Prelude of Twilight

Publicado: 20:41 13/03/2010 · Etiquetas: · Categorías: CastleVania: Twilight Rhapsodia
Research (part 1)

- ¿A la Abadía de Morimond? ¿¡Estás loco!?

La voz de François a través del teléfono mostraba una mezcla de alerta y preocupación, algo a lo que Erik no parecía darle mucha importancia.

- ¿Loco? ¡Claro que no, hombre! Por algún sitio tendré que empezar ¿no?

- Pero tío ¿se puede saber en qué libros has mirado? ¡Morimond está en ruinas!

- ¡Pero si eso es precisamente lo mejor! ¡En una abadía en ruinas no habrá nadie que pueda decirme donde debo o no debo mirar!

- No habrá nada ni nadie joder ¿No sabes nada sobre su historia o qué?

- Sé que lleva más de un siglo abandonada, así que no creo que se molestaran en sacar nada de ella.

- ¡Bof! – el Lecarde suspiró con resignación – Mira… tú vas a ser el que se va a pegar el viaje, así que ya verás lo que haces ¿vale?

- Vaaaale. Luego llamaré a Luis y a mi hermano para decirles que me ausentaré unos días ¿Os las arreglaréis sin mí? – bromeó.

- ¡Mejor que contigo! – respondió Fran, burlándose - ¡Hala, que te cunda!

Tras estas palabras el pelirrojo colgó y guardó el móvil en el bolsillo de su camisa, mientras un altavoz llamaba a los pasajeros del tren hacia Parnoy-en-Bassigny, al sureste de la provincia de Champagne, contigua a París. Allí se hallaba su primer objetivo.

Al mismo tiempo, Luis salía de la comisaría con la lista de los siete lugares donde habían aparecidos los números 7, incluyendo por supuesto Le Passage de la Flandre, calle en la que vivía el comisario Rousseau. Le había mentido diciéndole que tenía la intención de interrogar a las familias, pero sabía que aquello no le serviría de nada; su intención era, únicamente, examinar las calles, donde esperaba que aún quedara algún vestigio de magia o aura con las que seguir un posible rastro.

También, todo había que decirlo, quería examinar los números. Habiendo preguntado no sólo a Jacques si no también a varios miembros de la comisaría se encontró con que estos ni siquiera se habían difuminado aún con el paso de las semanas por lo que no podían haber sido, al contrario de lo que pensó en un principio, grabados sencillamente a fuego.

En realidad aquello ya no era una investigación si no una búsqueda, una caza; ya sabían quiénes eran los responsables, ahora sencillamente debían encontrarlos.

Batallando con su francés de chichinabo y mirando una por una las paradas de autobús, finalmente dio con el vehículo que lo llevaría hasta su primer destino: Los Campos Elíseos.

El viaje, relativamente largo en principio, se le hizo bastante ameno mientras miraba por la ventana observando las hermosas calles de la ciudad, irónicamente contrastadas con el antaño majestuoso Louvre, ahora en ruinas tras su última batalla. Sin embargo y a pesar de que realmente disfrutaba con las vistas desde la ventana del bus, sus ojos iban de ésta a la lista de lugares ¿Estarían acordonadas las zonas a estas alturas? Esperaba que así fuera, o se vería demasiado estúpido observando una mancha en el suelo.

Finalmente y para no pensar nada más cerró los ojos, quedando sólo en la oscuridad mientras la clásica música francesa de acordeón y dulce voz femenina que daba la radio, mezclada con el ambiente del interior del vehículo, tranquilizaba su mente. Era necesario que se mantuviera sereno, o no podría rendir bien.

Aún pasaron otros diez minutos hasta que el autobús se detuvo, alguien lo avisó, creyendo que dormía, y se levantó para salir y pisar tierra firme. Había llegado.

Por instinto, lo primero que hizo al poner el pie sobre la acera fue observar el lugar que, acostumbrado a la pequeñez y recogimiento de su Almería natal, le resultó gigantesco.

Naturalmente lo primero que vio al bajar fue lo que daba nombre a la avenida: El parque de los Campos Elíseos, un espacio verde del tamaño de una manzana entera en cuyo interior se hallaban una hermosa fuente y el no menos grande y bello Teatro Marigny. Lástima que no hubiera ido allí de turismo, porque el lugar lo merecía. Ahora… ¿Dónde estaba el dichoso siete?

Ceñudo, echó mano a la lista, en efecto uno de los lugares era la avenida de los Campos Elíseos pero ¿Dónde exactamente? Allí no había edificios, aquello no era una zona residencial, la zona de los Campos Elíseos era un pulmón urbano, una serie de parques y jardines así que… ¿Dónde?

Nervioso, buscó asiento en el gran parque que se tendía frente a él.

“Bien empezamos” pensó “Si resulta que me dan una lista chapucera poco puedo hacer”

Dejó de mala gana su trasero en el asiento de madera, mirando a la fuente de cuyos caños fluía lenta y tranquilamente el agua, de un modo que le pareció hermoso, y bastante relajante. Aquello le hizo sonreír, en parte por añoranza de aquella sensación y parte por resultarle irónico encontrar un momento de relax cuando su persecución a aquel vampiro, fuera quien fuese, sólo acababa de comenzar.

¿Cómo le iría a Erik? ¿Habría encontrado algo de interés en la biblioteca?

Daba igual, ya lo llamaría, lo primero era encontrar el dichoso 7 de una vez; debía ponerse en movimiento.

