí muy bueno. Le pareció un buen comienzo, sobre todo después de su experiencia en Morimond.

Había diversas formas de acceder a ella: a través de la vegetación que había formado un jardín natural en torno a la construcción o dando un rodeo y cruzando un pequeño puente que algunos aldeanos señalaron como Le pont del Diable, a lo que el Belmont, esbozando una juguetona sonrisa y sólo por la ironía de acceder a una iglesia a través de un paso con semejante nombre, asintió y caminó tranquilamente por el paso de piedra, que se alzaba sobre un riachuelo no demasiado profundo.

El arribaje a la abadía fue un poco más intrincado desde ese sitio, con una vegetación un poco más salvaje franqueándole el camino y más camino por recorrer, finalmente alcanzó la puerta y dio algunos golpes con el aldabón. No obtuvo respuesta alguna, lo que le hizo sentirse estúpido ¿Y si lo que había leído en la biblioteca de que actualmente estaba vacía y solo era un monumento a visitar era cierto?

Esperó diez minutos, la quietud del lugar lograba que no llegara al punto de exasperarse pero tampoco hacía milagros, y decidió insistir una sola vez más antes de buscar algún recoveco por el que colarse o, directamente, echar abajo el portón de madera.

De nuevo 3 aldabonazos, en esta ocasión más potentes, y 10 minutos de espera que se convirtieron en 20, y estos en 25.

- Estoy haciendo el idiota – se dijo en voz baja mientras, con las manos en los bolsillos, se giraba – al final será verdad que está deshabitada.

Volteó completamente y, disgustado, se dispuso a deshacer el camino andado. En ese momento escuchó un muy leve chirrido y se detuvo, mirando a su espalda con disimulo para comprobar si era lo que a él le parecía. Y sí, lo era, el portón se había abierto de forma que quedaba una pequeña rendija por la que asomaban unos cuantos ojos curiosos. El intercambio de miradas furtivas se mantuvo por unos segundos hasta que Erik, a propósito, volvió a girar en dirección a la abadía, provocando que quienes quiera que fueran los que se hallaban detrás de la puerta hicieran amago de cerrarla rápidamente, pero la voz del joven los detuvo.

- Ya les he visto – les dijo el muchacho desde su posición – He pasado más de media hora esperando –se encaminó hacia la entrada - ¡así que no se les ocurra cerrar la puerta, porque si lo hacen pienso derribarla!

Hubo murmullos confusos, los ojos se miraron unos a otros y finalmente, aparentemente por consenso, decidieron abrir lo suficiente como para mostrarse frente al Belmont, que no pudo evitar alzar una ceja al ver lo que tenía frente a sí.

Eran unos cinco hombres de edad avanzada, vestidos con un sencillo hábito marrón y una cuerda atada al cinto, de coronillas afeitadas y aparentemente apocados ante la presencia del joven, se miraban los unos a los otros y se susurraban cosas con una evidente confusión marcada en el rostro. Por un segundo, Erik tuvo la impresión de haber retrocedido cinco siglos.

- ¿Son ustedes monjes de esta abadía? – preguntó sin la más mínima duda o vergüenza.

- E-exacto joven – respondió uno de ellos, el mayor, de barba rala y cabello cano, que parecía haberse auto-asignado el rol de portavoz – llevamos toda nuestra vida en esta abadía.

- Ahá – asintió el pelirrojo, a quien esa información se le antojaba innecesaria – supongo que no son ustedes los únicos aquí ¿verdad?

- ¡Por supuesto que no! Nuestra orden lleva siglos enclaustrada aquí, y somos muchos los que poblamos este lugar.

- Ya veo… - el Belmont sonrió, eso significaba que las informaciones oficiales estaban falseadas, probablemente a posta - ¿Se encuentra aquí el Abad? ¿Puedo hablar con él?

Se miraron de nuevo, más susurros inentendibles más que inaudibles – parecían emplear un francés arcaico para hablar entre ellos – negaciones y asentimientos con la cabeza y, finalmente, una pregunta a modo de respuesta.

- ¿Quién es usted, joven, que desea hablar con nuestro abad?

Erik exhaló aire por la nariz en claro gesto de disgusto, no esperaba que empezaran a ponerle pegas tan rápidamente.

- Soy Erik Alexer Belmont – contestó con firmeza – del clan de cazavampiros Belmont.

Muecas alarmadas, susurros y miradas nerviosas, de repente abandonaron su pose encorvada y, con las manos dentro de las mangas, se yergueron.

- Lo lamentamos, Sr. Belmont, pero no puede usted poner los pies en esta casa del Señor.

- Ya les ha informado la iglesia sobre mí ¿no? – respondió el Belmont con el gesto torcido – Vaya que se dan prisa cuando quieren…

- Así es – afirmó el monje – veo que es consciente de su situación.

- Estoy al corriente de ella – replicó sin abandonar su mueca de disgusto – aunque me gustaría saber qué les han dicho de mí.

- Lo suficiente. Ha traicionado usted a la madre iglesia, y no tiene derecho a cobijarse entre sus muros.

Erik chasqueó la lengua, golpeteó el suelo con el pie y llevó su mano derecha a la cintura.

- Ya… pero no significa que no pueda salir el Abad a hablar conmigo ¿no? Una cosa no implica la otra.

- Eso es completamente imposible – espetó tajante el monje.

- No lo es – contestó enseguida el joven – A menos que en el mensaje que les enviaron dijeran que voy por ahí matando curas y violando monjitas lo que, en todo caso, es completamente falso.

Los mojes guardaron silencio ante esto, parecían haberse quedado sin palabras y era evidente que no sabían de qué estaba acusado exactamente Erik, lo que convertía su obstinación en un completo sinsentido.

- …¡No podemos dejarle pasar! – exclamó el portavoz como ultima defensa, abriendo los ojos como platos y moviendo la cabeza en un gesto espasmódico.

- ¿Qué quieren? ¿Qué entre por la fuerza?

