Prelude of Twilight

Publicado: 14:13 21/07/2007 · Etiquetas: · Categorías: CastleVania: Twilight Rhapsodia
Family

Aunque aquella situación fuera extraña para Simon, lo cierto es que la sorpresa de Erik y Luis no tenía nada de raro; Elizabeth Kischine, a quien conocían desde hacía tres años, era una mujer dura e implacable, hecha a sí misma y popularmente considerada fría y antipática; nació en un parto difícil al que su madre no sobrevivió, y su padre, Arthur Kischine, la entrenó en las artes del combate hasta la edad de los 15 años, cuando se lo llevó un cáncer de pulmón, tras lo que la aún adolescente cazadora decidió no acogerse a la hermandad y sobrevivir como cazarrecompensas, granjeándose una creciente fama de luchadora indestructible, siempre con la Espada estelar de su familia como única arma. Su camino se cruzó por primera vez con el de los dos jóvenes cuando interfirió en una de sus misiones, enfrentándose a ellos en combate y derrotándolos casi sin problemas, y se volvieron a ver cuando la propia hermandad la contrató – pagando generosamente – para asistir a un convaleciente Erik Belmont un año más tarde, en compañía del despistado François Lecarde. La misión tuvo éxito, y en teoría cada uno siguió su camino, ninguno de los dos esperaba volver a verla.

Quién iba a decirles que se la encontrarían en aquella casa, desposada con aquel muchacho y con hijo a su cargo.

- ¿Vais a pasar la noche en la puerta? – Preguntó ésta con una ligera sonrisa - ¡Pasad ya, hombre!

Obedeciendo como si estuvieran ante la misma Adela, los tres chicos obedecieron y atravesaron el umbral casi sin respirar.

- Venid, os enseñaremos la casa.

Los recién llegados acompañaron a la pareja que, delante de ellos, les fueron mostrando el piso; se trataba de un hogar discreto en comparación con los dos triplex unidos de los Fernández, pero era sin lugar a dudas íntimo y acogedor, cálido incluso; al poco de entrar se hallaba, tras una puerta corredera, la cocina, decorada con muebles blancos e iluminada por halógenos, más adelante, tras el pequeño corredor, estaba el salón comedor, de tal tamaño que tal vez ocupaba más de la mitad de la casa – el pilar justo en el centro indicaba que, tal vez, había ahí un tabique posteriormente derruido en una reforma – y desde él se accedía a tres habitaciones, la de matrimonio – donde se apreciaba una foto de la boda de Elisabeth y François y se encontraba también la cuna del pequeño René – la de invitados y un almacén donde, amén de varias cajas, se encontraban, en lugar visible y accesible, la hermosa Lanza Alucard y la espectacular Espada estelar.

Tras salir de la habitación de invitados – donde cabían dos camas y los bártulos de quien se alojara allí – se dirigieron al salón de nuevo, allí, junto al sofá, se encontraba un parque móvil donde una personita se movía de vez en cuando, balbuceando y jugueteando con unos peluches de llamativos colores que estaban desperdigados a su alrededor.

- ¿Queréis ver al rey de ésta casa? – preguntó la mujer con una cálida sonrisa en el rostro.

Los tres aceptaron de buen grado y se dirigieron con ellos al parque móvil; allí, rodeado de peluches, se encontraba un niño, cuya edad no llegaría al año, de cara regordeta y pelo oscurecido, sus ojos eran del color de los de François, pero en general era más parecido a su madre. El bebé pegó un gritito de alegría al ver a su padre, y luego miró con curiosidad a los tres cazadores.

- ¡Hoooooolaaaa! – Saludó François a su hijo mientras lo cogía, ante la atenta mirada de su esposa - ¿Me has echado de menos, grandullón? – Empezó a hacer carantoñas y a juguetear con su hijo, que se reía alegremente - ¡Aaaaaaaaah! ¡Sabía, sabía que si! ¿eeeeeeeeeh?

Un aura de paz y felicidad parecía rodear a la pareja en ese mismo instante, Elisabeth sonreía ampliamente mientras François jugueteaba con el pequeño René en una expresión que ni Erik ni Luis hubieran esperado ver en ella.

Aquella, pensaron, debía ser la cara oculta de aquella chica de corazón pétreo.

- ¡Eh, René! – dijo ésta con simpatía, cogiendo la mano de su hijo – Saluda a nuestros invitados, mira, éstos son Luis, Erik y… eh…

- Simon – aclaró el menor de los Belmont.

- …Simon… dí hola ¡Holaaaaaaaaa!

Empezó a mover la mano del bebé de un lado a otro mientras éste reía, lo que los hizo sonreír, enternecidos en parte por la escena – “al fin algo realmente agradable después de dos semanas” – y en parte por el ambiente de calidez familiar que se respiraba.