Unas horas más tarde y varios kilómetros al sureste de la ciudad, un autocar se detenía en una desvencijada parada situada a la entrada de un pequeño pueblecito llamado, según mencionó el locutor por el micrófono, Fresnoy-en-Bassigny. Se trataba de un lugar perdido en mitad de la verde campiña francesa, conformado por blancas casitas de teja roja y piso bajo, rústicas y unifamiliares pero no sin encanto y belleza, distribuidas a ambas orillas del sencillo camino de tierra que lo cruzaba de norte a sur y dividía las verdes parcelas de tierra en las que, además, se adentraba mediante pequeñas ramificaciones en forma de caminitos que las dividía en porciones, tan bien delimitadas que era evidente que pertenecían a los agricultores del lugar.

Así que este era el lugar que guardaba la abadía de Morimond… un pequeño grupúsculo de casas en mitad de ninguna parte. Normal que el edificio hubiera caído en el olvido.
Relajadamente el pelirrojo comenzó su andadura por el camino que atravesaba el pueblo; era mediodía así que apenas unos pocos niños jugando bajo el cálido sol y algún que otro rezagado que regresaba de los cultivos perturbaban la relajante quietud del lugar, que junto ese característico helor tan propio de la campiña hacía que el Belmont se hiciera una idea de cómo podría ser el paraíso.

En soledad y sin preguntar a nadie siguió el sendero hasta encontrarse de nuevo en pleno campo, a unos cuantos metros del monasterio. No pasó mucho rato hasta que vislumbró a lo lejos, a la orilla derecha de la carretera, una suerte de pueblecito mucho más pequeño que Fresnoy. En el libro donde había encontrado la abadía de Morimond venía información sobre él: se llamaba Grignoncourt y por su tamaño era más clasificable como comuna que como población, con apenas unas pocas viviendas alcanzaba los 45 habitantes, y ya a su entrada se podía observar un poco más alla los árboles que circundaban los restos del monasterio.

Erik aceleró el paso con una sonrisa, estaba deseando llegar al fin y comenzar a explorar entre los restos de la biblioteca. Ya casi había pasado de largo la última casa cuando una voz lo detuvo.

- ¡Buen hombre! ¿¡Pero donde va con tanta prisa!?

Con fastidio pero cortesía, frenó en seco y se volteó, al lado de una señal que indicaba el camino hacia su objetivo había aparecido como salido de la nada un anciano diminuto, de no más de metro cincuenta y vestimenta rústica. Se apoyaba firmemente sobre un cayado de madera y lo miraba con una sonrisa entre cortés e inocente.

- A la abadía – respondió el muchacho sin moverse del sitio - ¿Por qué?

- ¿A Morimond? – el viejo rió abiertamente, mostrando su boca desdentada – Pero joven ¡Si allí no va nadie! ¿Qué va a hacer un mozalbete como tú en ese montón de escombros?

- Tengo curiosidad – mintió encogiéndose de hombros – quiero ver la biblioteca.

- La biblioteca ¿eh? – volvió a reír - ¡Si encuentras algo legible entre esos legajos podridos ya será un milagro!

Aquello despertó su interés ¿Legajos?

- ¿Es que queda algo dentro, oiga?

- ¿¡Que si queda!?  ¡Uooooooooooooh! ¡Ni te lo imaginas! ¡Lo pequeño que es eso y la de libracos que hay! ¡Ya podían habérselos llevado cuando abandonaron la iglesia a su suerte!

- ¿Cuándo la aband…? Oiga ¿Pero de eso no hace ya más de doscientos años?

Sin responder a esto último y riendo entre dientes, el viejo se giró y desapareció tras una de las moradas.

Erik no pudo negar que aquello lo dejó inquieto, por alguna razón hablar con aquel anciano le había hecho sentir incómodo y algo inseguro.

Tenía algo que no le gustaba, y no alcanzaba a saber qué.

“Paranoias mías” pensó “A pesar del frío, con el solazo que cae debo tener el cerebro hecho sorbete”

Tratando de no hacer caso a aquello aceleró el paso con la intención de alcanzar lo antes posible la arboleda que franqueaba, como si quisiera custodiarlo, el paso a las ruinas.

Esta barrera natural no es que fuera muy espesa, apenas un par de filas, pero sí se trataban de árboles viejos y frondosos, nunca tocados y tratados por la mano humana, lo que daba cierto aire de misticismo al lugar. La traspasó sin mucha dificultad, ya que la anchura entre estos era suficiente como para dar paso a una persona, para acabar en el claro donde se hallaba su objetivo o, al menos, donde había de hallarse.

A decir verdad, lo que Erik encontró allí no era nuevo para él, ya que tuvo la oportunidad de contemplarlo en fotos durante su pequeño trabajo de investigación, pero éstas no transmitían la sensación de desolación y abandono que lo embargaron apenas se adentró un poco en el lugar.

Y es que de lo que antes fue la pequeña pero hermosa abadía de Morimond ahora sólo quedaban los restos de una capilla acompañados por lo que se suponía era la biblioteca, convenientemente tapiada y de pared con un blanqueado que incomprensiblemente aún se mantenía en su sitio. Naturalmente todos los demás escombros habían sido retirados, quien sabe si por instituciones oficiales – lo dudaba, ya que aquel lugar carecía de interés alguno en la actualidad – o por los propios habitantes de las aldeas cercanas, pero la planta, que podía adivinarse por las piedras que se alzaban tímidamente sobre el césped, continuaba ahí.

Además y contrariamente a lo que estaba acostumbrado en lugares ruinosos, la naturaleza no había reclamado su territorio e invadido los restos, pero tampoco parecía su avance haber sido detenido por humanos.

Mientras examinaba todos aquellos detalles la extrañeza del pelirrojo iba ganando más y más enteros, todo había comenzado a enrarecerse desde que puso el pie en Grignoncourt, empezando por aquel extraño vejete.

- Cosas más raras he visto – se dijo a sí mismo en voz alta - ¡Si hasta me he enfrentado con tías gigantes que salen de un capullo de rosa, joder!

