Prelude of Twilight

Publicado: 19:12 28/07/2008 · Etiquetas: · Categorías: CastleVania: Twilight Rhapsodia
Carnival announcement

- ¡Llama Celestial!

El licántropo retrocedió ante las llamas verdosas disparadas a través de los dedos de François, pero por sus ojos inyectados en sangre se notaba que estaba lejos de desear irse, mientras tanto Elisabeth estampaba contra el suelo a otro, más grande y robusto, dejándolo inconsciente.

- ¡Voy!

La mujer acudió a ayudar a su marido, embistiendo a la criatura que arremetía contra él y tumbándola, mientras el francés sentía fallar sus piernas a causa de las heridas inflingidas por la Condesa Barthory y tenía que apoyarse en su lanza Alcarde para no caer.

- ¿¡Estás bien!? – le preguntó ella alarmada mientras desenvainaba su espada estelar para hacer frente al hombre lobo.

El Lecarde no contestó, pero era evidente que no se encontraba nada bien, tenía el rostro constreñido por el dolor y aparentaba encontrarse muy débil.

- Ha… hay más – murmuró el joven tras ceder y caer al suelo de rodillas.

- ¿Eh?

- Estamos rodeados de… hombres lobo

- ¿¡Cómo!? – Elise noqueó al monstruo y miró a su esposo, que miraba hacia arriba.

Ella siguió su mirada, se encontraban en un callejón perdido de París, lejos del territorio de aquellas criaturas, y sin embargo ya habían derrotado a 5 de ellas.

¿Había aún más?

- Siento sus auras – argumentó el muchacho – nos tienen rodeados…

Fue entonces cuando decenas de pares de ojos brillaron a la vez, ninguno de los dos lo había notado pero el olor a bestia salvaje había llenado el ambiente, y los continuos gruñidos, hasta ese momento ignorados, dieron paso a ensordecedores aullidos.

La joven Kischine miró entonces a François, momentáneamente débil y apenas apoyado en su lanza, volvió a alzar la vista y comprendió que no podía permitir que se expusiera a una batalla de tal calibre.

Se arrodilló y clavó su arma en el suelo, inmediatamente se vio protegida junto al Lecarde por una gigantesca cúpula lumino-translúcida sobre la que los hombres bestia, que ya se habían abalanzado sobre ellos, rebotaron, siendo expelidos y dándole la oportunidad de atacar.

Elisabeth no perdió el tiempo, arrancó la espada del suelo y corrió a por los que habían caído al lado de François, inmediatamente invocó una Cross Barrier y los embistió a toda velocidad, haciéndola estallar acto seguido para cegarlos y, uno a uno, tumbarlos golpeándolos con el mango de su Espada Estelar. No se le pasó por alto que su esposo permanecía con la cabeza gacha, apoyado en la lanza, impidiéndola ver su rostro.

Ya conocía esa faceta de él.

Sabía que François Lecarde odiaba ser un lastre en la batalla.

Se dirigió al punto donde había clavado inicialmente la espada, ya ocupado por las criaturas, se echó al suelo y se deslizó con las piernas por delante, tumbando a unos cuantos, después se apoyó en las manos y se impulsó al cielo, saltando por encima de sus cabezas; cerró ambos puños, de entre cuyos dedos emergió un tímido fulgor blanquecino.

- ¡HOLY BLAZE!

Al abrir las manos cayeron de ellas dos diminutos cristales que, al tocar el suelo, estallaron como una granada de luz, emitiendo un intenso resplandor que cegó a todos los presentes salvo ella y su marido.

- ¡¡¡SHOOTING STAR BLIZZARD!!!

Volvió a cerrar los puños, encogiendo los brazos y después extendiéndolos para lanzar una lluvia de diminutos cristales brillantes similares cada uno de ellos a una pequeña estrella, los proyectiles alcanzaron y atravesaron a los monstruos que, tras caer derrotados, recobraron su forma humana, heridos, pero vivos e inconscientes.

Cayó al suelo entre los cuerpos, aterrizando grácilmente, y se giró para dirigirse a François, encontrándose cara a cara con un licántropo que no había visto.

Se puso en guardia de inmediato, la bestia rugió en respuesta, pero antes de que ninguno de los dos se moviera una llamarada verdosa envolvió a la criatura, que se encogió y regresó a su forma humana, revelando tras de sí al Lecarde, de nuevo en pie, con la lanza, cuya punta aún refulgía levemente, apuntando a donde se encontraba.

