Yisatsu

Categoría: Un Libro - Werther

Publicado: 02:11 02/09/2006 · Etiquetas: · Categorías: Un Libro - Werther
* * *

No intentamos describir ahora lo que pasaba en el corazón de Carlota y los
sentimientos que en él despertaban su esposo y su desgraciado amigo, por
más que el conocimiento que tenemos de su carácter nos permite formar una
idea aproximada.

Toda mujer dotada de un alma noble se identificará con ella y comprenderá lo
que ha debido sufrir. Indudablemente, estaba decidida a hacer cuanto de su
parte dependiera para alejar a Werther. Si aún vacilaba, su vacilación era hija
de afectuosa piedad: sabía bien cuánto había de costar a su amigo aquel paso
supremo, porque conocía hasta dónde llegaban sus fuerzas. Y, sin embargo,
no tardó en verse obligada a tomar una resolución. Su marido continuaba
guardando silencio sobre el asunto, y ella hacía otro tanto; pero esto era un
nuevo motivo para que demostrase con hechos que sus sentimientos
encerraban la misma dignidad que los de Alberto.

El día en que Werther escribió a su amigo la última carta que hemos copiado
era el domingo anterior a la Navidad. Fue por la tarde a casa de Carlota y la
encontró sola, entretenida en preparar algunos regalos que pensaba hacer a
sus hermanos el día de Nochebuena. Con este motivo él habló de la alegría
que iban a experimentar los niños cuando abriéndose de pronto una puerta.
viesen aparecer el árbol de la Navidad lleno de velitas, de dulces y de juguetes.

—Vos también—dijo, ocultando con una sonrisa el embarazo que la presencia
de Werther le causaba—tendréis vuestro aguinaldo si sois juicioso: una vela y
alguna otra cosa.

—¿A qué llamáis ser juicioso?—preguntó él—. ¿Cómo debo, cómo puedo yo
ser, Carlota?

—El jueves—repuso ella—es la víspera de la Navidad, y vendrán los niños con
mi padre. Cada uno recibirá entonces su aguinaldo. Venid también ese día...,
pero antes, no.

Werther se quedó aterrado.

—Os ruego—añadió Carlota—que lo hagáis así, y os lo ruego porque lo exige
mi tranquilidad. Esto no puede continuar, Werther; no, no puede continuar.

Él bajó los ojos y, paseándose por la habitación a grandes pasos, murmuraba
entre dientes: "Esto no puede continuar."

Carlota, al ver el violento estado en que habían sumido sus palabras, trató por
mil medios de distraerle de sus pensamientos; pero fue en vano.

—No, Carlota—exclamó—, no volveré a veros.

—¿Por qué, Werther? Podéis y hasta debéis venira vernos, pero también
debéis procurar ser más dueño de vos. ¡Ah! ¿Por qué habéis
nacido con ese fuego indomable y esa apasionada violencia que
mostráis en vuestras afecciones? Os suplico—añadió cogiéndole la mano—que
procuréis dominaros. Vuestro talento, vuestras relaciones, vuestra instrucción
os tienen reservados muchos goces. Sed hombre... y triunfaréis de esa fatal
inclinación que os arrastra hacia una mujer que todo lo que puede hacer por
vos es compadeceros.

Werther rechinó los dientes y la miró con aire sombrío. Carlota, mientras tanto,
retenía entre sus manos la de su amigo.

—Tened calma—le dijo—. ¿No comprendéis que corréis voluntariamente a
vuestra ruina? ¿Por qué he de ser yo, precisamente yo..., que pertenezco a
otro hombre?... ¡Ah!, temo que la imposibilidad de obtener mi amor es lo que
exalta vuestra pasión.

Werther retiró su mano y miró a Carlota con disgusto.

—Está bien—asintió—; sin duda esa observación se le ha ocurrido a Alberto.
Es profunda. . ., ¡muy profunda! . . .

—Cualquiera puede hacerla—repuso ella. ¿No habrá en todo el mundo una
joven capaz de satisfacer los deseos de vuestro corazón? Buscadla; yo os
respondo de que la encontraréis. Hace bastante tiempo que deploro, por vos y
por nosotros, el aislamiento en que os habéis condenado. Vamos, haced un
pequeño esfuerzo; un viaje puede distraeros; si buscáis bien, encontraréis
algún objeto digno de vuestro cariño, y entonces podéis volver para que
disfrutemos todos de esa tranquilidad que da una amistad sincera.

—Podrían imprimirse vuestras palabras—dijo Werther sonriendo con
amargura—y recomendarlas a todos los que se dedican a la enseñanza. ¡Ah,
querida Carlota!, concededme un corto plazo, y todo se arreglará.

—Concedido; pero no volváis hasta la víspera de la nochebuena.

Werther iba a responder cuando entró Alberto. Se saludaron en tono seco y
desabrido, y ambos se pusieron a pasear, uno al lado del otro, visiblemente
azorados. Werther habló de cosas insignificantes que dejaba a medio decir;
Alberto, después de hacer otro tanto, preguntó a su mujer por algunos
encargos que le tenía encomendados.