Nervioso, Erik dejó escapar tímidamente su aura, lo suficiente como para no pudieran verla pero sí sentirla, intimidándolas con ella.

- Vamos, vamos  hermanos, el empecinamiento no hace bien a ninguna de las partes – dijo apaciblemente una voz, amplificada por la que parecía ser la acústica del templo – cuando dos palabras son igual de poderosas, lo mejor es llegar a una conclusión que satisfaga a todos los parlamentarios.

El Belmont arqueó una ceja ante la nueva voz en total contraposición a los monjes, que se alarmaron y dieron la vuelta, saludando a la que parecía la figura del recién llegado, apenas perceptible por el espacio de la puerta entreabierta. Entre los saludos, Erik llegó a distinguir la palabra “Abad” Esperó unos minutos, que ya empezaba a parecer una costumbre, mientras conversaban hasta que finalmente el portón se abrió por completo, saliendo por ella aquel a quien quería ver.

El Abad de la orden, que así se presentó sin ningún tipo de problema, era un hombre de apariencia extraña, pero no extraña de por sí si no sencillamente extraña para tratarse de alguien que había vivido recluido en una iglesia; era alto, más alto que Erik y puede que casi tanto como Luis, de una corpulencia notable aún a pesar de los holgados hábitos y manos fuertes tupidas de vello canoso, su rostro también era digno de mención pues aunque las arrugas revelaban una edad ya cercana a los 70 años seguía habiendo algo de juventud en él, y su expresión irradiaba a partes iguales fuerza y serenidad.

- Oí que deseaba hablar conmigo, joven – articuló con voz de trombón.

- Eh… sí, así es – asintió el muchacho - ¿Es usted realmente el Abad?

- Exacto – corroboró el religioso – Hermano Abelard Maréchal, Abad de Saint-Guilhem.

- Ahá… encantado – tendió la mano, que el monje estrechó con amabilidad – yo soy Erik Alexer Belmont, del clan Belmont.

Esperaba alguna reacción adversa por parte de Abelard, pero en lugar de ello éste sonrió amablemente.

- Tengo entendido que está usted colaborando con la policía en París – observó - ¿Qué le trae a un pueblecito tan apartado? Debe haber una buena razón.

- Parece que no están completamente recluidos aquí ¿eh? – observó jocosamente el muchacho – Es cierto, debería estar en París colaborando en el caso de los niños, pero le aseguro que estoy aquí precisamente por eso.

Deshicieron el cordial apretón mientras sostenían sus miradas, Erik parecía haberse relajado gracias a la actitud del Abad, pero se negaba a bajar la guardia.

- Y… ¿Qué relación tiene este lugar con su investigación, Sr. Belmont?

- Un libro – respondió escuetamente el pelirrojo, haciendo arquear una ceja a su interlocutor – es una historia un poco larga – prosiguió - ¿Podríamos hablarla en el interior?

- Lo lamento, pero temo que no le puedo permitir entrar – se disculpo el Abad – mis hermanos ya deben haberle explicado…

- Lo sé y por eso quería hablar con usted. Es estrictamente necesario que entre, ya puede que tengan algo que me interesa.

- ¿En serio? ¿De qué se trata?

- Un códice

- ¿Códice? – preguntó el Abad con interés - ¿Qué desea descifrar?

- Un libro – repitió el pelirrojo.

- ¿Podría saber de qué libro se trata?

- Sólo se lo diré si entramos.

Los dos interlocutores se sonrieron de forma desafiante.

- ¿Está intentando jugar conmigo, Sr. Belmont?

Era un escarceo a nivel conversacional, no sin cierta tensión pero tampoco agresivo, de hecho parecía que ambos, en cierto modo, estaban disfrutando, pero no había tiempo para juegos y Erik decidió ir completamente al grano, aún a riesgo de equivocarse.

- ¿Conoce usted al hermano Anselme Mercier?

La sonrisa de Maréchal se transformó en una mal contenida expresión de sorpresa, aunque duró menos de un segundo.

- Supongo que ha estado usted en Grignoncourt ¿Estoy en lo cierto?

- En efecto – respondió – pero el asunto no es ese. Repito la pregunta ¿Conoce usted al hermano Anselme Mercier?

- En efecto, conozco (si es que se le puede llamar así) al hermano Mercier – miró al cielo, mientras añadía plácidamente – Que nuestro buen señor lo tenga en su gloria, pero quisiera saber de qué lo conoce usted.

Erik dudó por instante ¿dudaría de él si le contaba la verdad? Podría cerrarle las puertas, pero… era la verdad, y tenía pruebas de ello.

- No solo lo conozco – contestó finalmente – si no que tuve la oportunidad de hablar con él… en persona.

La sonrisa de Abelard creció y se transformó en un gesto de condescendencia.

- Hasta ahora me parecíais más inteligente que esto, Sr. Belmont. Sabe usted que el hermano Mercier fue llamado por el señor hace años ¿no es cierto?

- En 1842 para ser exactos – contestó Erik con celeridad – créame, tengo la fecha de la lápida grabada a fuego.

- Entonces, comprenderá que no pueda dar crédito a su palabra ¿Se levantó acaso el hermano Mercier de su tumba para conversar con usted?

- Anselme Mercier fue el guarda de Morimond hasta el día de su muerte – replicó el pelirrojo – yo fui allí y forcé la entrada de la biblioteca. Mercier hizo su trabajo.

- ¿Tiene alguna prueba de lo que dice?

- Por supuesto.

Sin apartar sus ojos de los del Abad, el Belmont llevó su mano hasta el bolsillo de la camisa, extrajo de él el códice numérico obtenido en Morimond y lo tendió a Abelard, que lo aceptó y desdobló intrigado.

La expresión de su cara al comprobar el contenido fue el símbolo de triunfo de Erik.

- Esto es…

- Lo reconoce ¿no es cierto?

- Según se cuenta, el hermano Mercier no permitió que nadie más guardara la abadía para que este papel no fuera encontrado, sólo él conocía su escondrijo.