Tardó unos minutos más en decidir continuar, la capilla aunque interesante a título personal no entraba en sus planes en aquel momento, de modo que tomó rumbo hacia la biblioteca y se situó frente a su puerta, perfectamente sellada con cemento.

Consideró echarla abajo con un puñetazo, para él no sería excesivamente difícil, pero ¿y si se llevaba algo más por delante? Si hacía caso al anciano los libros que allí se encontraran no estarían en muy buen estado, y no podía arriesgarse a estropear el posible códice.

Se estaba preguntando qué hacer cuando recordó el momento en que, en mitad de su combate con Luis, se vio atrapado por una de sus técnicas, el Ride the Lighting. En aquel momento utilizó su energía para golpearlo más allá del alcance de su puño ¿Podría ser que…?

Rápidamente se arrodilló frente al tapiado y comenzó a examinarlo. Los ladrillos utilizados eran huecos, aparentemente modernos y el cemento se había deteriorado con el paso de los años, parecía resistente, pero sabía cómo hacerlo caer sin provocar daños en el interior.

Sólo necesitaba un pequeño impulso energético.

Finalmente se incorporó y buscó con la mirada el centro del enladrillado, sobre el que posó la suavemente, sin presionar. Lo que siguió fue una aplicación relajada de la técnica que empleó contra Luis, impulsando su energía más allá de su mano y dejando que ésta se expandiera por el muro, haciéndola debilitar el concreto hasta que la pared entera se desmoronó convertida en poco más que arena.

Satisfecho, miró la palma de su mano. Tal vez aquello pudiera tener alguna aplicación en combate más adelante…

“Bueno… pues listo” pensó mientras se adentraba al fin en el lugar “¡Que empiece la búsqueda!”

Daba los primeros pasos con energía, pero no tardó en relajarse una vez sus ojos se acostumbraron a la oscuridad reinante y pudo observar mejor el interior de la construcción.

El habitáculo era, en efecto, pequeño, casi tanto como aparentaba desde fuera, más largo que ancho su envergadura se veía reducida por los estantes, ya podridos e incluso completamente destruidos algunos de ellos por la corrosión y la humedad reinante, y los pocos escritorios desperdigados así como las pilas de libros situadas aleatoriamente en el suelo. Era agobiante, y el pestazo a humedad y moho remataban aquella sensación, aunque sin duda lo más acusado de todo era el penetrante frío.

No, no se trataba de un helor propio de los lugares húmedos o del frío exterior concentrado en aquel pequeño habitáculo. Se trataba de una temperatura extrema que calaba hasta los huesos, completamente impropia de un lugar como aquel, completamente antinatural.

Un frío capaz de helarle la sangre.

Tratando de ignorar este fenómeno, avanzó por el lugar esquivando los volúmenes tirados por el suelo y buscó un escritorio en el que situarse por si acaso, necesitaría descansar de cuando en cuando ya que era evidente, viendo la tremenda biblioteca que lo rodeaba, que tardaría horas en salir de allí, llegando incluso a estimar que anochecería durante el proceso. Pero aquello no importaba en absoluto.

Decidido a trabajar tan rápida y eficientemente como le fuera posible, comenzó a organizarse en mitad de aquella oscuridad, empezando por concentrar todos los tomos dispersados en varias pilas consecutivas de alturas no superiores a la suya – impresionado descubrió que éstas llegaban hasta la puerta, y se encontraba casi al fondo de la habitación – en principio pensó en revisar solamente las tapas y lomos para ganar tiempo, pero el exagerado desgaste le hizo abandonar pronto esa idea, es más, al poco se vio ahondando aún más y viéndose obligado a hojear hasta encontrar alguna página legible, ya que las que no se habían descolorido habían visto su tinta deteriorada y las que no estaban directamente destrozadas. Era bastante frustrante a decir verdad, pero no podía rendirse.

Ahora ¿Qué antigüedad tendría aquella biblioteca y de qué importancia gozó en su día? Le resultaba imposible disimular su sorpresa ante la gran cantidad de lenguas diferentes que halló durante la primera hora de búsqueda, tras haber revisado las dos primeras pilas: Francés antiguo, germano, latín, español… incluso algunas lenguas asiáticas y lo que le pareció identificar como árabe arcaico ¿Era posible tal concentración de lenguas en la librería de un viejo monasterio perdido de la mano de Dios?

Ahora más interesado no ya en la búsqueda si no en el lugar en sí, invocó una potente llama a su lado que lo alumbró con fuerza, permitiéndole observar mejor las raídas, húmedas y descoloridas páginas de los libros cogía. La búsqueda continuaba infructuosa, pero al menos no se estaba aburriendo.

Lástima no disponer de más tiempo…

Continuó concentrado en su lectura, ajeno al resto del mundo salvo al frío que lo atería, hasta que alzó la cabeza alarmado por un susurro que le pasó junto al oído, levantando suavemente su melena pelirroja, por un segundo pensó que se trataba de aire filtrado por alguna ventana mal tapiada, pero descartó rápidamente la idea al darse cuenta de que la luminaria invocada por él no se sacudió ni lo más mínimo.

Entonces una voz, acompañada de una bajada de temperatura que no sintió debido a que el frío ya había insensibilizado su cuerpo, perturbó el silencio del lugar.

- Vaya vaya… hacía mucho tiempo que nadie viene a este lugar ¿Os interesan los libros, joven?

Sin sobresaltos, aunque tenso, dejó el volumen sobre la mesa y dirigió su vista hacia la puerta de entrada, lugar de donde procedía la voz; allí encontró lo que parecía ser un monje, vestido con una austera túnica marrón que se sujetaba a la cintura mediante una simple cuerda, el hombre era de estatura media y pese a que a contraluz no se podían distinguir sus rasgos, la voz revelaba una edad ya bastante avanzada.