- ¡Cariño!

Elise corrió hacia él, con el tiempo justo de sujetarlo por los hombros antes de que se desvaneciera.

Pasó un largo rato hasta que el francés recuperó la consciencia, encontrándose al abrir los ojos con la cabeza apoyada en las rodillas de su mujer, que lo miraba atentamente.

- E…lise… - articuló débilmente.

Ella sonrió como respuesta.

- ¿Me he… desmayado?

La joven Kischine asintió, esperaba de su marido una leve sonrisa y una disculpa, pero éste golpeó el suelo con rabia y maldijo entre dientes.

- Joder – renegó - ¡Joder!

Enfadado, se incorporó bruscamente y empuñó su lanza, caminó unos diez pasos y golpeó la pared con tal fuerza que abrió un pequeño boquete en ella.

- ¡François! – exclamó Elisabeth sorprendida mientras caminaba hacia él - ¿¡Qué diablos te pasa!?

Este giró la cabeza y la miró, ella lo comprendió al instante.

- ¡Vamos! ¡Sabías tan bien como yo que esto te iba a pasar! ¡Deberías haberte visto antes de que tu abuela te curara! ¡Estabas hecho polvo y perdiste mucha sangre!

El muchacho suspiró, volviendo a mirar al frente.

- François, – continuó ella – realmente valoro el que te hayas decidido a acompañarme a esto en tu estado – se aproximó a él y le colocó la mano cariñosamente en el hombro – pero cariño, debes comprender que no estás en condiciones…

- ¿Y qué voy a hacer? – replicó - ¿Voy a dejar que salgas y te enfrentes sola a lo que sea que te salga al paso y me voy a quedar en casa a dormir? Maldita sea Elisabeth, soy tu marido ¡No puedo tomarme esa libertad!

Elise sonrió con ternura ante estas palabras.

No era la primera vez que tenían una conversación así, era patente que, de los dos, François era el más débil y frágil, algo que detestaba de sí mismo, ya que siempre acababa siendo salvado por aquella a la que se sentía en el deber de proteger y servir, esto le hacía sentir más como su hermano pequeño que como su hombre.

- Ah, venga ¡Relájate!

Se aproximó a él para darle un beso en la mejilla, pero éste sin previo aviso echó a andar.

- ¡Eh! – el gestó la enfadó claramente, y lo alcanzó en un par de zancadas - ¡Un momento Francisco Lecarde! ¿Qué crees que estás haciendo? ¿¡Qué formas son esas!?

- Cuanto más tiempo esté parado más me dolerán las heridas – contestó él fríamente – Y no me llames así, no me gusta.

- ¡Te llamaré como me de la gana! – contestó, molesta - ¡Y ahora date la vuelta y mírame! – lo cogió del hombro derecho y tiró de él obligándolo a voltearse, éste no se dejó mover y volvió a mirar al frente, sin mostrarle siquiera su rostro - ¡He dicho que me mires, Fran!

En la segunda tentativa dio un tirón tan violento que lo hizo girar sobre sus talones prácticamente, él siguió negándose a mirarla, hasta que la chica, harta, lo agarró de la barbilla y giró su cabeza.

Lo que vio al hacer eso la horrorizó.

De la comisura de los labios de François caía un pequeño hilo de sangre que manchó la mano de Elisabeth; ésta lo soltó y retrocedió un paso, observando así que lo que ahora era un simple hilillo antes había incluso manchado la camiseta de su esposo.

- ¡¡¡Has vomitado sangre!!! – exclamó con los dedos crispados, mirándolo de arriba abajo - ¿¡Cuando!?

- Cuando me pusiste la mano sobre el hombro, – explicó – no cayó nada al suelo… no quería que lo vieras…

- P-pero… ¡Estás loco! – Elise estaba aterrorizada - ¡Esto es grave! ¡François, tienes que volver a que Loretta te cure! ¡¡No puedes estar así!!

- No pienso volver a ningún lado, Eli – contestó con rotundidad.

- Pero…

- ¡NO!

Ante la última respuesta, ese “NO” potente y autoritario, la joven se quedó sin palabras.