- Si lo reconoce y además sabe todo eso – inquirió – significa que he acudido al lugar correcto ¿No es así? Necesito el códice alfabético.

El Abad dudó por unos instantes, parecía desconfiar del muchacho que tenía delante, conocedor de la existencia de Mercier y poseedor del códice numérico de aquel libro, sin embargo…

- Entremos – concedió finalmente.

Los cinco monjes que recibieron al muchacho y habían permanecido allí fueron los primeros en adentrarse en el edificio, seguidos del Abad y, finalmente, el propio Erik; una vez dentro Maréchal dio permiso a los hermanos para volver a sus tareas y pidió al pelirrojo que lo siguiera, guiándole por los austeros pero a pesar de ello hermosos pasillos de la abadía.

Durante la caminata, el hermano Abelard entabló conversación con el Belmont acerca de la historia de la Abadía, gracias a esta charla descubrió que el verdadero nombre del lugar era “Abadía de Gellome” y que la orden que ahora mismo la habitaba era la misma que salvó la construcción y contenido en el siglo XVII, la Orden de San Mauro.

Pero la charla llegó a su fin cuando arribaron al despacho del Abad, un lugar discreto lleno de libros curiosamente ordenados en estanterías, una silla de acolchado raído y un desvencijado escritorio sobre el que reposaban unas cuantas hojas de papel, un tintero y una clásica pluma de ave para escritura, las paredes estaban completamente desnudas y la única iluminación la proporcionaba un ventanuco enrejado.

- Acogedor ¿eh? – comentó el muchacho al entrar tras el Abad, que se sentó rápidamente en su silla.

- En efecto, es ese libro… - dijo éste para sí mismo sin dejar de mirar el papel - ¿Dónde dice que lo encontró?

- En la biblioteca nacional – explicó Erik – no tuve que escarbar mucho.

- Gran imprudencia por parte de las autoridades el dejarlo al alcance de cualquiera.

- Sin los códices es ilegible, si quien lo puso ahí sabía de qué se trataba debió pensar que pasaría por una curiosidad histórica.

- Una curiosidad que costó muchas vidas, si me permite puntualizar.

- Estoy al corriente de ello, Maréchal.

- ¿Sabe qué tipo de conocimientos alberga ese libro?

- Oscurantista – replicó el joven – no sé mucho más. Evidentemente no puedo leerlo.

El monje lo observó de pies a cabeza por unos instantes y volvió a centrarse en el códice numérico.

- Dice que ese libro podría ayudarles en el caso en el que trabaja, o eso me ha insinuado ¿Qué le hace pensarlo, Sr. Belmont?

El pelirrojo frunció los labios por unos segundos, meditando la respuesta.

- Es… - cambió rápidamente el comienzo de su alocución – reconozco que se trata sencillamente de una intuición, pero en el transcurso de nuestra investigación enfrentamos a un vampiro que lucía en la solapa el mismo escudo de armas que ilustra la tapa del libro. Me hice con el libro pensando que tal vez habría alguna relación, pero es que hace poco se reveló como el secuestrador, y…

- Entonces ¿Para qué quiere el libro? – lo interrumpió.

- Porque no sabemos quién es ni cómo localizarlo – explicó – y tengo la intuición de que el libro nos dará esa información y otras aún más útiles.

Abelard frunció el ceño, su cordialidad había dado paso a una seriedad casi desconcertante.

- ¿Usted sabe qué contiene ese libro, Maréchal?

El Abad negó con la cabeza.

- No, pero sí sé que esta abadía tiene el deber de proteger su códice y por lo tanto de evitar que su contenido sea revelado a nadie, no es que desconfíe de usted Sr. Belmont, pero comprenda que no me gusta la idea de entregar ese códice…

- …A un traidor a la iglesia ¿iba a decir eso?

- No – contestó cortante – Si es cierto que el mismísimo hermano Mercier le entregó este papel – alzó ligeramente el códice numérico – debe ser sin duda porque es alguien de buenas intenciones. No pretendo dudar de usted, Sr. Belmont.

- ¿Entonces?

Maréchal guardó silencio de nuevo, a Erik le resultaba imposible discernir cuando era más difícil saber lo que pensaba, si con esa exagerada cordialidad o por el contrario en aquel momento de seriedad extrema.

- Me temo que tendrá que superar usted una prueba – sentenció finalmente.

- ¿Una prueba?

En silencio, el Abad abandonó su asiento y entregó a Erik el papel, tras lo que salió del despacho y con un escueto “sígame” emprendió de nuevo el camino a través de la abadía.

Su andadura les llevó a lo que parecía el hall de entrada, que daba a la puerta que el Belmont había desestimado a favor del Puente del Diablo, allí reposaban tres lápidas cuyas inscripciones, erosionadas por las pisadas de los monjes, eran ilegibles; ante la atenta mirada del pelirrojo, Abelard se inclinó sobre la central, palpó los bordes de ésta y, tras unos instantes de duda, se acercó a una pared cercana y presionó una de las piedras, indicando la serie de chasquidos subsiguientes que acababa de activar un mecanismo, mecanismo que elevó lentamente la lápida central hasta dar acceso al interior de la tumba.

- ¿Entramos? – sugirió el Abad mientras él mismo se encaminaba hacia ella.

Sin mediar palabra Erik lo siguió, no dejaba de estar alerta ya que era evidente que en aquella Abadía – y probablemente en ninguna otra Iglesia o Abadía del mundo desde aquel mismo día – no era bien recibido, pero sabía que debía obtener ese códice, y las indicaciones del Abad Abelard Maréchal era lo único a lo que podía agarrarse.

Así, se encontró a sí mismo descendiendo hacia no sabía donde a lo largo de una oscura y húmeda escalera de piedra, no haciéndose la luz hasta que llegaron al final de ésta y pudieron contemplar la siguiente sala.