- En efecto – confirmó el joven, sin bajar la guardia – soy un amante de la lectura, pero no he venido aquí por ocio.

- Ya se nota, ya – entre las sombras el recién llegado pareció sonreír, mientras comenzaba a caminar lentamente hacia él – Nadie vendría a este viejo monasterio sólo para hojear unos cuantos volúmenes ¿Qué os trae entonces a este ruinoso lugar?

Erik estaba atónito ¿Qué hacía un monje – si es que realmente lo era – en aquel sitio que no era si no las cuatro desvencijadas piedras que quedaban de la antigua abadía? ¿Y de dónde demonios había salido?

- ¿Es… algo realmente importante? – respondió el muchacho con reservas.

- ¿Vos creéis que lo es?

- Desde luego, pero ¿Qué interés puede tener eso para usted? ¿Es el guarda de este lugar por casualidad?

La figura se detuvo.

- ¿El guarda? – su voz se tiño de nostalgia – Sí… podría decirse que solía serlo…

Por un segundo aquel tono pareció ablandar al muchacho, pero no tardó en volver a la realidad ¿Cómo se podía ser guarda de unas ruinas cuyo acceso además estaba oculto por dos hileras de árboles y sus puertas y ventanas, tapiadas?

- Y bueno… - articuló el monje, interrumpiendo sus cavilaciones - ¿Qué os trae por aquí, joven…?

- …Erik, mi nombre es Erik Belmont. He venido en busca de un libro en particular, un códice.

- ¿Códice? – la figura se llevó la mano a la barbilla – Hmmmm… así que tratáis de descifrar algo… ¿De qué se trata?

- De un libro, por supuesto.

- ¿Un libro? ¿Sois vos conscientes de la titánica tarea que implica el descifrado de un volumen entero?

- ¿¡Qué si lo soy!? – lanzó al aire una solitaria carcajada - ¡Llevo días intentándolo por mi cuenta! Y por cierto ¿Por qué habla así?

La última pregunta no estaba lanzada al azar, para el Belmont era particularmente extraño que aquel personaje imprimiera semejante deje arcaico en sus frases.

- ¿Hablar como, joven?

- Hablar… “así”

- Así es como yo he hablado siempre, joven.

Torciendo el gesto, decidió dejarlo y volver a los libros; tampoco tenía intención ninguna de ofender al guarda.

- …Tal vez pueda ayudaros en vuestra búsqueda.

Sin alzar la cabeza, Erik miró de reojo a su interlocutor.

- ¿En serio?

- Conozco esta biblioteca de cabo a rabo, para mí no sería difícil encontrar cualquier tomo que buscarais.

El muchacho dudó por un instante.

- Desgraciadamente no sé ni lo que busco – admitió con desánimo – no tengo ni idea del aspecto del códice ni de cuál es su nombre (si es que lo tiene), sólo conozco el libro que quiero descifrar.

- Bueno ¿Y cuál libro es?

Ahora sí, el pelirrojo alzó la cabeza.

- ¿Cree que si se lo describo…?

- Es una posibilidad

Raudo y con los ánimos en cierto modo renovados, dejó el libro que tenía entre las manos y se dispuso a hablar al monje del aspecto del tomo, que para su desgracia ya conocía de sobra: Las tapas rojizas, el escudo de armas plateado, la extraña caligrafía…

- ¿Extraña?

- Sí, muy rara, como si…

- …como si no hubiera sido escrita por un ser de este mundo ¿cierto?

- ¡Sí! ¡Exacto!

Mientras hablaban, a la luz de la llama invocada por el joven éste pudo contemplar mejor los rasgos del monje: Era en efecto viejo, sobrepasaría los sesenta años de edad y su rostro, aunque de expresión jovial, se mostraba cansado y de arrugas exageradamente marcadas. Sus cejas canas eran muy pobladas en contraste con la completamente desnuda calva – tal vez afeitada – sus labios se curvaban hacia abajo en un rictus de tristeza y sus ojos… ¿Por qué resultaba tan difícil definir su color?

Repentinamente se dio la vuelta y hundió las manos en un estante a sus espaldas para sacar de él un viejo papel apergaminado, un tintero y una desvencijada pluma que parecía a punto de convertirse en polvo en cualquier momento.

- ¿Podrías dibujarme alguna de aquellas letras?

Erik tomó los materiales con decisión ¿¡Que si podía!? Tras contemplarlos durante tantas horas los había memorizado a la perfección, e incluso los había clasificado: 28 que aparecían en lo que parecía ser el texto principal y 10 que de vez en cuando se veían por ahí desperdigados, especialmente a pie de página. Estaban separados porque los veía diferentes los unos de los otros, los diez últimos eran mucho menos complejos que los primeros y solían aparecer en pequeños grupos de no más de tres o cuatro, mientras que los otros eran evidentemente letras, como evidenciaba el hecho de que poblaran el cuerpo de las páginas.

Sin pensárselo dos veces llevó el papel, el tintero y la pluma a la mesa y comenzó a dibujar, de forma clara y buen tamaño, algunos de aquellos caracteres que había estado torturándole durante días, en el proceso observó con sorpresa que la tinta estaba sorprendentemente fresca, como nueva, mientras que los otros dos instrumentos evidenciaban su acusada antigüedad.

- ¿Terminó, joven?

- Eh… sí

Volteó de cara al monje para entregarle el papel, que contempló lo escrito en éste con evidente interés, para desesperanza del Belmont no parecía reconocer ninguno de los símbolos, pero tras un par de minutos de tensión su rostro se iluminó, dirigiendo una media sonrisa de celebración al pelirrojo.

- No reconozco todos los símbolos, pero sí algunos – explicó - ¿Querríais acompañarme, por favor? Lo que buscáis no se halla en esta parte de la biblioteca.