- ¡Soy un cazador! – continuó el francés - ¡Hijo de Richard Lecarde y descendiente de Eric! ¡He sido entrenado para afrontar cualquier situación! ¡No pienso dejar que unas heridas, por graves que sean, me detengan! – Se afianzó en su posición, golpeando el suelo con el mástil de la lanza Alcarde – Ya he sido suficientemente débil por hoy, mi vida – colocó su mano izquierda en el hombro de su esposa, como ésta hizo antes, y la miró fijamente a los ojos – cuando te quedaste embarazada me juré luchar hasta la muerte siempre que me encontrara junto a ti, y es eso lo que pienso hacer.

Se miraron en silencio mutuamente, era la primera vez que la muchacha lo veía actúar así, con semejante determinación, lo miró de arriba abajo y comprobó que sus piernas aún temblaban de debilidad, pero a pesar de ello su posición era firme y férrea.

Estuvo a punto de decir algo cuando una tercera voz, femenina, se interpuso.

- Me alegra oír eso jovencito, porque esta noche no te va a quedar más remedio que luchar… hasta la muerte…

Era una voz levemente grave, que denotaba madurez física y estaba teñida con un punto de malevolencia.

Los dos alzaron la cabeza buscando el origen de dicha voz, que resonó por todo el callejón, y sintieron inmediatamente una presencia oscura y amenazante que los rodeó, pareciendo querer asfixiarlos.

Entonces una sombra se movió por las cornisas, la Kischine la divisó y, al gritó de “¡Allí!” lanzó un diamante que, certero, pareció impactar en su objetivo; segundos después caía frente a ellos una figura encapuchada, aterrizando de pie.

La luz de la luna, escasa pero suficiente, les permitió observarla en detalle, iba cubierta de pies a cabeza por un manto negro, era alta y, de lo poco que pudieron ver de ella, atisbaron un mentón afilado, una boca ancha que dibujaba una sonrisa burlona y unos mechones de cabello rubio.

- Buen tiro, jovencita – articuló sacando la mano izquierda bajo la capa, manchada de sangre.

- ¿Qué o quien eres? – respondió directamente Elisabeth.

La recién llegada rió entre dientes.

- Eres bastante directa ¿verdad? Bueno… - volvió a esconder su mano – quien yo sea no es algo que os interese ahora mismo, lo único que debéis saber es que vosotros, cazadores, no podéis estar en éstos dominios.

- ¿¡Dominios!? – intervino François - En mis 25 años de vida he venido a cazar decenas de veces en ésta zona ¡Y nunca nadie me ha cerrado el paso!

- Pues ya ves – bajo el manto se observó como la mujer se llevaba la mano a la cintura – ahora estoy yo, y no pienso dejar que vayáis más allá.

- ¿Qué puede haber en un callejón como este que merezca ser protegido? – preguntó Elise a su esposo en voz baja.

- Ni idea – respondió éste torciendo el gesto - ¿Y qué pasará – se dirigió a la mujer – si nos negamos a irnos y decidimos continuar?

La sonrisa de la encapuchada de acentuó, inmediatamente hizo un rápido movimiento y Elisabeth desenvainó su espada a toda velocidad, se escuchó un sonido metálico y, cuando el francés las miró, las dos estaban en guardia, su esposa sujetando la espada estelar y su adversaria, con una sola mano, blandiendo una lanza negra que le resultaba extrañamente familiar.

Atónito, contempló cómo ambas pasaban de la defensa al ataque de nuevo, Elisabeth embistió pero fue interceptada por la recién llegada, que la golpeó con el asta de su arma, aturdiéndola, y se dispuso a ensartarla con su lanza cuando él, ni corto ni perezoso, se interpuso, desviándola por su propia asta.

La encapuchada retrocedió algunos pasos, sorprendida y obligada por la fuerza de la intervención de François.

- ¡Fran! – exclamó su mujer al verlo entre las dos.

- ¿Qué pasa, niño? ¿Quieres jugar? – preguntó socarronamente la mujer.

Sin contestar, el Lecarde empuño su lanza con ambas manos y se colocó en posición de ataque, con el mango a nivel del Tórax y la punta preparada para entrar en batalla en cualquier momento. Sin hacer caso de su enemiga, miró de reojo a Elisabeth.

- Déjame esto a mí, Eli, las lanzas tienen ventaja sobre las espadas por su longitud, si estáis al mismo nivel te vencerá sin problemas.