El lugar, que Erik identificó rápidamente como lo que parecía una especie de cripta pre-románica, no era más que piedra desnuda excavada en roca sobre la que descansaban los restos de lo que parecían ser paredes. La estructura formaba un largo pasillo iluminado por pequeños ventanucos que dejaban ver que en realidad se hallaban en una cueva excavada dentro de otra cueva, ideado de un modo tan ingenioso que la iluminación de la cueva exterior servía también para dar luz a la interior.

- ¿Dónde estamos? – preguntó el pelirrojo con más curiosidad que suspicacia.

- Esta es la cripta donde fue enterrado inicialmente el fundador de nuestra orden – explicó el Abad – cuando sus restos se trasladaron quedó abandonada, pero nuestros antepasados recientes decidieron darle uso de nuevo.

- ¿Antepasados recientes? ¿Quiere decir…?

- Sí, Sr. Belmont, es aquí donde se encuentra el códice - El rostro de Erik se iluminó, y Maréchal debió notarlo, porque se apresuró a añadir – Y también es aquí donde tendrá lugar vuestra prueba.

Mientras hablaban, habían alcanzado otra escalera que, en esta ocasión, desembocó en una discreta puerta de madera, Maréchal invitó al Belmont a entrar, permaneciendo él en el umbral.

- ¿No entra usted? – preguntó el pelirrojo con algo de desconfianza.

- Por desgracia la situación no me lo permite – contestó el Abad – el lugar en el que acaba de entrar es donde tendrá lugar la prueba. Eche un vistazo a su alrededor, por favor.

Obedeciendo, Erik se adelantó unos pasos y comenzó a mirar en torno a él. El lugar donde se encontraba era significantemente más amplio que la cripta de donde provenían, siendo más bien calificable como sala, estaba igualmente excavado en la piedra y un extraño aroma enturbiaba el ambiente, por supuesto reparó en el portón de piedra al otro lado de la habitación y los ventanucos abiertos en las pared que daban luz al lugar.

- ¿Es detrás de esa puerta donde está el códice? – preguntó señalándola.

- En efecto.

- ¡Bien! Y oiga, en serio ¿Por qué no entra conmigo?

- ¿Ha mirado bien el lugar, Sr. Belmont? ¿Ve algo sobre la puerta?

Obedeciendo aunque algo molesto, el pelirrojo se adentró en el lugar hasta que pudo discernir una inscripción que descansaba sobre el umbral pétreo.

- ¿Sabe usted latín? ¿Puede leerlo?

- “Sólo aquel que se haya ganado el cielo podrá traspasar esta puerta. Quien en el infierno permanezca sólo podrá arañarla con desesperación” – frunció los labios, aquello no le olía nada bien – Oiga ¿Qué significa eso?

- “Eso” es la razón por la que no puedo acompañarle, Sr. Belmont. Si yo entrase seguramente la puerta se abriría sin más, pero no soy yo el interesado en el códice, lo es usted, por lo que deberá superar la prueba.

- “¿Si usted entrase?” – El pelirrojo se volteó para mirarlo directamente – Oiga ¿no es un poco pretencioso por su parte?

- Puede ser – aceptó el monje – pero no voy a arriesgarme a demostrárselo y que usted aproveche el momento para hacerse con el códice.

- ¿Hasta tal punto desconfía de mí?

- En este caso desconfío hasta de mi sombra, Sr. Belmont.

El muchacho se quedó mirándolo con el ceño ligeramente fruncido, entre ofendido y desafiante, y repentinamente se despojó de su camisa y corbata, quedando desnudo de cintura para arriba.

- ¡Guárdeme esto! – solicitó al Abad mientras le lanzaba las prendas - ¡Y cierre la maldita puerta! – encaró de nuevo el portón de piedra – le mostraré cómo de fiable soy, Maréchal.

Satisfecho, Abelard esbozó una de sus apacibles sonrisas y cerró la puerta de madera, articulando antes un sincero “Buena suerte, Sr. Belmont”

Y el Sr. Belmont se vio sólo, atrapado en aquella fría sala excavada en la piedra.

Intrigado y al mismo tiempo presuroso por cumplir su cometido, se acercó al portón de piedra y lo palpó ¿Consistiría la prueba en abrirlo? Bueno, era evidente que sí, pero… ¿Cómo?

El Abad había mencionado que, de entrar él, la puerta se abriría, ergo había que cumplir algún requisito especial, y además estaba esa inscripción…

El que se haya ganado el cielo… el que permanezca en el infierno… Evidentemente el cielo y el infierno eran, al menos en concepto, el bien y el mal ¿Cómo probaba que estaba del lado del bien?

“Ser un Belmont no basta, eso está claro” Pensó, habiendo retrocedido unos pasos y mirando la puerta intrigado “¿Cómo se supone que voy a hacerlo?”

La respuesta, o por lo menos una respuesta a su pregunta llegó por sí sola cuando sintió una fría mano posarse sobre su hombro y un aliento putrefacto vertiéndose sobre su nuca, alarmado, giró la cabeza para encontrar a su espalda a lo que antes debió ser un humano, ahora convertido sencillamente en una masa de huesos amarillentos y carne podrida, incapaz de emitir más sonido que un asqueroso gorjeo.

En otras palabras, un Zombie.

Su reacción fue rápida, inmediatamente retrocedió dos pasos y le reventó la cabeza de un puñetazo, cayendo el cuerpo sobre la fría piedra, inerte.

Un Zombie…

¿¡Qué demonios hacía un Zombie en el sótano de una Abadía!?

No tuvo tiempo para planteárselo, esta vez no fue descuidado y sintió a su espalda el arrastrar de algunos pies, en respuesta giró con una patada en vuelta y reventó la cabeza de dos muertos vivientes que habían aparecido a su espalda, para acto seguido retroceder de dos o tres saltos al centro de la estancia y adoptar posición de guardia, mientras los pensamientos se apelotonaban en su cabeza.

Zombies, bajo una Abadía, protegiendo el códice, en una prueba. ¿Criaturas de la oscuridad al servicio de una humilde Abadía en un pueblo perdido de Francia?

Extendió ambos brazos a los lados, golpeando con sus puños a otros dos muertos que habían aparecido a sus dos respetivos costados.