- En esta pa- - Erik parecía atónito – oiga ¿Es que hay más aparte de este zulo?

- Claro – asintió el monje como si se tratar de una obviedad – todos los monasterios gozan de algo así – comenzó a caminar hasta el mismo fondo de la estancia – por favor, seguidme.

Confuso, el muchacho lo siguió en tres o cuatro zancadas hasta el final de la librería, donde el hombre había arribado anormalmente rápido y se había posicionado de pie, con las manos cruzadas y relajadas al frente, mirando al suelo.

- ¿Seríais vos tan amable? – solicitó – me temo que ya no tengo fuerzas para abrir este acceso.

- ¿Acceso? ¿Qué acceso?

Aún en su estado de confusión, buscó con la mirada en pared y suelo hasta dar en este último con una gruesa argolla metálica de casi el tamaño de su cabeza, negra y herrumbrosa, de un aspecto increíblemente pesado.

- Quiere decir que hemos de ir… ¿Abajo?

El monje asintió.

Desconfiando, aunque siendo consciente de que era lo único a lo que ahora mismo podía agarrarse, el muchacho empuñó la argolla con todas sus fuerzas y tiró de ella hacia sí, en dirección a la salida y entrada del lugar, encontrando para su sorpresa que no ya ésta si no aquello a lo que se sujetaba era increíblemente pesado, demasiado incluso para sus fuerzas.

- Pero… ¿Qué… pasa…? – se preguntó en voz alta mientras el esfuerzo lo hacía enrojecer – pesa… ¡Mucho!

Parecía inamovible, pero el suelo estaba hueco debajo, la argolla estaba ahí, e incluso era capaz de ver los ya desgastados cantos de la trampilla. Estaba ahí, y si no podía abrirla sólo le quedaba una salida: Derribarla. Con este objetivo en mente preparó en su puño gran cantidad de energía y lo contrajo en claro gesto de ataque, pero la serena voz del monje intervino de nuevo.

- ¿Estáis seguro de que deseáis hacer eso?

- ¿Cómo?

- Habéis demostrado un gran respeto por este lugar, como ya se puede comprobar mirando el umbral de entrada ¿Vais ahora a perturbar su paz provocando un destrozo tan importante? – el tono de su voz se volvió amenazante – Tal vez… a los espíritus que aquí aún moran no les guste ver perturbada su tranquilidad.

No sabía si había sido aquella extraña voz cavernosa y fantasmagórica que había utilizado para detenerle, el saber que iba a causar un daño importante o el darse cuenta de que adoptaba una actitud violenta sin necesidad, pero el Belmont abandonó la idea de inmediato y volvió a aferrar sus manos al pesado aro para tirar de nuevo de él.

Esta vez cedió sin mayor problema, y la pesada trampilla se abrió.

¿Qué…? ¿Qué había ocurrido esta vez?

- ¿Descendemos? – preguntó el hombre.

- Después de usted, por favor – concedió Erik, haciendo un cordial gesto con la mano.

Pero su intención en realidad era otra, llevaba un rato percibiendo algo extraño en aquel monje, y su voz hace unos momentos, como si no procediera del mismo “plano” en que él se encontraba, no hizo más que acrecentar su desconfianza.

Sin embargo no tenía más remedio que seguirle, confiable o no aquel hombre podía tener la clave del misterio del libro, o al menos parte de la misma, por lo que, tras él, se aventuró escaleras abajo por el umbral de la trampilla.

Lo primero que hizo por supuesto fue invocar otra luminaria, que mantuvo en su mano mientras le daba la suficiente potencia como para alumbrar el camino de ambos.

- Oh, muchas gracias ¡casi no veo ni mi propia nariz!

Con aquellas palabras dio comienzo un descenso largo y pesado en aquel húmedo túnel excavado en el rocoso subsuelo, siempre hacia delante tras algún que otro giro que poco a reveló al pelirrojo que bajaban sobre una tosca escalera de caracol.

- Así que… vos sois un Belmont ¿no es eso lo que dijisteis?

Erik arqueó una ceja. No esperaba aquella pregunta.

- Cla… claro, ya dije que me llamo Erik Belmont ¿Tiene alguna relevancia?

- Depende ¿Pertenecéis al clan de cazadores de monstruos y vampiros?

- Así es ¿a qué viene esto ahora?

Sin detener su avance, el monje guardó silencio por unos minutos.

- Desde que perdieron su influencia sobre el látigo, desde que su sangre se volvió impura, no había vuelto a tener noticias del clan. Lo creía desaparecido, todos lo creían.

Desde que la sangre de los Belmont se volvió impura… ¡Eso ocurrió a finales del siglo XVIII!

- Bueno, afortunadamente se encontró una forma de purificar nuestro linaje y volver a empuñar el Vampire Killer – respondió a eso con cierto orgullo – aunque tengo curiosidad por saber cómo puede saber de nosotros y más de aquel suceso. Se supone que la contaminación de Richter se perdió en las brumas del tiempo.

Mientras hablaba, Erik tuvo la impresión de que todo se volvía borroso a su alrededor por una milésima de segundo… ¿Todo? No… había mantenido su mirada centrada en monje, y aunque por un lado juraría que su mirada se tornó borrosa, lo cierto es que sólo había visto a la figura encapuchada ser afectada por tal fenómeno.

- La iglesia no trata a sus monjes como al resto de gente, Lord Belmont – replicó aquel – toda información interesante nos llega, tarde o temprano, y más tratándose de su linaje.

¿Lord? ¿A santo de qué nombrarlo como si tuviera algún título nobiliario? Estaba a punto de interrogarlo sobre eso cuando al fin llegaron al sótano.

Gracias a la llama contenida en su mano Erik pudo observar que era grande, bastante más incluso que la planta original de la abadía ¿Cómo se podía albergar un lugar así bajo tierra sin que nadie tuviera conocimiento de ello?