- ¡Si estamos al mismo nivel no le durarás ni dos minutos, Fran! – replicó ella - ¡Y menos en tu estado!

François llevó la mano retrasada al extremo exterior del asta y sonrió confiadamente.

- No me subestimes, amor…

- No, mejor no me subestimes tú a mí – lo interrumpió la guerrera – Sé quien eres y conozco el arma que empuñas, pero eso no te da la más mínima ventaja, niño.

La sonrisa del Lecarde se acrecentó.

- ¿Quieres comprobarlo? ¡Ataca!

- ¡No me lo tendrás que decir dos veces!

Como una centella, la lancera se pegó a él en dos pasos e intentó golpearlo con el asta, él la esquivó y le propinó un rodillazo con el objetivo de alejarla y, acto seguido, saltó, giró en el aire y cayó intentando aporrearla con su arma, fallando en su objetivo y quedando vendido para ser pateado en la cara por lo que era una bota de punta bastante sólida y aguda pero, mientras caía de espaldas, estiró el brazo izquierdo, con el que sujetaba la lanza por el extremo anterior, mientras se apoyaba en el derecho, no logró impactar, de modo que para no ser golpeado de nuevo la lanzó al aire, girando de modo que no pudiera ser agarrada por su enemiga, mientras se levantaba y la golpeaba en el pecho con una patada lateral en salto antes de coger de nuevo su arma en el aire y recuperar la posición de guardia.

Sonrió al sentir la mirada atónita de su esposa en la nuca.

También ella, Elisabeth, sonrió, pero se trataba de una sonrisa de agrado, sin duda François la estaba sorprendiendo muy gratamente aquella noche.

Pero no se permitía estar así, se mantenía expectante, esperando algún fallo de su esposo para entrar ella, no pasaba por alto el hecho de que se encontraba débil y podía desfallecer de nuevo en aquel momento.

¿Qué lo mantenía en pie pese a su estado? ¿Su voluntad? ¿El deseo de demostrar su fuerza? ¿De ser digno del apellido Lecarde?

- Te lo tomas en serio ¿eh? – observó la figura mientras se frotaba la zona donde había sido golpeada por él.

- Si quieres – François apretó los dientes – nos vamos de copas después de ver cómo has atacado por sorpresa a mi mujer… ¿¡Crees que voy a pasar por alto algo así!?

“No” Pensó Elisabeth tras aquellas palabras “Es… por mí”

Se sintió estúpida por extrañarle, pero ciertamente en combate el joven Lecarde rara vez la protegía con tal ahínco, no es que no lo intentara, pero ella era claramente superior a él, de modo que éste siempre se despreocupaba.

Aquella noche, sin embargo… con sus piernas temblando, aquel lamparón de sangre sobre el pecho de la camiseta, los restos de ésta en sus labios… estaba poniendo todo su empeño.

Observó sus brazos, firmes, con las manos cerradas sobre el asta de la lanza Alcarde.

¿Era aquel, el François Lecarde de quien se enamoró? ¿Aquel muchacho infantil y debilucho que le inspiraba un sentimiento maternal tan profundo?

¿Quién era el hombre que ahora hacía frente a su adversario haciendo acopio de las que perfectamente podían ser sus últimas fuerzas? ¿Cuándo el niño había crecido y se había convertido en hombre?

No lo sabía.

Pero, indudablemente, le gustaba aún más.

Entre tanto, los dos contendientes se lanzaban de nuevo a la batalla, las puntas de ambas lanzas chocaron con violencia, la encapuchada desviaba los envites del francés con maestría y contraatacaba intentando golpearlo en los hombros, pero éste, en una maniobra totalmente inesperada, agarró con fuerza el arma de su enemiga con la mano izquierda mientras que con la derecha la golpeaba repetidamente con el asta de su lanza, ahora sujeta a la inversa, se mantuvo en esto hasta que la mujer tiró con fuerza de su arma y se separó empujándolo violentamente.

- ¡Maldito mocoso! ¿¡Te burlas de mí!? – profirió recuperando la posición.

François pasó su arma de una mano a otra, sujetándola de nuevo normalmente, y adelantó el lado desarmado.

- Dices que la lanza Alcarde no me da ventaja… – le espetó – y tienes razón, no es la lanza, pero sigo estando por delante de ti.