- ¡Absurdo! – profirió mientras agarraba a los susodichos y reventaba sus cráneos haciéndolos chocar entre sí.

Pero aquello no era lo más sorprendente de todo, en ningún momento la tierra se había removido, no había ni una sola grieta en el suelo o en algún otro punto de la habitación, los Zombies sencillamente aparecían en puntos ciegos a su visión y, cuanto más luchaba, en mayor cantidad le iban asaltando.

Bajo esta premisa los minutos fueron pasando y Erik se vio obligado a combatir de otra forma, buscando los movimientos más eficientes que evitaran el gasto de energía propicio para el cansancio. Había hecho bien en despojarse de su camisa, ya que no tardo mucho en recibir algunos arañazos de aquellas huesudas manos.

Pero no importaba cuan eficientemente luchara, cómo de potentes fueran sus golpes e incluso que recurriera a las llamas para eliminar grandes cantidades de ellos, el flujo sencillamente no terminaba y los minutos acabaron por convertirse en horas hasta el punto de que poco a poco y sin que se diera cuenta, la brillante luz del sol había dado paso al anaranjado atardecer y éste, al oscuro crepúsculo. En un momento dado sintió voces furtivas del exterior, procedentes de los ventanucos.

- Es cierto lo que decían.

- Es una máquina de combate.

- ¿Vieron eso, hermanos? Tiene control sobre el fuego.

- Parece un demonio…

No sabía si serían esas voces, o la oscuridad, o que ésta le hiciera ser consciente de las horas que había pasado enfrascado en la batalla, pero repentinamente el cansancio comenzó a asaltarle, debilitando sus puños y volviendo errático el movimiento de sus piernas, pero lo ignoró y continuó luchando, debía obtener como fuera el códice y salir de aquel lugar, aquel infierno.

Ese infierno.

- Vamos, vamos, hermanos… No deberían criticarlo, a sus ojos puede parecer un demonio, pero sepan que están observando a un luchador excepcional.

Aquella voz…

- ¡Maréchal! – exclamó el Belmont entre dientes.

En efecto, en la oscuridad sintió la entrada abrirse mientras él ya combatía a ciegas, demasiado cansado como para concentrarse en adaptar sus ojos para ver en la negrura. Apenas llegó a ver la antorcha que portaba el Abad y que hizo que todos los muertos vivientes, o lo que quiera que fueran aquellas apariciones, se esfumaran en el aire.

Cuando se quiso dar cuenta, estaba encarando al propio Abad en posición de combate, con mandíbulas y puños apretados y manchado por su sangre y lo que parecían ser restos de algunos cuerpos.

- Veo que aún no salió de su infierno personal, Sr. Belmont. – dijo al muchacho con su siempre cordial sonrisa.

- ¿¡Cómo!? – respondió el joven entre dientes, afianzando su pose y tensando sus músculos.

- Puede relajarse – concedió – La prueba terminó por hoy, no puedo permitir que continúe luchando en la oscuridad.

Pero Erik no le escuchaba, sobreestimulado por la duración de la violenta batalla, sus ojos ardían de furor guerrero e incluso parecía destilar algo de odio hacia el religioso, que sin duda sintió esto, ya que para sorpresa de todos los monjes presentes alzó ambos brazos en cruz y articuló una sola palabra, más como orden que como concesión o deseo.

- Golpéeme – dijo.

Los monjes se escandalizaron, unos profirieron un amargo “¡Mi señor Abad!” otros advirtieron “No se conformará con un solo golpe” y otros, más catastrofistas, murmuraban “Lo destrozará”

- ¡Silencio todos! – ordenó el monje a sus acólitos – Siento que la violencia se ha apoderado de usted, Sr. Belmont, y le ofrezco desahogarse conmigo – dejó pasar casi un minuto en espera de respuesta, Erik parecía bloqueado por su propia furia – No permitiré que salga de aquí hasta que lo haga, no tiene opción.

Tras estas palabras el muchacho, emitiendo un ensordecedor bramido de combate, lanzó contra Abelard un puñetazo cargado de ira, odio y energía escarlata, todos los monjes taparon sus ojos horrorizados, pero el Abad no se movió y recibió el violento impacto sin moverse un ápice.

Nadie, ni siquiera el propio Erik, se dio cuenta de lo sucedido en aquel instante, los más osados que miraron a través de sus ancianos dedos llegaron a ver cómo la energía del puño del muchacho se disipaba violentamente, el golpe impactaba y un poderoso fulgor blanquecino inundaba la sala, un instante después, Erik caía de rodillas frente a él, jadeando y de nuevo como Erik Alexer Belmont.

- ¿Estás más tranquilo ya? – preguntó el Abad, casi como si no hubiera pasado nada.

El pelirrojo alzó la mirada aún sin aliento, irguió su espalda y miró atónito sus manos.

- Qué… ¿Qué ha pasado? – articuló, confuso.

- No superó la prueba, Sr. Belmont, no al menos hoy.

Erik, aún perdido, volvió a mirar al Abad y después a su alrededor; se sentía extraño, sabía que había anochecido pero a la vez no se había dado cuenta de ello, y los últimos segundos… ¿Qué había ocurrido en ese tiempo?

- Personalmente me gustaría felicitarle – continuó el monje – de verdad me encantaría celebrar que tenemos a un gran guerrero del lado de las fuerzas del bien, pero temo que no puedo hacerlo aún.

Estas palabras le devolvieron un poco a la realidad ¿Tenía la respuesta algo que ver con su desorientación?

- Por… ¿Por qué?

- Porque es débil – espetó – tal vez haya sido un momento de flaqueza, tal vez la desesperación por hacerse con el códice, pero se ha dejado poseer por un frenesí de violencia casi demoníaco.

- ¿Yo he…?

- De todos modos este no es lugar para hablar sobre ello – comentó en referencia a la multitud de monjes que permanecían en el pasillo exterior, cotilleando – acompáñeme, por favor. Después de dejarlo aquí acondicioné una habitación por si pasaba aquí la noche.