- ¿Queréis cogerlo? – les propuso François.

- ¡Si! ¡Cogedlo! No os preocupéis – corroboró su esposa.

Erik se negó, alegando que no tenía demasiada mano con los niños, al igual que Simon, pero Luis aceptó, y su cara cambió cuando lo tuvo en brazos, iluminándose.

Lo cierto es que el Fernández parecía estar en su salsa con el crío en brazos, a pesar de hacer un cuadro extraño aquel grandullón musculoso sujetando a un bebé, no obstante parecía feliz y cómodo haciéndole gracias a René.

- Te llevas bien con los críos ¿eh? – comentó Elisabeth a Luis mientras acariciaba un poco el cabello de su hijo, que se había acomodado apoyando la cabeza sobre el hombro del fórnido muchacho.

- Bien no sé si se me darán, pero me gustan – reconoció – eh… creo que tiene sueño – observó viendo que al pequeño se le cerraban los ojos.

Se lo devolvió a su madre, que lo cogió y lo apoyó en la misma posición en la que estaba con Luis.

- ¿Has cenado, Elise? – preguntó súbitamente François a su mujer.

- Sí – respondió ésta – tardabais, así que cené y le di de comer también a René, el resto está en el microondas… ¿Vosotros habéis cenado? – preguntó a los tres.

Negaron rápidamente, estaban hambrientos y no habían comido nada desde medio día, detestaban la comida del avión.

- Hemos pedido comida china – continuó Elisabeth – hay de sobra, así que podéis comer de ella si queréis.

Agradecieron el gesto mientras François corría a la cocina, seguido un poco más tarde de Erik, y ambos traían sucesivamente varios platos, aún tibios, con diversas especialidades de un aroma ciertamente tentador, y los colocaban en la mesa de mármol que estaba frente al sofá y los dos sillones, quedando ésta casi a rebosar.

Acto seguido los cuatro se sentaron con la boca hecha agua y la sala ya inundada por el olor del Pato Pekín, los Fideos de Arroz con Ternera, Arroz al Curry, Ku-Bak con Gambas, Pan Chino y otros, mientras Elisabeth empezaba a canturrear a su hijo para dormirlo.

- No pongáis la tele hasta que caiga, por favor – pidió a los comensales.

- ¡Sin problema! – aceptó François mientras los hermanos Belmont y Luis empezaban a atacar la comida tenedor en mano.

Pasaron quince minutos comiendo intentando no hacer ruido hasta que Elisabeth dejó al pequeño René en el parque móvil y puso la televisión, dejando el volumen al mínimo.

Zapeó un poco – a ninguno le importó demasiado – hasta que finalmente lo dejó en el LCI, el canal de noticias, donde comenzaba la emisión de la noche con una noticia que a la pareja le era ya demasiado familiar, todo lo contrario para los hermanos y para Luis, que dejaron de comer, mirando la TV con atención.

La noticia de apertura hablaba del caso de la desaparición de los cinco niños, si bien no decía nada interesante en realidad, limitándose a informar de que la policía seguía investigando, pero no se había hallado ninguna pista que les condujera hasta ellos o al secuestrador.

- Otra vez la misma mierda – comentó Elisabeth en voz baja – es frustrante.

- ¿Es necesario que digan a los Franceses cada noche que han de seguir teniendo miedo? – Protestó François.- no entiendo por qué repiten la misma noticia siempre a la misma hora.

- Supongo que – opinó Luis mientras cogía un rollo de Pato Pekín – quieren dar a la ciudadanía la sensación de que se está haciendo algo, de no ser así la conmoción podría crecer, y convertirse en miedo.

- Y el miedo en pánico, y el pánico en psicosis, lo sé – replicó el Lecarde – pero esto no hace más que dejar en evidencia a nuestra policía.

- La policía no puede hacer nada de todas formas – intervino Elisabeth – es muy poco probable que nuestro hombre sea humano.

- Sí, yo pienso lo mismo – corroboró Erik – pero siempre se puede hacer algo, y más si cuentan con cazadores para ayudarles.

François negó con la cabeza.

- Ya os lo dije antes, la magnitud de esto nos supera, por más que cuenten con nosotros el da el problema de que somos SOLO nosotros.

- Y eso es lo que nos ha traído aquí – dedujo Simon.

- Os lo dije en el coche, necesitamos vuestra ayuda.

- La tendréis – aceptó Luis – Mañana me pondré en contacto con la Police francesa.

La pareja miró a Simon, que hasta ahora parecía haber permanecido indiferente a la conversación.