Al saber que no habían sido terminados, le dirigió algunas frases que Werther
encontró no sólo frías sino duras. Éste quiso marcharse, y le faltaron las
fuerzas. Permaneció allí hasta las ocho, aumentándose su mal humor, cuando
vio que ponían la mesa, tomó su bastón y su sombrero. Alberto le invitó a
quedarse; pero él consideró la invitación como un acto de obligada cortesía, y
se retiró dando fríamente las gracias. Cuando volvió a su casa tomó la luz de
mano de su criado, que quería alumbrarle, y subió solo a su habitación. Una
vez en ella, se puso a recorrerla a grandes pasos, sollozando y hablando solo,
pero en voz alta y con calor; acabó por arrojarse vestido sobre el lecho, donde
el criado le halló tendido a las once, cuando entró a preguntarle si quería que le
quitase las botas. Werther consintió que lo hiciera, prohibiéndole al mismo
tiempo que entrara en su cuarto al día siguiente antes de que él le llamase.

El lunes 21 de diciembre, por la mañana, escribió a Carlota la siguiente carta,
que se encontró cerrada sobre su mesa y fue remitida a la persona a quien se
dirigía. La insertamos aquí por fragmentos, como parece que él la escribió:

"Es cosa resuelta, Carlota: quiero morir y te lo participo sin ninguna exaltación
romántica, con la cabeza tranquila, el mismo día en que te veré por última vez."

Cuando leas estas líneas, mi adorada Carlota yacerán en la tumba los
despojos del desgraciado que en los últimos instantes de su vida no encuentra
placer más dulce que el placer de pensar en ti. He pasado una noche terrible:
con todo, ha sido benéfica, porque ha fijado mi resolución. ¡Quiero morir!"

"Al separarme ayer de tu lado, un frío inexplicable se apoderó de todo mi ser;
refluía mi sangre al corazón, y respirando con angustiosa dificultad pensaba en
mi vida, que se consume cerca de ti, sin alegría, sin esperanza. ¡Ah!, estaba
helado de espanto.

Apenas pude llegar a mi alcoba, donde caí de rodillas, completamente loco.
¡Oh Dios mío!, tú me concediste por última vez el consuelo de llorar. Pero ¡qué
lágrimas tan amargas! Mil ideas, mil proyectos agitaron tumultuosamente mi
espíritu, fundiéndose al fin todos en uno solo, pero firme, inquebrantable:
¡morir! Con esta resolución me acosté, con esta resolución, inquebrantable y
firme como ayer, he despertado: ¡quiero morir! No es desesperación, es
convencimiento: mi carrera está concluida, y me sacrifico por ti. Sí, Carlota,
¿por qué te lo he de ocultar? Es preciso que uno de los tres muera, y quiero ser
yo. ¡Oh vida de mi vida! Más de una vez en mi alma desgarrada ha penetrado
un horrible pensamiento: matar a tu marido..., a ti..., a mí. Sea yo, yo solo; así
será.

Cuando al anochecer de algún hermoso día de verano subas a la montaña,
piensa en mí y acuérdate de que he recorrido muchas veces el valle; mira
luego hacia el cementerio, y a los últimos rayos del sol poniente vean tus ojos
cómo el viento azota la hierba de mi sepultura. Estaba tranquilo al comenzar
esta carta, y ahora lloro como un niño. ¡Tanto martirizan estas ideas mi pobre
corazón!"

Werther llamó a su criado cerca de las diez. Mientras le vestía, le dijo que iba a
hacer un viaje de algunos días, y que era preciso, por tanto, sacar la ropa y
preparar las maletas; le mandó, además, arreglar las cuentas, recoger muchos
libros que había prestado y dar a algunos pobres, a quienes socorría una vez
por semana, el importe anticipado de la limosna de dos meses.

Se hizo servir el almuerzo en su cuarto, y después de haber comido, se dirigió
a la casa del juez, a quien no encontró. Se paseó por el jardín con aire
pensativo que parecía indicar el deseo de fundir en una sola todas las ideas
capaces de avivar sus amarguras. Los niños del juez no le dejaron solo mucho
tiempo: salieron a su encuentro saltando de alegría y le dijeron que cuando
llegase mañana y pasado mañana, y el día siguiente, Carlota les daría los
aguinaldos: sobre esto le contaron todas las maravillas que les prometía su
imaginación. "¡Mañana —exclamó Werther—, y pasado mañana..., y después
otro día!"

Los abrazó cariñosamente, se disponía a abandonarlos, cuando el más
pequeño dio señales de querer decir algo al oído. El secreto se redujo a
participarle que sus hermanos mayores habían escrito felicitaciones para el año
nuevo: una para el papá, otra para Alberto y Carlota, y otra para Werther.
Todas las entregarían por la mañana temprano el primer día del año. Estas
palabras le enternecieron: hizo algunos regalos a todos y tras de encargarles
que saludaran a su papá, montó a caballo y se marchó llorando.

A las cinco volvió a su casa; recomendó a la criada que cuidase de la lumbre
hasta la noche, y encargó al criado que empaquetase los libros y la ropa blanca
y metiese en la maleta los trajes.

Parece probable que después de esto debió de ser cuando escribió el siguiente
párrafo de su última carta de Carlota:

"Tú no me esperas; tú crees que voy a obedecerte y a no volver a tu casa hasta
la víspera de la Navidad... ¡Oh Carlota!..., hoy o nunca. El día de la
Nochebuena tendrás este papel en tus manos trémulas y lo humedecerás con
tus preciosas lágrimas. Lo quiero..., es preciso. ¡Oh, qué contento estoy de mi
resolución!"

Entre tanto, Carlota se encontraba en una situación de ánimo bien extraña. En
su última entrevista con Werther había comprendido cuán difícil le sería
decidirle a que se alejara, y había adivinado mejor quenunca los tormentos
que el infeliz iba a sufrir separado de ella.