La mujer gruñía, rechinando los dientes, cuando de repente movió muy levemente la cabeza. François no se dio cuenta, pero había clavado su mirada en Elisabeth.

Sonrió amplia y malévolamente, adoptando una pose relajada y desconcertándolo, acto seguido alzó su brazo derecho hasta ponerlo en ángulo recto con su torso, segundos después se dibujó un pentagrama luminoso en la capa oscura y se produjo un resplandor, del cual surgió una fugaz forma rojiza que pasó como una exhalación al lado de la cabeza del joven y atacó directamente a su esposa.

Esta, como ya hizo con el rápido ataque de la encapuchada, desenvainó con rapidez y contraatacó, frenando en seco el proyectil sin identificar que, tras dar un par de vueltas en el aire, extendió unas grandes alas membranosas y se detuvo, aleteando.

En este punto los dos pudieron observarlo atentamente, era un reptil cuyas escamas mostraban un color rojizo que tornaba escarlata bajo la luz de la luna, su cola, rematada por un cristal parecido al cuarzo rosa, así como su espina dorsal estaban decoradas por una fila de escamas dentadas que morían en la cabeza, de morro alargado perlado por un pequeño cuerno negro y coronada por dos astas más, del mismo color queratinoso, era levemente barrigudo y sus patas traseras se presentaban pequeñas pero fuertes, mientras sus bracitos apenas parecían desarrollados. Exhalaba fuego por la dentuda boca al respirar.

- ¿Un… dragón? – murmuró François sin apartar la vista.

Elise se puso en guardia, atenta a cada uno de los movimientos de la criatura.

- ¿Esto lo ha invocado ella? – preguntó la muchacha.

Los dos lo contemplaban atónitos, hasta que la voz de la encapuchada resonó en sus oídos.

- ¿Ya has olvidado donde está tu enemigo, niño?

Antes de llegar a reaccionar, el francés sintió como una hoja fría como el hielo hendía en la carne de su brazo derecho, afortunadamente se retiró a tiempo, apartando la vista justo en el momento en que el reptil emitía un agudo chillido y se lanzaba a por la muchacha.

Esta, ni corta ni perezosa, proyectó dos diamantes que aquel pequeño monstruo esquivó sin detener su avance, Elisabeth se hizo a un lado para evitarlo y en ese momento sintió el sofocante calor que desprendía, se dio la vuelta y blandió su Espada Estelar en el momento justo de usarla de escudo para detener una llamarada.

Mientras, François luchaba como podía contra su adversaria, ahora más preocupado de su esposa que de la batalla en sí, se mostraba desconcentrado y ya lucía algunas heridas producto de esquivar mal los ataques de la encapuchada.

- ¡Mejor ocúpate de ti mismo, niño! – le espetó esta, golpeándolo con fuerza en el cuello usando el mango de su arma.

El Lecarde cayó apoyándose sobre su mano izquierda, hizo la vertical y se colocó a cuatro patas para volver a ponerse de pie, pero perdió el equilibrio cuando su enemiga realizó un barrido con su lanza que tuvo que esquivar levantando ambas manos, tras lo que cayó boca abajo, se dio la vuelta y estocó con su propia arma para alejarla y poder levantarse de un salto, quedando de espaldas a ella, la sintió acercarse y se dio la vuelta bruscamente, atizándole con el asta de la lanza Alcarde en el costado.

- ¿Qué me preocupe de quien, dices?

La batalla de Elise continuaba, con algunas de las puntas del cabello algo chamuscadas y alguna que otra quemadura en los brazos, se debatía con el reptil en una irritante liza, aquella criatura era pequeña y escurridiza, y se colaba incluso entre los espacios de las cruces lumínicas de su Cross Barrier. Estaba harta.

Esperó a que el pequeño dragón la embistiera de nuevo, se hizo a un lado y, aún quemándose la palma de la mano, lo agarró del cuello y lo lanzó con todas sus fuerzas contra la pared, inmediatamente después pretendió cortarlo en dos de un espadazo, pero el monstruito alzó el vuelo y la embistió, golpeándola con fuerza en el estómago y tirándola al suelo, se dio la vuelta para levantarse apenas un segundo antes de que, en la forma de una pequeña bola de fuego, el reptil se lanzara de nuevo contra ella y abriera un agujero en el suelo.