Volviendo en sí poco a poco, el pelirrojo siguió al Abad por el camino hacia lo que parecía su habitación, en ese lapso de tiempo comenzó a ser cada vez más consciente de su estado físico, sentía su su aura descompensada por el gasto de energía espiritual y vital, algunos de sus músculos agarrotados y doloridos y el cuerpo le pesaba ¿Cuánto tiempo había pasado combatiendo? ¿De verdad la batalla le había dejado así? Recordaba haber controlado muy bien su gasto de energía, al menos hasta donde llegaba su memoria…

- Es aquí.

Se detuvieron frente a una fría puerta de hierro oscuro, al mirar a izquierda y derecha se dio cuenta de que las demás puertas también eran de ese estilo, casi parecían calabozos.

- ¿Qué es este lugar? – se interesó.

- Aquí es donde dormimos todos – contestó el Abad mientras abría la aparentemente pesada puerta sin ninguna dificultad – Nos encontramos en un semisótano, de modo que este lugar está siempre frío. En esta época del año es ideal, debo añadir.

Se escuchó un *click* y la luz se encendió antes de que pasaran “No van a alumbrarse con velas, claro está” Pensó el muchacho. La habitación no era precisamente acogedora pero sí muy funcional, con un camastro, una silla y un escritorio como único mobiliario; con agrado observó que sobre dicho escritorio descansaba un plato con embutidos cuidadosamente cortados, unas pocas rebanadas de pan y una jarra de agua, pero antes de comenzar a pensar con el estómago hubo otra cuestión que le vino a la cabeza.

- Maréchal ¿Qué me ha pasado? – preguntó con seriedad – Usted parece saberlo bastante mejor que yo.

El Abad se llevó la mano a la barbilla y lo rodeó lentamente, mientras lo miraba de reojo.

- Antes de responderle, Sr. Belmont, permítame hacerle una pregunta ¿Usted sabe qué son el cielo y el infierno?

Previendo una larga o dolorosa – para su cabeza – conversación, el joven se sentó.

- Puedo darle al menos veinte descripciones del cielo y el infierno según diversas religiones, filosofías y corrientes de pensamiento en general, Maréchal.

- Descripciones ¿eh? – Abelard sonrió irónicamente – teoría… es usted exactamente como dicen las habladurías – Erik estuvo a punto de responder a ese comentario, pero antes de ello el Abad continuó - ¿Qué contestaría si le dijera que esta noche usted, Erik Alexer Belmont, ha estado a las puertas del infierno?

El pelirrojo guardó silencio durante unos instantes antes de hablar.

- Explíquese – solicitó finalmente.

- Me temo que no puedo hacerlo, o de lo contrario le daría una pista muy importante para la prueba que ha intentado superar hoy, en lugar de eso quisiera hacer una observación, Sr. Belmont: Es usted muy peculiar.

Como un robot, Erik repitió exactamente la misma orden.

- Explíquese.

- Junto con su denuncia nos llegó información de usted, mucha información: Estudios, méritos, carrera… para su edad es brillante, un hombre ciertamente inteligente, y sin embargo toda esa inteligencia no le ha servido para controlar ese impulso primario que le lleva a destruir ¿Por qué?

- Soy un cazador de vampiros – respondió – los destruyo combinando mi fuerza y mi inteligencia, no hay más.

- ¿Acaso necesita destruir siempre, Sr. Belmont?

- Los vampiros no se van a desintegrar ellos solitos mediante mi palabra… bueno, a lo mejor si les leo algún pasaje sobre cierto libro de vampiros amariconados se pegan un tiro – añadió jocosamente, obteniendo como respuesta una divertida sonrisa de su interlocutor.

- No me refiero a eso, Sr. Belmont – replicó el Abad, volviendo a su semblante serio.

- Entonces ¿De qué me habla?

Maréchal se encaminó hacia la puerta, dispuesto a marcharse, pero antes de ello se giró y dirigió al Belmont una última vez.

- Dice que podría describirme el cielo y el infierno según unas veinte corrientes de pensamiento distintas… le aconsejo que piense en todas ellas, y que lo haga recordando la inscripción custodia del códice.

Con estas palabras se marchó, y dejó a Erik comiendo y pensando en aquel grabado.

“Sólo aquel que se haya ganado el cielo podrá traspasar esta puerta. Quien en el infierno permanezca sólo podrá arañarla con desesperación”

Debía ganarse el cielo ¿Cómo hacerlo? Pero antes de eso, según el Abad, debía plantearse qué era el cielo.

“Genial” pensó mientras daba cuenta de una rodaja de pan generosamente acompañada de butifarra “Un acertijo para resolver otro acertijo, y yo sin tiempo”

Miró al blanco techo y suspiró, reflexionando sobre el tema en general ¿Qué era el cielo? ¿Qué era el infierno? Si repasaba todo lo que sabía, lo único que quedaba claro es que el primero era el lugar de reposo de los justos y el segundo donde los pecadores eran castigados. Las palabras de Maréchal azotaron su cerebro en aquel momento.

“Veo que aún no salió de su infierno personal, Sr. Belmont”

Podía ser metafórico, o podía ser explícito ¿Se refería a él o a la prueba?

Dio un trago a la jarra metálica y bajó la vista, dándose cuenta de que su camisa y su corbata descansaban sobre la almohada, limpias y cuidadosamente dobladas, por lo se levantó, las dejó sobre el escritorio y aprovechó para terminar de desvestirse, en ese momento se apercibió de un bulto que no recordaba llevar en los bolsillos: Su teléfono.

Se quedó mirándolo por unos momentos, la carcasa parecía haberse dañado en la batalla pero aún funcionaba, y parecía tener cobertura suficiente como para poder hacer llamadas. Necesitaba consejo, y sólo sabía de una persona que le ayudaría incondicionalmente: Adela.