Habiendo participado a su marido, como incidentalmente, que Werther no
volvería hasta la víspera de la Navidad. Alberto se marchó a ver al juez de un
distrito inmediato para ventilar un asunto que debía retenerle hasta el siguiente
día.

Carlota estaba sola, ninguna de sus hermanas se encontraba a su lado.
Aprovechando esta circunstancia, se abandonó a sus ideas y dejó vagar su
espíritu entre los afectos de su pasado y su presente.

Se contemplaba unida a un hombre cuyo amor y fidelidad le eran bien
conocidos y a quien amaba con toda su alma; a un hombre que por su carácter,
tan entero como apacible, parecía formado para asegurar la felicidad de una
mujer honrada. Comprendía lo que este hombre era y debía ser siempre para
ella y para su familia. Por otra parte, le había sido tan simpático Werther desde
el momento en que se conocieron, y llegó a serle tan querido, era tan
espontáneo el afecto que los unía, y había engendrado tal intimidad el largo
trato que medió entre ambos, que el corazón de Carlota conservaba de ello
impresiones indelebles. Se había acostumbrado a contarle todo lo que
pensaba, todo lo que sentía.

Su marcha, por tanto, iba a producir en la vida de Carlota un vacío que nada
podía llenar. ¡Ah!, si ella hubiera podido hacerle su hermano, ¡qué feliz habría
sido! ¡Si hubiera podido casarlo con alguna de sus amigas! ¡Si hubiera podido
restablecer la buena inteligencia que antes reinó entre Alberto y él! Pasó en su
mente revista a todas sus amigas, y en todas encontraba defectos...; ninguna le
pareció digna del amor de Werther. Después de mucho reflexionar concluyó
por sentir confusamente, sin atreverse a confesárselo, que el secreto deseo de
su corazón era reservárselo para ella, por más que se decía a sí misma que ni
podía ni debía hacerlo. Su alma, tan pura y tan hermosa, y hasta entonces tan
inaccesible a la tristeza, recibió en aquel momento una herida cruel. La
perspectiva de su dicha se disipaba entre las nubes que cubrían el horizonte de
su vida.

A las seis y media oyó a Werther, que subía la escalera, preguntando por ella.
Al momento reconoció sus pasos y su voz, y el corazón le latió vivamente por
primera vez, podemos decirlo, al acercarse el joven. De buena gana habría
mandado que le dijesen que no estaba en casa, y, cuando le vio entrar, no
pudo menos que exclamar con visible azoramiento y llena de emoción.

—¡Ah!, habéis faltado a vuestra palabra.

—Yo nada os prometí—repuso él.

—Pero debisteis haber atendido mis súplicas, teniendo en cuenta que os las
hice para bien de amigos.

No se daba cuenta de lo hacía, ni de lo que decía y envió por dos amigas
suyas para no encontrarse sola con Werther. Éste dejó algunos libros que
había llevado y pidió otros.

Carlota esperaba con afán que sus amigas llegasen, pero un momento
después deseaba lo contrario. Volvió la criada y dijo que ninguna de las dos
podía complacerla.

Entonces se la ocurrió dar a la criada orden de que se quedara en la habitación
inmediata haciendo labor; pero en seguida cambió de idea.

Werther se paseaba por la sala con visible agitación.

Carlota se sentó al clavicémbalo y quiso tocar un minué; pero sus dedos se
resistían a secundar su intento. Abandonó el clavicémbalo y fue a sentarse al
lado de Werther, que ocupaba en el sofá su sitio de costumbre.

—¿No traéis nada que leer?—dijo Carlota.

No traía él nada.

—Ahí, en la cómoda—prosiguió ella—, tengo la traducción que hicisteis de
algunos cantos de Ossián. Todavía no la he visto, porque esperaba que vos me
la leeríais; pero hasta ahora no se ha presentado ocasión.

Werther sonrió y fue a buscar el manuscrito. Al cogerlo experimentó un
involuntario estremecimiento; al hojearlo se llenaron de lágrimas sus ojos.
Luego, esforzándose para que su voz pareciera segura, leyó lo que sigue:

... continuará

Publicado: 04:20 29/08/2006 · Etiquetas: · Categorías: Un Libro - Werther
Libro escrito en forma de recopilación de cartas de Werther a ...
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La tarde era apacible y el tiempo propendía al deshielo. Carlota y Alberto se
volvieron a pie. De vez en cuando volvía ella la cabeza, como echando de
menos la compañía de Werther. Alberto hizo recaer la conversación en su
amigo y le censuró con justicia. Habló de su desgraciada pasión, y dijo que
había debido alejarse por su propio interés.

—Yo lo deseo también por nosotros—añadió—, Y te ruego, Carlota, que trates
de dar otro giro a sus ideas y sus relaciones contigo, diciéndole que escasee
sus visitas. La gente empieza ya a ocuparse de esto, y yo sé que somos objeto
de juicios poco caritativos.

Carlota guardó silencio, y Alberto creyó comprender el motivo de ésta reserva.
Desde aquel momento no volvió a hablar de Werther: si ella, por casualidad o
intencionadamente, pronunciaba el nombre de su amigo, él mudaba o
interrumpía la conversación. La vana tentativa de Werther para salvar al infeliz
aldeano, fue como el último resplandor de una llama moribunda. Cayó en un
abatimiento cada vez más profundo, y una desesperación mansa se apoderó
de él cuando supo que quizá le llamarían para declarar contra el asesino, que
procuraba defenderse negando su crimen. Todo lo que había sufrido hasta
entonces en el transcurso de su vida activa, sus disgustos en casa del
embajador, sus proyectos frustrados, todo, en fin, lo que le había herido o
contrariado, acudía en tropel a su memoria y le agitaba terriblemente.
Creyéndose condenado a la inacción por tan repetidas contrariedades, todo lo
veía cerrado a su paso y se sentía incapaz de soportar la vida.