Entre tanto François en la encapuchada forcejeaban, lanza contra lanza, el joven había flaqueado por un momento y la había permitido acercarse demasiado, en aquella cercanía pudo observar atentamente el arma de su adversaria, y se dio cuenta de por qué le resultaba familiar.

Era una copia exacta de la lanza Alcarde, pero de un apagado negro herrumbroso y con todos los adornos y el filo realizadas en fina plata oscurecida.

Retrocedió, sintiéndose intimidado y, en parte, asustado.

- ¿¡De donde has sacado esa lanza!?

La encapuchada sonrió, divertida.

- ¿Por qué lo preguntas? ¿Te sorprendes?

Recuperó la compostura con rapidez, decidiendo que no era algo que importase en aquel momento, y adoptó la posición de ataque.

- La única lanza Alcarde que existe es la que está en mis manos… ¡Es una afrenta que te atrevas a lucir una copia de ésta arma sagrada!

- ¿Afrenta? – la sonrisa de la mujer se acentúo – yo más bien calificaría así al hecho de que tú portes semejante arma.

- ¿¡CÓMO!?

Furioso, François la embistió , ella esperaba que la atacara sin control, pero en lugar de eso aporreó el suelo antes de estar a distancia de ataque, usó la fuerza del golpe para impulsarse y saltó, colocándose a su espalda, la golpeó alternativamente a un costado y otro y se dispuso a atravesarla, apartándose ella en el momento justo del impacto, viendo simplemente su túnica rasgada a nivel del estómago. Se miró y, al volver al vista al francés, comprobó que la punta de su arma estaba envuelta por una intensa llama verde.

- ¿Qué demonios…? – preguntó atónita - ¿¡Puedes despertar el fuego celestial!?

Esta vez fue el francés quien sonrió.

- He pasado demasiados años de entrenamiento como para no ser capaz – la señaló con la punta llameante del arma - ¡Ahora ríndete o prepárate para ser derrotada!

- Je… no creas que con eso vas a poder…

Un antinatural chillido agudo los interrumpió, a sus espaldas estaba Elisabeth, que había atravesado contra el suelo al reptil, que ahora se desvanecía en forma de un pequeño lucero, la boca de la encapuchada adoptó una exagerada expresión de sorpresa.

- ¡Eli! – François corrió a por su esposa, que ya se levantaba, estaba sudorosa, despeinada y con diversas quemaduras a lo largo de su cuerpo, parecía cansada pero aún tenía energías - ¿¡Estás bien!?

Ella sonrió con ternura al mirarlo.

- ¡Tonto! Debería ser yo quien preguntara eso… ¿Tú te has visto?

- He estado peor – mintió – pero aún no he acabado, – miró a su contrincante – o la derroto o no salimos de aquí en toda la noche.

- Debería echarte una mano…

- No cariño, esto es asunto mío, tú descansa.

La Kischine estuvo a punto de contestar cuando la atronadora voz de la encapuchada se interpuso.

- ¡No tendrás tiempo de descansar, pequeña zorra! ¡Aún no he acabado contigo!

Los dos la miraron, estaba visiblemente furiosa.

Esperaban que invocara a otra criatura de igual modo que a aquel pequeño dragón, pero en lugar de ello clavó su lanza en el suelo y abrió los brazos en cruz, el pentagrama se dibujó esta vez frente a ella.

Se formó un ruido tremendo, la tierra tembló y las paredes se resquebrajaron, la pareja contempló atónita cómo del suelo surgía una criatura enorme, de forma humanoide, constituida de piezas de metal como si de una armadura viviente se tratara, mediría fácilmente dos metros y medio y de su muslo derecho y hombro izquierdo emergían brillantes cristales rosados, sus ojos no eran más que dos pequeñas luces en la bola metálica que representaba su cabeza.

- ¡No me jodas! – exclamó François.

Adoptaron posición de guardia, en principio uno al lado del otro, pero él se adelantó con el objetivo de atacar primero, cual pudo ser su sorpresa al encontrarse estampado en la pared de la derecha, víctima de un brutal golpe que lo empotró en el sólido muro de ladrillo. Lo último que alcanzó a ver antes de ser arrancado de allí y tirado al suelo por su enemiga fue a Elisabeth cayendo al suelo víctima de otro brutal puñetazo.