Pero aún a pesar de que quería hablar con ella antes de dar por finalizado el día – estaba agotado – aún tuvo que luchar contra su propio orgullo, que hacía que le pareciera una aberración pedir ayuda, no obstante sabía que no tenía otra opción, y acabó venciendo ese sentimiento no sin cierta dificultad. Finalmente marcó uno a uno los números, puso el teléfono en modo manos libres y dejó que sonara hasta que, al quinto tono, al fin descolgó quien él esperaba.

- ¿Diga? – preguntó aquella voz tan familiar para él.

- ¿Adela? – articuló él como saludo.

- ¡Erik! – exclamó ella con alegría - ¡Últimamente las noticias que recibíamos de ti eran que estabas encamado! ¿¡Como estás!?

El pelirrojo se quedó paralizado por un instante y después no tuvo más remedio que echarse a reír, divertido.

“¡Jodidas viejas exageradas!” – pensó sin negar que en parte sí, era verdad.

- ¿Yo? – respondió finalmente – Bien, más o menos… repuesto de mis heridas, eso sí ¿Qué tal todo por allí? ¡Espero no haberos despertado!

- ¿Despertado? ¡No!  Juanjo está de patrulla y Esther sí, está durmiendo en el cuarto de Luis.

- ¿Y tú?

- En la cama, leyendo y esperando a que venga Juan ¿Qué necesitas?

- ¡Vaya! Directa al grano ¿eh?

- Bueno… no te lo tomes a mal, pero – repuso – siempre que estás de misión y llamas a casa es porque necesitas ayuda, así que…

- Em… ya

- ¿Y bien?

El pelirrojo dudó, la pregunta que se formulaba en su mente era tan directa que le resultaba estúpida, pero no se le ocurría forma de plantear su duda.

- Adela… ¿Qué son el cielo y el infierno?

La mujer al otro lado del teléfono se quedó muda hasta que finalmente soltó un resoplido y después una risita que oscilaba entre lo tierno y lo burlón.

- ¿Tú, Erik, el gran ateo, con dudas teológicas? ¡Esto sí que no me lo esperaba!

- No son dudas teológicas, Adela. Tú estás mucho más metida en este tema, así que pensé que me podrías ayudar.

Ante la gravedad del tono de voz del Belmont, Adela adoptó una posición seria. Aquello iba en serio.

- ¿Necesitas definiciones entonces? No creo que te hagan falta.

- No, no son definiciones.

- ¿Entonces?

- Más concretamente… Necesito saber cómo salir del infierno… y cómo ganarme el cielo.

Más silencio, escuchó un libro cerrarse y movimiento sobre la cama, seguramente la Fernández se había inclinado sobre el teléfono, entregándole así el 100% de su atención.

- Erik… no sé qué te está pasando por la cabeza pero será mejor que me lo expliques, y rápido.

Era necesario, y por supuesto no se negó, poco a poco empezó a relatarle a Adela todo el asunto del libro y el códice, y cómo acabó en la Abadía de Gellome tratando de superar una prueba que no fue capaz de superar, debido a que era incapaz de “ganarse el cielo”

La mujer respiraba pausadamente y con fuerza, lo que él sabía que significaba que estaba pensativa.

- Erik – articuló finalmente - ¿Has leído la biblia?

- Por supuesto. Un libro de ficción muy entretenido dicho sea de paso, Dios es mi genocida favorito después de el Caballero de Géminis.

- Chascarrillos aparte, Erik – estaba completamente seria, parecía dispuesta a hablar del tema DE VERDAD - ¿La has leído?

- Sabes que sí – respondió él con un suspiro - ¿A qué viene esa pregunta?

- ¿Sabes lo que son los santos?

- ¿A qué viene esa pregunta ahora?

- Son personas que se ganaron el cielo, Erik.

El muchacho abrió los ojos de par en par ¡Personas que se ganaron el cielo!

Hacía mucho tiempo que había dejado de preocuparse por el cristianismo, y por el santoral, desde antes incluso del fatídico suceso dos años atrás, así que incluso había olvidado ese tipo de cosas.

- ¿Cómo podría lograrlo? – preguntó, con un atisbo de esperanza.

La española suspiró de nuevo.

- El cielo y el infierno… por lo que me has contado, la filosofía de esta prueba reside en que descansan en nuestro interior, el cielo y el infierno somos nosotros mismos.

- ¿Y cómo se supone que puedo “convertirme” en el cielo?

- Piensa en los santos, Erik.

- ¡Pero…!

- Escucha – al otro lado del teléfono, Adela parecía sentirse apenada – Sé que esto te sonará mal, pero… no puedo ayudarte aquí. Se trata de que salgas de tu infierno, que alcances tu propio cielo… nadie puede lograr eso mejor que tú mismo, y mis palabras no sirven de nada aquí. Piensa en ello y después duerme, tienes que superar esa prueba, Erik.

El Belmont se quedó sin palabras, pero comprendió. Adela llevaba razón, hasta el mismo Abad lo había mencionado: Era SU infierno, SU prueba, nadie podía hacer nada salvo él mismo.

Pero al menos su madrastra había dejado caer una pista: Los santos, hombres y mujeres que se ganaron el cielo. Debía pensar en ellos.

- Lo entiendo, Adela – respondió finalmente con una semi-sonrisa – Gracias en todo caso.

- Siento no poder ayudarte más.

- No importa. Buenas noches ¿eh?

- ¡Igualmente!

Tras esta despedida colgaron y, dejando el pelirrojo el plato, la jarra y el teléfono en el escritorio, se tumbó en la cama, y el sueño le vino antes de que pudiera pensar en nada.

Despertó al día siguiente completamente despejado, el alba apenas despuntaba y los religiosos aún no se habían puesto manos a la obra en sus tareas. Debían ser las 6 de la mañana, hora perfecta para él, ya que se despejaba increíblemente rápido en ellas. Sus actos después de incorporarse fueron automáticos: Pantalones, calcetines, zapatos y regreso a la prueba, ni siquiera necesitó la asistencia del Abad para abrirse camino: Se lo había aprendido a la perfección.