Así, pues, encerrado perpetuamente en sí mismo, consagrado a la idea fija de
una sola pasión, perdido en un laberinto sin salida por sus relaciones diarias
con la mujer adorada cuyo reposo turbaba, agotando inútilmente sus fuerzas y
debilitándose sin esperanza, se iba familiarizando cada vez más con el horrible
proyecto que bien pronto debía realizar.

Insertaremos aquí algunas cartas que dejó y que dan exacta idea de su
turbación, de su delirio de sus crueles angustias, de sus luchas supremas y del
desprecio que sentía por la vida:

12 de Diciembre

Querido Guillermo: Me encuentro en un estado que debe parecerse al de los
que antiguamente se creían poseídos del espíritu maligno. No es el pesar, no
es tampoco un deseo ardiente, sino una rabia sorda y sin nombre lo que me
desgarra el pecho, me anuda la garganta y me sofoca. Sufro, quisiera huir de
mí mismo, y paso las noches vagando por los parajes desiertos y sombríos de
que abunda esta estación enemiga.

Anoche salí. Sobrevino súbitamente el deshielo y supe que el río se había
salido de madre, que todos los arroyos de Walheim corrían desbordados y que
la inundación era completa en mi querido valle. Me dirigí a él cuando rayaba la
medianoche, y presencié un espectáculo aterrador. Desde la cumbre de una
roca vi a la claridad de la luna revolverse los torrentes por los campos, por las
praderas y entre los vallados, devorándolo y sumergiéndolo todo; vi
desaparecer el valle; vi en su lugar un mar rugiente y espumoso, azotado por el
soplo de los huracanes. Después, profundas tinieblas; después la luna, que
aparecía de nuevo para arrojar una siniestra claridad sobre aquel soberbio e
imponente cuadro. Las olas rodaban con estrépito..., venían a estrellarse a mis
pies violentamente... Un extraño temblor y una tentación inexplicable se
apoderaron de mí. Me encontraba allí con los brazos extendidos hacia el
abismo, acariciando la idea de arrojarme en él. Sí, arrojarme y sepultar
conmigo en su fondo mis dolores y sufrimientos. Pero ¡ay qué desgraciado soy!
No tuve fuerzas para concluir de una vez con mis males, mi hora no ha llegado
todavía, lo conozco. ¡Ah, Guillermo! ¡Con qué placer hubiera dado esta pobre
vida humana para confundirme con el huracán, rasgar con él los mares y agitar
sus olas! ¡Ah!, ¿no alcanzaremos nunca esta dicha los que nos consumimos en
nuestra prisión? ¡Qué tristeza se apoderó de mí cuando mis ojos se fijaron en
el sitio donde había descansado con Carlota bajo un sauce después de un
largo rato de paseo! También allí había llegado la inundación, y a duras penas
pude distinguir la copa del sauce. Pensé entonces en la casa del juez en sus
prados... El torrente debía de haber arrancado también nuestros pabellones y
destruido nuestros lechos de césped. Un luminoso rayo del pasado brilló ante
mi alma, como brilla en los sueños de un cautivo una ola de luz que le finge
praderas ganado o grandezas de la vida. Yo estaba allí de pie... ¡Ah! ¿Es que
me falta valor para morir? Yo debía... Y, sin embargo, heme aquí como una
pobre vieja que recoge del suelo sus andrajos y va de puerta en puerta
pidiendo pan para sostener y prolongar un instante más su miserable vida.

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14 de Diciembre

¿Qué es esto, amigo mío? Estoy asustado de mí mismo. El amor que ella me
inspira, ¿no es el más puro, el más santo y el más fraternal de los amores?
¿He abrigado nunca en lo más recóndito de mi alma un deseo culpable? ¡Ah;
no me atrevería a asegurarlo. ¡Si ahora mismo sueño! ¡Cuánta razón tienen los
que dicen que somos juguetes de fuerzas misteriosas!

Anoche..., temo decirlo..., la tenía entre mis brazos, fuertemente estrechada
contra mi corazón... Sus labios balbuceaban palabras de cariño, interrumpidas
por un millón de besos, y mis ojos se embriagaban con la dicha que rebosaba
de los suyos. ¿Soy culpable, Dios mío, por acordarme de tanta felicidad y
porque deseo soñar otra vez lo mismo? ¡Carlota!, Carlota! ... Hace ocho días
que mis sentidos se han turbado; ya no tengo fuerzas ni para pensar; mis ojos
se llenan de lágrimas. No me hallo bien en ninguna parte, y, sin embargo, estoy
bien en todas. No espero nada, nada deseo. ¿No es mejor que me ausente?"

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* * *

La resolución de abandonar este mundo había ido robusteciéndose y
afirmándose en el ánimo de Werther. Desde su vuelta al lado de Carlota había
considerado la muerte como el término de sus males y como recurso extremo
de que siempre podría disponer. Pero se había propuesto no acudir a él de una
manera brusca y violenta. No quería dar este último paso sino con mucha
calma e impulsado por la más firme convicción. Sus incertidumbres, sus luchas
se reflejan en algunas líneas que parecen ser el principio de una carta a su
amigo. El papel no tiene ninguna fecha:

Su presencia..., su situación..., el interés que manifiesta por mi suerte,
arrancan lágrimas de mi cerebro petrificado.