Se levantó y encaró a la encapuchada, pero sintió un quejido de su mujer y, tras pronunciar en voz baja un “no merece la pena” se dio la vuelta con celeridad y se dirigió a la mole metálica, momento en que Elise, levantada y con la mano en el estómago, le habló con severidad.

- ¡Yo puedo encargarme de esto! ¡Tú sigue con lo tuyo!

- Pero Elisabeth…

- ¡Cárgatela!

Antes de darse la vuelta y volver a enfrentarse a la encapuchada, vio cómo su esposa caía al suelo víctima de otro golpe.

Al clavar sus ojos en su adversaria estaba totalmente furioso, hasta el punto de que había olvidado su dolor y debilidad.

Andó hacia ella e intentó golpearla con el asta de la lanza, pero ésta lo detuvo, después intentó atizarle una vez tras otra, pero eran golpes lentos y predecibles. La encapuchada sonreía divertida mientras lo hacía.

- ¿Esta es tu ira? – preguntó con socarronería - ¿Así amas a esa chiquilla?

Sin decir nada, François lanzó otro golpe, una palmetada con la que, ésta vez sí, la golpeó en la frente.

Después clavó su arma en el suelo y la miró fijeza.

- ¡¡¡OCLUSIÓN DE LAS PUERTAS DEL AURA!!!

La mujer observó cómo los puntos en los que él la había tocado, tobillos, muñecas y frente, se iluminaban con una pequeña llama verde que estalló, creando por un momento un pentagrama que se fijó al manto oscuro con el que ella se cubría.

Hizo un par de movimientos, y enseguida se dio cuenta de que algo iba mal.

- ¿¡Qué me has hecho!? ¿¡Qué ha pasado!?

- He cerrado las puertas de tu espíritu que permiten la entrada y salida de energía – contestó - ¡Ya no podrás invocar otra criatura o fortalecerla con tu propia aura! – La golpeó en el estómago con todas sus fuerzas – Y créeme… ¡ESTO SOLO ACABA DE EMPEZAR!

Con el mismo puño con el que la había golpeado la empujó hasta lanzarla por los aires, extrajo su lanza y se colocó frente a ella.

- ¡Levanta! – le exigió - ¡Y rézale a cualquiera que sea tu dios porque vas a ir con él muy pronto!

Se escuchó un estruendo, miró hacia atrás y vio a la bestia metálica caer bajo los golpes de Elisabeth, que sangraba por la nariz y por diversas heridas, entre ellas alguna en su cabeza que chorreaba sangre hacia la frente.

Al verla en ese estado, François se enfureció todavía más.

Espero a que su adversaria se incorporara y la golpeó con gran rapidez, impidiendo que cayera al suelo pero asegurándose de que le hacía daño, no quería matarla, si no que sufriera. De hecho ni siquiera la veía, lo único que tenía en los ojos era la imagen que acababa de contemplar, su esposa, la gran Elisabeth Kischine, sangrando y jadeando.

A sus espaldas oía aún el fragor del combate que ella libraba, los golpes eran terribles y sabía que estaba cayendo al suelo cada dos por tres, incapaz de aguantar más tumbó a la encapuchada con una zancadilla y puso la punta de su lanza en la garganta de ésta.

- Espero que te hayas encomendado a tu dios – le espetó – ¡porque éste es tu fin!

Ante esto, la mujer rió.

- Vas a morir… ¿y te hace gracia?

- No, François Lecarde, no… - acentuó su sonrisa – lo que me hace gracia es que no serás capaz de matarme… por más que tu amada esté en peligro, sencillamente no puedes hacerlo…

Apenas estaba terminando de hablar cuando un potente golpe y el grito de dolor de Elisabeth traspasaron el alma del Lecarde.

Inmediatamente se dispuso a hacerlo, con la punta de la Lanza Alcarde envuelta en llamas se dispuso a cercenarle el cuello, atravesar su garganta, pero algo se lo impidió.

Era un sentimiento difuso, tan débil y desconocido para él que no podía identificarlo, pero sin embargo ahí estaba, y era mucho más fuerte que su deseo de acabar con ella.

Apretó los dientes, su mano temblaba por la tensión.

Quería acabar con ella, ver su sangre fluir.

La odiaba por lo que le estaba haciendo a Elise.

Pero, sin saber por qué, no podía.