Pero lo más sorprendente de todo es que pese a su tamaño presentaba un aspecto similar al de la biblioteca principal, más seco y habitable afortunadamente, pero también lleno de libros apilados en algunos rincones hasta el mismísimo techo y con papeles desperdigados por el suelo, rotos y pisoteados. Al igual que el lugar de donde procedían parecía haber sido abandonado con premura pero… ¿Por qué?

- Veamos… ¿Dónde estará…?

Sin detenerse un instante, el monje se lanzó inmediatamente a la búsqueda del códice – o lo que quiera que fuese – entre toda aquella marea de volúmenes, mientras Erik no podía hacer otra cosa que mirar de un lado para otro, alimentando cada vez más su curiosidad hasta que finalmente se decidió a lanzar la pregunta:

- Oiga… ¿Qué coño es todo esto?

Sin detenerse, el hombre respondió con un escueto “¿hmn?” y continuó trasteando entre los tomos.

- ¡Esto! – insistió el pelirrojo, extendiendo los brazos para señalar todo el lugar – una biblioteca subterránea, cinco veces más grande que la que estaba abierta al público y tan cargada de libros que llevaría dos vidas leerlos todos ¿¡Por qué un monasterio tan humilde tiene algo así!?

- ¡Joven Belmont! ¿Acaso no se ha dado cuenta de la situación de este lugar? Le aseguro que la Abadía de Morimond no se erigió aquí por casualidad.

- Sí, lo sé perfectamente, su situación estratégica cerca de Alemania y todo eso.

- Si… la vieja historia de la situación pensada para la expansión de la orden y como pequeño puesto militar… ¿De verdad se cree eso?

- Pues…

- Por favor, no os contengáis y observad los libros que moran en esta bóveda. Os aseguro… – resopló un instante por el esfuerzo, parecía estar moviendo un tomo particularmente pesado – os aseguro que os sorprenderéis, y que comprenderéis…

Obedeciendo, el muchacho comenzó a pasear por el lugar, alumbrando con su llama los estantes para así poder ver los nombres de los libros impresos en sus lomos, en algunos casos estaba incomprensiblemente emborronado de tal modo que era evidente que había sido hecho deliberadamente, mientras que en otros sólo el tiempo había contribuido a su erosión y deterioro, no obstante esto no le impidió observar que allí se guardaban copias y hasta originales de libros cuyos títulos bastaron para helarle la sangre por completo, a saber: El libro de la Eterna Oscuridad que contenía los pasajes de los dioses Chattur’gha, Xel’lolath y Ulyaoth, una antigua copia de Los misterios del Gusano, otra del Al-Azif escrita en árabe así como de su traducción al griego, Necronomicon, Le Grand Grimoire, del que había oído hablar a Juanjo alguna vez como uno de los grandes libros prohibidos…

- Qué… ¿Qué significa esto? – articuló con un hilo de voz - ¿Por qué está todo esto en el sótano de una iglesia?

- Seguís sin comprender ¿eh? – dedujo en tono jocoso en monje mientras emergía de entre los libros con gesto triunfante – No parecéis muy inmerso en el mundo de la magia, Lord Belmont.

- Me he criado con un padrastro hechicero – respondió él – y además mi madre era una de gran categoría, pero – se dio la vuelta, dirigiéndose al hombre con paso acelerado y postura amenazante - ¡Eso no me permite hallar una explicación a por qué se encuentra una biblioteca negra DEBAJO DE UNA IGLESIA!

Llegó a su altura en unas pocas zancadas y trató de sujetarlo por el cuello del hábito, pero éste retrocedió un paso y la mano del pelirrojo no agarró más que el vacío, aunque él juraría que había alargado la mano ¿O le había fallado su sentido de la profundidad?

- Y sin embargo es muy sencillo, Lord Belmont – repuso el monje con cierto aire de suficiencia – Antaño este lugar, Parnoy-en-Bassigny, era tan poco conocido como lo es ahora, ya habrá podido comprobar de hecho que apenas una cincuenta casas preceden a este Monasterio perdido en mitad de ninguna parte ¿no? – erik asintió – al ser tan poco frecuentado y escasamente vigilado, los, em, rateros, contrabandistas, delincuentes y herejes tenían a bien usar estos caminos para sus fechorías, y si hablamos más concretamente de herejes, el lugar donde ahora se encuentra Grignoncourt era utilizado para las más negras y repugnantes prácticas arcanas, y era lugar también de intercambio entre las atroces subculturas de la nigromancia.

- Quiere decir… ¿Que este lugar se construyó para detener aquellos actos?

- Así es, mi joven señor. No sólo para contenerlos si no además para sellar en su interior todos aquellos manuales de prácticas blasfemas que se intercambiaban en el camino de Fresnoy y purificar así este lugar. Naturalmente también sirvió para expandir nuestra ya casi extinta orden y para ciertas maniobras militares, pero eso era sólo una tapadera. Ah, y por cierto… - cordialmente, alzó la mano y tendió a Erik un papel cuidadosamente doblado – creo que esto es lo que buscabais.

Alzando la ceja y sonriendo en cierto modo divertido por tan repentino cambio de tema, el Belmont tomó el legajo con cuidado y lo abrió, encontrando en él para su alegría y a la vez decepción los diez símbolos que él había clasificado como números traducidos, como esperaba, a números. La tinta estaba descolorida y desgastada, pero se podía leer

Con cierto deje desesperado revisó el papel en todos los ángulos, esperando encontrar algo más pero no, lo único que había ahí escrito eran, precisamente, los números del 0 al 9.

- Parecéis decepcionado – observó el hombre, alzando una ceja.

- Lo estoy – reconoció el pelirrojo – esperaba encontrar algo más que los números. No dudo que me será de ayuda ya que en el libro había bastantes, pero…

El viejo sonrió con condescendencia.