Levantar el vuelo y seguir adelante: esto es todo...

¿Por qué asustarse? ¿Por qué dudar? ¿Acaso porque se ignore lo que hay
allá, porque no vuelve, o más bien porque es propio de nuestra naturaleza
suponer que todo es confuso y tinieblas en lo desconocido?


Cada vez se acostumbraba más a estos funestos pensamientos, y llegaron a
hacérsele en extremo familiares. Su proyecto fue, al fin, determinado de una
manera irrevocable. La prueba se encuentra en la siguiente carta de doble
sentido que escribió a su amigo:

20 de Diciembre

Agradezco, querido Guillermo, que tu amistad haya comprendido tan bien lo
que yo quería decir. Tienes razón; lo mejor que puedo hacer es ausentarme.
Pero la invitación que me haces para que vuelva a vuestro lado no está muy en
armonía con mi pensamiento. Antes haré una corta excursión, a la que
convidan el frío continuado que es de esperar y los caminos que estarán en
buen estado. Tu deseo de venir a buscarme me agrada mucho; pero te ruego
me concedas un plazo de quince días, y que esperes a recibir otra carta mía en
la que te comunique mis últimas noticias. Di a mi madre que ruegue a Dios por
su hijo; dile también que le pido perdón por todos los pesares que le he
causado. Sin duda, entraba en mi destino apesadumbrar a las personas a
quienes hubiera querido hacer fe luces. Adiós, mi querido amigo; el cielo
derrame sobre ti sus bendiciones.

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Publicado: 18:46 28/08/2006 · Etiquetas: · Categorías: Un Libro - Werther
EL EDITOR AL LECTOR

CUÁNTO hubiera deseado tener, respecto a los últimos días de nuestro
desgraciado amigo, suficientes pormenores escritos de su propia mano, para
no verme en la necesidad de intercalar relatos en la continuación de las cartas
que él nos ha dejado!

He puesto empeño en recoger los más exactos detalles de las personas que
debían estar mejor informadas, y estos detalles tienen todos un carácter
uniforme. Las narraciones convienen hasta en las menores circunstancias.
Unicamente en la manera de juzgar los sentimientos de los personajes difieren
algo tanto los pareceres.

Sólo nos resta, pues, referir con fidelidad lo que nuestras averiguaciones nos
han hecho conocer, añadiendo a esto las cartas o fragmentos de cartas que ha
dejado aquel que ya no existe.

No se debe despreciar el menor documento auténtico, teniendo en cuenta lo
difícil que es profundizar y conocer los verdaderos motivos, los móviles
secretos de una acción, por insignificante que sea, cuando emana de un
individuo que sale de la esfera vulgar.

El desaliento y el pesar habían echado profundas raíces en el alma de Werther,
y poco a poco habían ido apoderándose de todo su ser. La armonía de sus
facultades se había destruido por completo. El ciego y febril arrebato que las
trastornaba causó en él los más fuertes estragos, concluyendo por sumirse en
un triste abatimiento, más penoso aún de soportar que los males con que había
luchado hasta entonces.

Las angustias de su corazón agotaron las fuerzas que le quedaban. Su viveza
y su sagacidad se extinguieron. Cada vez se mostraba más sombrío e
insociable, y, a medida que iba siendo más desgraciado, se volvía más injusto.
Así, al menos, lo aseguran los amigos de Alberto, los cuales dicen que Werther
no había sabido apreciar a aquel hombre de corazón recto que, gozando al fin
de una dicha largo tiempo deseada, sólo pensaba en afianzar el porvenir de su
felicidad. ¿Como había de comprender semejante anhelo quien disipaba y
entregaba al azar los tesoros de su alma, sin reservarse para lo sucesivo más
que privaciones y sufrimientos?

Afirman también que Alberto no había podido cambiar en tan poco tiempo, que
era siempre el mismo hombre tan ponderado y estimado por Werther cuando
empezaron a conocerse. Amaba a Carlota sobre todo en el mundo, estaba
orgulloso de ella, y deseaba verla admirada por cuantos se le acercaban como
la más perfecta criatura. ¿Podía vituperársele porque tratara de alejar de ella la
sombra de una sospecha o porque rehusara ceder en lo más mínimo la
posesión de tan preciado bien? Confiesan, ciertamente, que Alberto
abandonaba con frecuencia la habitación de su mujer cuando Werther se
presentaba en ella; pero no era, según dicen, ni por odio ni por indiferencia
hacia su amigo, sino únicamente porque había notado el pesar secreto que su
presencia ocasionaba a Werther.

Un día, hallándose enfermo el padre de Carlota y habiendo tenido necesidad
de guardar cama, mandó el coche en busca de su hija. Era una hermosa
mañana de invierno. Las primeras nieves habían caído en abundancia y el
campo estaba cubierto de blanca alfombra.

Werther se puso en camino al día siguiente para ir a reunirse con Carlota y
acompañarla a su casa si Alberto no iba por ella.