Miró detrás suya, el Golem metálico jugaba con el cuerpo inconsciente de su esposa como si fuera un muñeco, esto lo hizo estallar y lanzarse a la carrera contra el monstruo, al que azuzó un lanzazo con el que lo envolvió en llamas, éste soltó a la joven, a la que François acudió enseguida a socorrer, comprobando que estaba, en efecto, inconsciente.

Se dio la vuelta para encararlo de nuevo, la criatura rugía sin voz, furiosa por ser incapaz de apagar el fuego que la envolvía y consumía, para el joven Lecarde esto debía ser suficiente, pero mientras esa cosa se moviera Elisabeth, su objetivo principal, estaba en serio peligro.

Se levantó y unió ambas manos, entrecruzando los dedos, miró fijamente al golem y se concentró en él, al poco una corriente de aire, cada vez más violenta, lo rodeó y paralizó.

- TOURBILLON FLAMMANT!

El aire tornó en fuego, y éste tomó la forma de un tornado que rodeó a la mole y la consumió a toda velocidad, cuando ya la sintió débil agarró la lanza Alcarde y la embistió, ensartando su cabeza en ella.

Lo siguiente que sucedió fue que el monstruo se convirtió en una luminaria y, poco a poco, se desvaneció.

Exhausto, cayó al suelo sobre sus rodillas, miró a donde dejó a la encapuchada y allí estaba ella, de pie, clavándole sus ojos.

- Te lo dije François, – le espetó ésta desde la lejanía – te dije que jamás podrías matarme.

El muchacho apretó los puños.

- Eso ya lo veremos – la desafió – la próxima vez que nos encontremos… no pienso perdonarte lo que le has hecho a Elisabeth…

Sin mediar palabra, la mujer sonrió y se dio la vuelta, echando a andar y fundiéndose en las sombras.

Pasó un buen rato hasta que Elise despertó, encontrándose al hacerlo con la camiseta de su marido como almohada, y a éste a su lado, mirándola con preocupación.

- ¿François…?

- Hola, mi amor – éste acarició con ternura la mejilla de su esposa - ¿Cómo estás?

- Bien… - se llevó la mano a la frente - …supongo ¿Me… desmayé?

El joven asintió.

- ¿Qué ha pasado con…?

- Derroté al Golem – contestó sin dejarla acabar – …ella se marchó – concluyó con un deje de culpabilidad en la voz.

- Y… me has cuidado…

Asintió de nuevo.

Elisabeth se levantó, seguida de su marido, y lo abrazó con todo el amor que era capaz de exteriorizar.

- Tu cuerpo está destrozado… - le susurró con un nudo en la garganta – y aún así lo has dado todo por mí… nunca lo habías hecho… no al menos de ésta forma…

Él respondió al abrazo y la besó en la mejilla.

- Oh, dios, François…

La chistó cariñosamente y besó de nuevo.

- La noche no ha terminado aún, Elise – dijo – hablaremos de esto cuando regresemos a casa… debemos seguir ¿de acuerdo?

Por un momento, la joven tuvo la tentación de sugerirle ir a ser atendido por Loretta, pero abandonó enseguida la idea, poniendo su confianza en él.

- De acuerdo…

Esperó a que él se volviera a calzar la camiseta y empuñar su lanza y continuaron su recorrido, no pasó mucho tiempo hasta que dieron con algo que se hallaba totalmente fuera de lugar.

- P-pero ¿qué es…? – preguntó Elisabeth atónita, deteniéndose en seco junto a su esposo.

Y es que su sorpresa, realmente mayúscula, no era para nada exagerada.

En un muro totalmente despejado, sobre una pared blanca, brillaba un cuadro con un elaborado marco de oro bruñido, en cuyo lienzo estaba representado lo que parecía ser el estudio de un pintor.

Y mientras tanto, en el hogar de la pareja, Stella cubría con una manta a su hermana y acostaba al pequeño René en su cuna antes de empuñar su estoque, se dirigió a la ventana del salón y la abrió, dispuesta a salir levitando por ella.

Había sentido dos auras, una de ellas se había desvanecido ya, pero la otra empezaba a manifestarse en un punto lejano. La reconocía, aunque no podía creer que fuera aquel a quien ella identificaba.

“¿Has regresado a la vida tras tantos años?” Pensó mientras descendía lentamente hacia el terrado del edificio de enfrente “Mejor, así podré ajusticiarte personalmente”
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Prelude of Twilight

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