Llegó a la sala en solitario y cerró la puerta a su espalda, ahí estaban de nuevo el portón  y la inscripción, desafiantes, inamovibles, y él debía pasar a través de ellos.

Estaba recién despierto, no había tenido tiempo de nada, ni siquiera de pensar en lo que habló la noche anterior con Adela, se había encaminado directamente a la batalla y se sentía extrañamente tranquilo.

El primer Zombie apareció, no se preocupó por él, no lo combatió, tan solo caminó hacia el umbral pétreo y quedó a dos o tres metros de él.

¿Quiénes eran los santos?

Eran hombres y mujeres que se habían ganado el cielo

¿Cómo?

Llevando a cabo grandes acciones, luchando duramente por su causa, entregando su vida a ella. Muerto por ella.

Hombres y mujeres que sufrieron lo indecible y murieron fieles a su dios, o con una sonrisa en los labios por sentir su deber cumplido, o siempre rebeldes al opresor.

Sintió las frías manos del muerto viviente sobre sus hombros, se había descuidado, daba igual. Enfrentarse a él no era su misión, lo era obtener ese códice, abrir esa puerta.

“Ábrete”

Otras dos manos se unieron, sujetando uno de sus brazos al tiempo que una dentadura se cavaba en su hombro derecho. Ya está, le habían mordido.

“¡Ábrete!”

Otro mordisco más, en el brazo izquierdo, y dos pares de manos, o tres, ni se molestó en contarlas, su mente se hallaba en otros pensamientos.

“¡Ábrete, maldita sea!”

Empezaba a comprender… la violencia parecía ser la clave, o al menos una de las claves, el día anterior se preocupó más por sus adversarios que por el libro, por los niños… Se ensañó, lo disfrutó, y se dejó poseer por un frenesí violento que hasta llegó a privarlo de la razón, haciéndolo actuar como un “demonio”

Ese era el infierno al que se refirió Maréchal, SU infierno.

“Te abrirás. Sé que lo harás”

Más manos, más dentelladas, ya ni siquiera le dolían, sólo sentía cómo trataban de derribarlo, de doblegar su poderosa fuerza con la unión de sus podridos músculos y asquerosos alientos. No lo lograrían, él era más fuerte que ellos y no se dejaría vencer hasta ver abierta aquella puerta.

Y eran cada vez más, débiles, eso sí, tanto que bastaría con expeler su aura para reventarlos, sentía la tentación de hacerlo, pero con el pensamiento de obtener el códice, los sucesos de los últimos días acudían a su mente: El fallo de Luis y Simon por impedir el rapto del sexto niño, el sentimiento de derrota, la frustración, las incontables batallas, el libro…

El libro, el libro ¡Ese condenado libro!

Su hermetismo, el sentimiento de perder el tiempo en un esfuerzo inútil mientras aquellos críos sufrían sabe Dios qué tortura, el fantasma de Anselme Mercier, los 200 monjes que perecieron durante y tras su escritura.

No era por él, era por ellos, por todos ellos, si esta era la prueba para salvar a unos y redimir a otros, la superaría.

Decenas de asquerosos gorjeos, cientos de kilos de peso, el fétido olor mezclado con el de su propia sangre… empezaban a afectarle, la debilidad se hacía patente, sus rodillas flaqueaban.

“No ¡Ahora no! ¡No fallaré hoy también! ¡Ábrete ya JODER!”

Tarde, sus rodillas cedieron bajo el peso de su propio dolor, que se hizo insoportable al dar con ellas en el suelo. Cerró los ojos y apretó los dientes con fuerza, conteniendo el naciente grito.

Entonces, ocurrió.

Un sonido similar al del mecanismo de apertura de la lápida inundó la sala, haciéndole abrir los ojos de par en par, sintió dos chirridos que se impusieron al viscoso gorjeo de los zombies y, en el poco espacio que estos dejaban entrever, pudo ver las dos hojas del portón ¡Abriéndose!

Aquello le devolvió las fuerzas, hizo frente a la presión que ejercían los cuerpos sobre él y se incorporó de nuevo ¡El códice estaba a menos de 7 metros de él! ¡No podía desaprovechar la ocasión!

Poco a poco la carga se fue aligerando, se sentía más ligero. 6 metros… 5 metros… debía quitarse a aquellas criaturas de encima pero ¿Qué ocurriría si luchaba? ¿Y si se cerraban las puertas otra vez?

- Puede dar rienda suelta a sus instintos, Sr. Belmont. Ha superado la prueba – concedió la voz del Abad desde su espalda.

Fue como una liberación, aquellos Zombies ya no formaban parte de la prueba ¡ya no había prueba! Y ellos eran sólo un estorbo.

Ni se lo pensó, expandió su aura, la contrajo e hizo estallar en un orbe flamígero que calcinó por completo todos aquellos pesos muertos, dejando el camino despejado. Ahora tenía el camino libre y estaba a su alcance ahí, descansando sobre un atril de madera; llegó hasta él en dos zancadas y lo cogió con ambas manos, estaba encuadernado con una sencilla cuerda y las tapas de piel se mostraban raídas y descoloridas, pero mediante un hojeo rápido comprobó que, en efecto, parecía ser lo que buscaba.

El códice estaba al fin en sus manos. Misión cumplida.

----------------------------

Bueno... han pasado dos meses de inactividad a causa de cierto asuntillo, pero aquí estoy de nuevo ^_^

He echado el resto en este capítulo para poder volver con fuerza, quería que darle más énfasis a los sucesos de esta abadía y me parece que lo he conseguido, aunque aún quedan un par de cositas sobre ella que llegarán en el siguiente episodio. Hubiera querido meterlo todo aquí, pero el momento en que Erik abre la puerta me parece perfecto como final.

Con este y el próximo termina, por cierto, el mini arco argumental del códice y nos meteremos de lleno en la parte final de la saga. Se ha hecho absurdamente largo en el tiempo pero ya es hora de cerrarla.

Espero que este capi os haya gustado ^_^

Prelude of Twilight

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