El aire fresco y puro de la mañana hizo poca impresión en su ánimo. Un peso
enorme oprimía su pecho; su espíritu se hallaba atormentado por las más
tristes imágenes, y de sus ideas le hacía vagar entre crueles reflexiones. Como
vivía en un perpetuo hastío de sí mismo, la situación de los demás le parecía
tan violenta y agitada como la suya. Se imaginaba haber turbado la buena
armonía de Alberto y Carlota, y se dirigía con este motivo los más severos
reproches, mezclados de sorda indignación contra el marido. Durante el camino
sus pensamientos tomaron este rumbo: "¡Ah!—se decía apretando los dientes
con furor—, ya está rota esa unión tan íntima, tan cordial, tan espontánea.
¿Qué ha sido de aquel tierno interés, de aquella confianza tranquila que
parecía inalterable? Hoy ya no es sino hastío e indiferencia. El menor asunto
interesa a ese hombre más que su mujer, ¡una mujer tan adorable! Pero ¿sabe
él acaso apreciarla? ¿Sospecha ni remotamente lo que vale? ¡Y ella le
pertenece, es suya!... ¡Oh!, bien lo sé. Debía haberme acostumbrado ya a esta
idea, y, sin embargo, me desespera y acabará por matarme. Y la amistad que
Alberto me había prometido, ¿qué se ha hecho de ella? ¿No ve en mi adhesión
a Carlota un ataque a sus derechos y en mis atenciones y cuidados, una
embozada censura? Lo conozco y lo siento; me ve con disgusto; quisiera
tenerme muy lejos de aquí: mi presencia es un peso para él."

Razonando así, tan pronto aceleraba su marcha como la detenía. Algunas
veces parecía querer volverse atrás; pero de nuevo emprendía el camino,
sumido siempre en sombrías reflexiones que sólo se adivinaban por algunas
palabras entrecortadas que salían de sus labios. De este modo llegó a la casa
sin darse apenas cuenta de ello. Entró preguntando por el juez y por Carlota, y
encontró a toda la gente en conmoción. El mayor de los hermanos de Carlota le
hizo saber que había sucedido una desgracia en Wahlheim: un aldeano había
sido asesinado. Esta noticia no hizo en él mayor impresión, y se dirigió a la sala
inmediata, donde halló a Carlota esforzándose por retener a su padre, quien
enfermo y todo como estaba, quería marchar en seguida al lugar del crimen,
para instruir las primeras diligencias sobre aquel crimen, cuyo autor era aún
desconocido. Se había encontrado el cadáver por la mañana muy temprano
delante de la puerta de un cortijo y las sospechas recaían ya en alguno. La
víctima había estado al servicio de una viuda, que poco antes despidió a otro
criado con motivo de un grave disgusto.

Cuando Werther supo estas circunstancias, se levantó de repente exclamando:

—¿Es posible? Se impone que vaya yo sin perder un momento.

Se dirigió a Walheim, convencido, luego que reunió todos sus recuerdos, de
que el autor del crimen era aquel joven a quien él había hablado tantas veces y
que le había inspirado grandes simpatías. Como era indispensable pasar por
los tilos para llegar al figón donde habían depositado el cadáver, no pudo
menos de experimentar cierta turbación a la vista de aquellos lugares que en
otro tiempo le fueron tan queridos. El umbral de la puerta donde los chicos
acudían a jugar frecuentemente estaba lleno de sangre. Así el amor y la
fidelidad sentimientos los más bellos del hombre habían degenerado en
violencia y asesinato. Parecía que para armonizar con este pensamiento, los
corpulentos árboles, despojados de follaje, se habían cubierto de escarcha; el
seto vivo que rodeaba las tapias del cementerio había perdido su hermoso
color verde y dejaba ver, a través de anchos portillos, las piedras de los
sepulcros llenas de nieve.

Al aparecer Werther en el figón, adonde había acudido todo el pueblo, se dejó
oír un grave murmullo.

A lo lejos se distinguía un pelotón de hombres armados, y todos comprendieron
que traían al asesino.

No bien dirigió Werther una mirada sobre el preso, se disiparon sus dudas.

Sí, era él; era aquel criado tan enamorado de su ama, a quien pocos días antes
había visto presa de negra melancolía y luchando contra una secreta
desesperación.

—¿Qué has hecho, desgraciado?—le preguntó al acercarse.

El preso miró a Werther sin despegar sus labios luego dijo fríamente:

—Ella no será de nadie, ni nadie será de ella.

Condujeron al asesino a presencia de su víctima y Werther se alejó
precipitadamente. La extraña y violenta emoción que acababa de experimentar
había trastornado su seso; se sintió arrancado de su melancólica apatía por el
irresistible interés que le inspiraba aquel joven y por un deseo ardiente de
salvarle. Comprendía tan bien la desesperación que le había impulsado al
crimen; le encontraba tantas disculpas y se penetraba tan profundamente de la
situación de aquel infortunado, que se creía capaz de hacer participar de sus
sentimientos a todo el mundo.

Ardía ya en deseos de defender a voz en grito al acusado, el discurso más
elocuente pugnaba ya por brotar de sus labios. Corrió a casa del juez,
ordenando mentalmente los apasionados argumentos con que pensaba inclinar
su ánimo en favor del prisionero.

Al entrar en el salón encontró a Alberto, cuya presencia le desconcertó por un
instante; pero bien pronto se repuso, y dirigiéndose al juez, le manifestó su
opinión sobre aquel trágico suceso, con la convicción de que se sentía
animado.

El juez movió varias veces la cabeza durante el relato y, aunque Werther hizo
uso de toda la energía, todo el arte persuasivo que un hombre puede emplear
en defensa de un semejante, el magistrado. como era lógico, no dio señales de
sensibilidad ni vacilación. Sin dejar concluir a nuestro amigo, refutó con brío
sus doctrinas y le censuró por mostrarse tan decididamente protector de un
criminal. Le demostró que, con tal sistema, todas las leyes serian fáciles de
eludir y la seguridad pública se vería comprometida constantemente. Añadió
que, en un asunto de tal gravedad, no podía intervenir del modo que lo hacía
sin incurrir en una gran responsabilidad, y que era preciso que el proceso
siguiera su curso ordinario.