- Las desapariciones empezaron el mismo día que secuestraron a Alicia – respondió éste a la silenciosa pregunta de sus anfitriones – de modo que si puedo sacar algo, cojonudo, y si no, pues al menos lo habremos intentado.

Sonrieron a modo de conformidad y, poco a poco, dejaron aquel desagradable y agotador tema hasta desviarse a cómo demonios habían acabado Elisabeth y François juntos. Resultó ser una historia curiosa, ya que volvieron juntos a París, con la intención de ella de visitar la ciudad usando al muchacho como guía, y acabaron de fiesta con el pobre François borracho como una cuba – además de descuidado, no toleraba demasiado bien el alcohol – encontrándose éste a la mañana siguiente al lado de ella, ambos desnudos en la cama del piso que ésta había alquilado, y a los pocos días, como por arte de un flechazo, eran pareja, casándose a los tres meses y quedando Elisabeth embarazada un poco más adelante.

Ni tan siquiera ellos esperaban que la cosa saliera tan bien, curiosamente eran una pareja muy bien avenida que daban la sensación de llevar toda la vida juntos, compraron aquel piso y René no tardó mucho en nacer, consolidando una pareja que parecía predestinada a formarse.

Lo cierto es que ninguno de los tres pudo ocultar su asombro por la historia de una relación llevada a tan atropellado ritmo, pero era evidente que había salido bien, y los dos colegas felicitaron a François por haber sido capaz de “convertir una estatua de mármol en una persona de carne y hueso con corazón y todo”, recibiendo sendos capones de la aludida.

Al acabar la cena y recoger la mesa los tres muchachos se levantaron y se despidieron, con la intención de buscar un hotel donde instalarse, a lo que la pareja se negó en rotundo, ofreciéndoles la habitación de invitados.

- ¡En serio, no podemos aceptar! – Negó Erik por tercera vez – No es cuestión de abusar, ya os hemos devorado la cena…

- Insisto – le respondió la mujer, tajante – tenemos la habitación de invitados, además, no he olvidado la antigua amistad entre los Kischine y los Belmont, no pienso negaros nuestra hospitalidad.

- ¡Pero…!

- De todos modos no será gratis – intervino François – Nos vais a ayudar ¿no? Con eso pagareis vuestro alojamiento, pero… hay dos camas – recordó - ¿Cómo os las vais a arreglar?

- Uno de nosotros dormirá en el sofá – decidió Luis – e iremos rotando.

- Buena idea – convino Simon.

- La verdad es que nos viene de maravilla – agradeció Erik a la pareja.

Tras fregar François los platos – aquel día le tocaba a él – se prepararon para ir a dormir, siendo Elisabeth, con René en los brazos, la primera en desaparecer tras la puerta de la habitación, Luis por su parte se acomodó en el sofá y los hermanos metieron sus bultos y los del Fernández en la habitación de invitados, pero Simon no tenía sueño aún, por lo que pidió al Lecarde la llave de la azotea, con la excusa de respirar aire fresco.

La verdad sin embargo era diferente, el muchacho subió ansioso las escaleras de los seis pisos restantes y abrió la puerta sin aliento, deseoso de embriagarse, emborracharse con la belleza de aquella mágica ciudad.

Cuando al fin llegó se apoyó en la baranda y tomó una gran bocanada de aire, el ya frío aire de las noches de París, antes de mirar al frente y parpadear una sóla vez, deleitándose la vista con aquellas calles y edificios iluminados, que fue mirando lentamente mientras recorría el perímetro del terrado, siempre agarrado en la baranda.

Finalmente se detuvo mirando a la Tour Eiffel, que sobresalía sobre todos los demás edificios y sonrió, paralizándose frente a aquella visión durante un tiempo indefinido, hasta que sintió una mano sobre su hombro.

- Una ciudad mágica ¿verdad? – dijo su hermano a su espalda.

- Para el viaje de fin de curso – comentó Simon tras unos segundos sin hablar – Alicia y yo íbamos a proponer París, tiene muchas ganas de conocerla.

- Vendréis – le aseguró Erik – si no es con vuestra clase será vosotros solos, pero no podéis perderos la belleza de la noche parisina.

Simon sonrió, alentado por las palabras de su hermano.

- Sí, sea como sea quiero que vea esto.

El hermano mayor le dio unas palmaditas amistosas en el hombro.

- Venga – apremió – deberías bajar y descansar, mañana comenzará la investigación y puedo asegurarte que será dura… mañana empieza lo duro.

Simon siguió a su hermano y se dispuso a cerrar la puerta de la azotea, no obstante, antes de echar la llave, la abrió un poco y echó un vistazo más a aquel pacífico paisaje… que al día siguiente sería todo un campo de batalla para él.
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