- Ese libro… - articuló – el hecho de que reconozca su escritura y de que en efecto esta hoja le sea útil significa que se trata sin duda de aquel libro, el que los mismos que lo escribimos tratamos ahora de ocultar.

- ¿Los que lo escribieron? ¿Qué está tratando de…?

- No se lance, muchacho – lo interrumpió el monje – se trataba solo de un eufemismo, pero ese libro fue escrito por miembros de mi orden y de la que habita alguna otra Abadía en este país.

- ¿Tratan de ocultarlo? Eso significa entonces que contiene información – dedujo – una muy importante, o…

- …una muy maligna, me temo que se trata de lo segundo, sin lugar a dudas.

- ¿Lo sabe usted? ¿Sabe qué contiene?

Lentamente, su interlocutor negó con la cabeza.

- No lo sé… naturalmente yo no pude participar en su elaboración, pero el año en que fue escrito se convirtió sin duda en uno de los más negros de la iglesia francesa.

- Y… ¿y por qué si puede saberse?

El rostro del monje se tiñó de una amarga tristeza, como si él mismo hubiera vivido aquellos días. Pero eso era, claro, imposible.

- Todos los hermanos que participaron en su escritura, más de veinte decenas seleccionados de éste y otro monasterio dedicado a impedir el paso del mal a un lado y otro del continente, murieron durante o tras la consecución de la obra.

Erik quedó completamente de piedra, allí de pie en silencio con la boca abierta, sujetando la hoja apergaminada en una mano y la bola de fuego que utilizaba como antorcha en la otra, pálido como un muerto.

Doscientos monjes ¿Muertos por aquel libro? ¿Qué podría haber ocurrido?

Como si hubiera leído su mente y estuviera dispuesto a responder a sus preguntas, el viejo continuó.

- Las causas de la muerte… fueron poco claras – prosiguió – no así las razones, que se supieron desde el principio: Los que no se suicidaron conscientes de lo que estaban redactando, murieron al final por orden de aquel que realizó el encargo.

- Pero… - recuperado al fin del shock, el Belmont se decidió a preguntar – Si sabían lo que estaban escribiendo… si sabían lo que iban a plasmar ¿Por qué no se negaron?

De nuevo, una triste negación de cabeza.

- Por lo que tengo entendido, el hombre que realizó el encargo era un joven noble muy religioso… que aquí gozaba del favor de la iglesia… dio unas directrices y sólo dejó dicho que “el resto vendría solo” Y en efecto, el resto vino por su cuenta, los hermanos veían cómo aquel conocimiento profano fluía de sus mentes al papel a través de la pluma sin que ellos pudieran evitarlo, muchos no pudieron soportar que su cuerpo se convirtiera en el catalizador de semejante maldad, y el resto… su silencio fue sellado bajo la tierra de una polvorienta fosa común, negándoseles incluso un digno enterramiento cristiano – concluyó con indignación.

- Pero… ¿¡Quien les realizó el encargo!? – insistió horrorizado - ¿¡Quien perpetró semejante crimen!?

- Un ser que era más que una bestia y menos que un humano – respondió su interlocutor con tristeza – Sus crímenes llegaron más allá de lo que os he contado y se le recuerda como el mayor criminal de toda Francia, pero… me niego a dar su nombre.

Por un segundo Erik se sintió a punto de estallar ante esto y volver a preguntarlo a gritos, pero en el fondo sabía muy bien el por qué de esta actitud, y es que nadie relacionado con Vlad Têpes Draculea quería siquiera mencionarlo, ni tampoco con Barthory, incluso el nombre de Jack el Destripador seguía causando pánico en los suburbios de Londres.

Si el vampiro cuyo nombre desconocían tenía algo que ver con él… si resultaba que era él…

El mero pensamiento de enfrentarse con él lo enfureció sobremanera, lo que lo obligó a permanecer en silencio mientras trataba de relajarse por todos los medios.

- Por cierto ¡Qué descortesía la mía, Lord Belmont! – repuso el monje, como tratando de rebajar los exaltados ánimos del joven – Me dio su nombre al instante y yo aún no me he presentado. Soy el hermano Mercier, Anselme Mercier.

- ¡Oh! – Erik se sorprendió. Realmente y aunque le avergonzaba reconocerlo, ni siquiera se había interesado por su nombre – encantado.

Le tendió la mano amablemente, a lo que Anselme respondió con un débil apretón en el que el Belmont pudo comprobar que su piel estaba fría como el hielo.

- Bueno… supongo que ya tiene lo que vino a buscar ¿no? Si desea ver algo más…

El joven negó con la cabeza.

- No, me temo que no – reconoció – no obstante antes de marcharme tengo una pregunta… - miró a su alrededor – sobre este lugar.

- Pregunte pues.

- Sabiendo todo lo que encierran aquí, y sabiendo que puede caer en malas manos… ¿Por qué no se limitan a destruirlo? Prenderle fuego o algo…

El Hermano Mercier rió abiertamente.

- ¡Joven ingenuo! Le puedo asegurar que eso era lo que hacíamos al principio ¡De lo contrario puedo asegurarle que no cabríamos aquí ahora! Pero no tardamos en descubrir que cada vez que purificábamos un mal, éste nacía de nuevo en algún otro lugar ¡E incluso algunos acababan aquí de nuevo! La mejor solución fue sin duda la de sellarlos.

- Y en cuanto al libro…

- ¿Sí?

- Si tiene idea de lo que contiene, si sabe que están tratando de ocultarlo… ¿Por qué me da una de las claves para descifrarlo?

El monje sonrió enigmáticamente ahora.

- Lo he hecho, Lord Erik Belmont, porque la trampilla no se habría abierto de ser vos un hombre malvado.