Werther sin embargo, no se desanimó, y suplicó al juez que consintiese en
hacer la vista gorda respecto a la evasión del prisionero; pero también sobre
este punto fue inflexible el magistrado.

Alberto, que hasta entonces había permanecido silencioso tomó parte en la
discusión para apoyar lo dicho por el juez. Werther, en vista de esto,
enmudeció y se alejó con el corazón traspasado de amargura mientras el juez
repetía:

—No, no; nada puede salvarle.

No es difícil calcular la impresión que estas palabras hicieron en el ánimo de
Werther, conociendo algunas frases escritas, sin duda, aquel mismo día que
hemos encontrado entre sus papeles.

"¡No es posible salvarte, desgraciado! No; bien veo que nada puede salvarnos."

Lo que Alberto había dicho del criminal en presencia del juez, causó a Werther
extraordinaria extrañeza. Creyó descubrir en sus palabras una alusión a él y
sus sentimientos, y, por más que algunas maduras reflexiones le hicieron
comprender que aquellos dos hombres podían tener razón, se resistía a
abandonar su proyecto y sus ideas.

Entre sus papeles hemos encontrado otra nota que se refiere a esta
circunstancia y expresa tal vez sus verdaderos sentimientos para Alberto:

"¿De qué sirve decirme y repetirme: es bueno y honrado? ¡Ah! Cuando así se
me desgarra el corazón, ¿puedo yo ser justo?"

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Publicado: 04:08 28/08/2006 · Etiquetas: · Categorías: Un Libro - Werther
Libro escrito en forma de recopilación de cartas de Werther a ...
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24 de Noviembre

No ignora Carlota lo que sufro. Su mirada ha penetrado hoy hasta lo más
profundo de mi corazón. La encontré sola: yo no despegaba mis labios, y ella
me miraba fijamente. Absorto ante aquella mirada sublime, llena de afectuoso
interés y dula compasión, no veía en aquel momento su seductora belleza ni la
aureola de inteligencia que ilumina su frente. ¿Por qué no me arrojé a sus pies
o la estreché en mis brazos cubriéndola de besos? Se puso al piano: a sus
armoniosos acordes unió su dulce y melodiosa voz. No he visto nunca más
adorables sus labios; parecía que se entreabrían lánguidamente para aspirar
los dulces sonidos del instrumento, y exhalarlos de nuevo, suavizados por su
hálito. ¡Ah, si yo pudiera hacer que compartieses conmigo lo que entonces
sentí! Incliné la cabeza, desfallecido, y me juré no atreverme jamás a imprimir
un beso en aquella boca..., en aquella boca donde revoloteaban los celestiales
serafines. Y, sin embargo, yo quiero... No; hay una barrera inaccesible que la
separa de mi alma. ¡Destruir esta pureza! .... Y luego, el castigo siguiendo al
pecado... ¡Un pecado!...

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26 de Noviembre

Suelo decirme a mí mismo: Tu destino no tiene igual: comparados contigo, los
demás hombres son felices; porque jamás mortal alguno se vio atormentado
como tú. "Entonces leo a cualquier poeta antiguo y me parece que es el libro mi
propio corazón. ¡Qué! ¿Aún me queda tanto que sufrir? ¿Y antes que yo ha
habido hombres tan desgraciados?"

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30 de Noviembre

Nunca, nunca podrá tranquilizarse mi espíritu. Por dondequiera que voy
encuentro algo que me pone fuera de mí. Hoy mismo..., ¡Oh destino!, ¡oh pobre
humanidad...! Me había ido a pasear a la orilla del río, a la hora de comer,
porque no tenía ningún apetito. No había nadie. El oeste frío y húmedo soplaba
de la montaña; algunas nubes grises rodeaban el valle. A larga distancia
distinguí un hombre mal vestido que andaba encorvado entre las rocas, como
si buscase algo. Me acerqué a él, y al ruido de mis pasos se volvió. Tenía una
fisonomía interesante, con cierta expresión de tristeza que revelaba un corazón
honrado. Sus negros cabellos le caían en bucles sobre la frente, y los de atrás
descendían hasta la espalda, formando una apretada trenza. Como su traje
indicaba que era un hombre del pueblo, creí que no se disgustaría porque me
ocupase de él, y le pregunté qué hacía.

Dando un profundo suspiro, me contestó: "Busco flores y no las encuentro."
"Lo creo—repuse sonriendo—; ahora no es tiempo de flores." "Hay muchas—
añadió, acercándose a mí—. En mi jardín tengo rosas y dos especies de
madreselvas... Una me la regaló mi padre; ésta crece con la rapidez que los
hierbajos, y, sin embargo, hace dos días que busco una y no la encuentro.
También aquí hay flores en todo tiempo: las hay amarillas, azules, rojas... y hay
centenares que son unas florecillas muy lindas. Pues en vano las busco, no
encuentro una siquiera."