Complacido por esta respuesta pero algo confuso ante todo lo ocurrido en general, finalmente se despidió y se dispuso a marcharse subiendo la escalera con el monje a su espalda, a juzgar por el tiempo que parecía haber pasado ya debía haber anochecido, de modo que pensó en buscar algún pequeño albergue en el pueblecito de Fresnoy y pasar allí la noche; no articuló palabra en todo el ascenso así como tampoco lo hizo el Hermano Mercier, y cuando por fin llegaron arriba éste lo despidió con un amable “Vaya con dios, Lord Belmont” que el muchacho agradeció junto con toda la ayuda recibida.

Papel en mano y vista al frente, cruzó el umbral de la entrada y salida de la biblioteca para comprobar que se acercaba el crepúsculo, y que tal y como pensaba tendría que buscar pronto un techo y cama para pasar la noche, volteó para preguntar al monje si sabía dónde podría dormir caliente, pero en el momento de encarar la entrada encontró algo que lo dejó atónito.

No había tal entrada.

El polvo en el que se había convertido el tapiado tras su descarga de energía había desaparecido del suelo, y en su lugar los ladrillos y el cemento estaban ahí, intactos, como si nadie los hubiera tocado en décadas, exactamente igual que estaban a su llegada.

Y el papel, el códice que había sacado de los sótanos del lugar, seguía en su mano, lo revisó por si acaso y seguía igual que cuando lo revisó en el interior del sótano.

Entonces ¿Qué estaba pasando? Si había alucinado no podía tener en su mano el documento, y evidentemente había estado en el interior de la biblioteca.

Sin saber por qué echó a correr en pos del pueblo de Fresnoy, en busca de alguna casita o albergue en la que alojarse ¿Fantasmas? ¡Absurdo! ¡Él no podía ver fantasmas! ¡Su sensibilidad espiritual era nula! ¿¡Qué era lo que había visto!?

La respuesta, muy a su pesar, la encontró cuando pasó por detrás de la comuna de Grignoncourt en lugar de tomar el camino principal. Allí, en el jardín de una casa de aspecto evidentemente abandonado, se erigían dos lápidas de aspecto igualmente ruinoso, a las que nadie parecía haberse acercado en decenios ni siquiera para sacarles brillo. Sin saber por qué detuvo su carrera al verlas y entró de un salto al pequeño parterre, arrodillándose frente a ellas para desvelar los nombres que estaban grabados en las piedras.

Lo que encontró sólo supuso, a la vez que una explicación, una sorpresa aún mayor a la que ya llevaba encima.

Sobre la de la izquierda, más vieja y desgastada, descansaba la esquela “ANSELME MERCIER – 1795 – 1842 – Fiel guarda de Morimond. Que el señor lo acoja en su regazo”

La de la derecha carecía de nombre, esquela y epitafio, pero sobre ella descansaba una única foto, la de un hombre de avanzada edad, bajito y de rasgos rústicos, apoyado sobre un fuerte cayado de madera.

Era el mismo anciano que lo recibió en la salida de Grignoncourt.

Y mientras, Luis daba por finalizada su faena en aquel día, sujetando en la mano un mapa donde estaban marcados los 7 puntos de los raptos, había visitado tres de ellos y accedido a los 7 grabados en la calle. El resultado no podía ser más desconcertante.

Tal y como imaginaba, en aquellos números aún quedaba un rastro mágico, pero no se trataba de un rastro débil si no al contrario, era lo bastante poderoso como para incluso poder trazar con ellos una ruta que se había encargado de rotular en el susodicho mapa.

Estos rastros, como era lógico, apuntaban todos en la misma dirección, pero sin embargo se debilitaban mucho antes de cruzarse, el método que siguió el Fernández para completarlos pues fue el más sencillo de todos: trazar una línea recta para prolongarlos, y aún habiéndolo hecho y por tanto visto con sus propios ojos, no podía creer lo que veía.

Los tres rastros mágicos que había seguido, basándose simplemente en la prolongación de la línea recta, le llevaban a un único lugar, un lugar sagrado.

- ¿Qué significa ésto? – se preguntó en voz alta mientras, en un último respiro, miraba al horizonte antes de volver al piso de los Lecarde - ¿Por qué tienen que cruzarse justo en la Île de la Cité?

---------------------------------

Con más páginas de lo que esperaba, pero peor de lo que deseaba. El capítulo está completamente improvisado, así que he hecho varios cambios de planteamiento trabajando sólo sobre las ideas generales que tenía, creo que se nota demasiado cuando tenía claro lo que debía escribir y cuando estaba completamente perdido pero ¡Ey! Al menos lo conseguí xD

Bueno, y ahora a disfrutar
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Comentarios: (del primero al último)
17:06 16/03/2010
Pues a mi me ha gustado, aunque el final de los ancianos ha sido algo predecible, en el ambito de cazadores y vampiros no queda tan mal y cumple con su objetivo narrativo.

Capitulo auspiciado por Eternal Darkness y la familia Roivas :P
20:41 16/03/2010
La referencia real es Lovecraft :P (todo Eternal Darkness es como un enorme homenaje a Lovecraft, de hecho) pero aún así me alegra que lo hayas notado xD

La verdad es que tampoco tenía la intención de que resultara impredecible, me he tirado todo el rato dando pistas (el frío ambiental, el tono de voz del monje, el momento en que su imagen se vuelve borrosa...) así que era natural imaginármelo xD

Teniendo en cuenta mi decepción con algunas partes del capítulo me alivia saber que al menos cumple XD
20:54 16/03/2010
A veces importa mas que este bien contado y que sea efectivo, que tengamos giros en trama cada dos lineas.

Has dado bastantes sorpresas Osaka, este no las tiene, pero aun asi cuenta con una buena narrativa, como unas geniales descripciones.
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