Yo notaba en sus palabras y en su aire un no sé qué zahareño y feroz, y
mañosamente le pregunté para qué quería las flores. Una sonrisa extraña y
convulsiva contrajo su semblante. "Si me prometéis no hacerme traición—dijo,
poniéndose un dedo sobre la boca—, os diré que he ofrecido un ramo a mi
novia." "Bien, muy bien", repliqué. "¡Oh!, ella tiene muchas cosas buenas...; es
rica." "Y, aun así, hace caso de vuestro ramo." "Tiene diamantes... y una
corona..." "Pues ¿quién es? ¿Cómo se llama?" Sin responder a esta pregunta,
añadió: "Si el gobierno quisiera pagarme, yo sería otro hombre. Sí; hubo un
tiempo en que yo estaba bien; pero hoy.... todo ha concluido. Ya no soy
nada..." Sus ojos, preñados de lágrimas, se fijaron en el cielo con viva
expresión. "¿Eras feliz entonces?", le pregunté. "¡Ah ojalá lo fuera ahora lo
mismo! Sí; contento, alegre, dichoso, vivía en un verdadero paraíso."
"¡Enrique!", exclamó en aquel instante una anciana que se aproximaba a
nosotros, ¿dónde te metes? Ando buscándote por todas partes. Vamos, ven a
comer." "¿Es hijo vuestro?", le pregunté adelantándome hacia ella. "Sí, señor,
es mi pobre hijo. Dios me ha dado una cruz bastante pesada." "¿Hace mucho
tiempo que está así?" "A Dios gracias, hace ya seis meses que ha recobrado la
tranquilidad. Pero antes durante un año, ha estado furioso y fue preciso
encerrarle en una casa de salud. Ahora no hace mal a nadie; pero siempre está
soñando con reyes y emperadores . ¡Era tan bueno y tan cariñoso! Me ayudaba
a vivir con el producto de su trabajo, porque tenía una letra preciosa... De
repente dio en estar caviloso; cayó enfermo con una fiebre devoradora, y
ahora... ya veis el estado en que se encuentra. Si el señor quiere que le
cuente..." Interrumpí este flujo de palabras para preguntarle a qué época se
refería su hijo, cuando decía que había sido muy dichoso. "¡Ah, señor! El pobre
alude al tiempo en que estaba completamente loco: al que pasó en el hospital,
cuando no tenía conciencia de sí mismo. No cesa de recordar aquellos días..."

Estas palabras me hirieron como un rayo. Puse una moneda de plata en las
manos de la anciana y me alejé casi corriendo.

Entonces eras feliz—pensaba yo, caminando rápidamente hacia el pueblo.
¡Entonces vivías alegre en un verdadero paraíso! Pero, señor, ¿estará escrito
en el destino del hombre que sólo puede ser feliz antes de tener razón o
después de haberla perdido? ¡Pobre insensato! Envidio tu locura, envidio el
laberinto mental en que te pierdes. Tú sales lleno de esperanza a coger flores
para tu reina en medio del invierno, y te desesperas porque no las encuentras,
y no comprendes la causa de que no las encuentres... Pero yo..., yo salgo sin
esperanza, sin objeto, y vuelvo a entrar en mi casa como salgo. Tú sueñas en
lo que serías si el gobierno te pagase ¡feliz criatura que sólo en un obstáculo
material hallas tu desgracia, que no sabes que en el extravío de tu cerebro, en
el desorden de tu espíritu estriba tu daño, del que todos los reyes de la tierra no
podrían librarte! ¿Puede morir desesperado el que se ríe de los enfermos que,
en su opinión, agravan sus enfermedades y aceleran su fin yendo lejos a
buscar la salud en aguas minerales maravillosas? ¿Puede morir desesperado
el que insulta a la pobre criatura, cuya alma oprimida hace voto de visitar el
santo sepulcro, para librarse de sus remordimientos y calmar sus escrúpulos y
cuitas? Cada paso que dé sobre la tierra dura e inculta por ásperos senderos
que desgarran los pies, es una gota de bálsamo echado sobre la herida de su
alma, y después de la jornada de cada día, se acuesta con el corazón aliviado
de una parte del fondo que le agobiaba. ¿Y os atrevéis a llamar esto necia
preocupación, vosotros, charlatanes felices?... ¡Preocupación!... Dios mío, tú
ves mis lágrimas. ¿Cómo al crear el hombre tan pequeño, le das hermanos que
hasta le despojan en sus amarguras, robándole la confianza que ha puesto en
ti, en ti, que nos amas infinitamente? Porque la fe en la virtud de una planta
medicinal, o en el agua que destila la vid después de podada, ¿qué es si no es
fe en ti, que al lado del mal has puesto el remedio y el consuelo que tanto
necesitamos?

¡Oh padre que no conozco! ¡Padre que otras veces has llenado toda mi alma,
y que ahora te apartas de mí, llámame pronto a tu lado! No guardes silencio
más tiempo, porque tu silencio no detendrá a mi alma impaciente. Y si entre los
hombres no podría enojarse un padre porque su hijo volviese a su lado antes
de la hora marcada, y se arrojase en sus brazos exclamando: "Héme aquí de
regreso, padre mío; no os incomodéis porque haya interrumpido el viaje que
me habéis mandado terminar; el mundo es igual por todas partes; tras el dolor
y el trabajo, la recompensa y el placer... ¿Qué me importa? Yo no estaré bien
más que donde vos estéis; en vuestra presencia es donde yo quiero gozar y
padecer... Tú, padre celestial y misericordioso, ¿podrías rechazarme?

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1 de Diciembre

¡Oh Guillermo! Ese hombre de que te he hablado, ese desdichado feliz, tenía
un empleo en casa del padre de Carlota, y una desgraciada pasión que
concibió por ella..., ¡por ella!, pasión que ocultó largo tiempo y que al fin
descubrió, le hizo perder su destino. Éste ha sido el origen de su locura. Estas
pocas palabras, llenas de sequedad, pueden hacerte comprender lo que esta
historia me habrá trastornado, cuando Alberto me la refirió con tanta frialdad
como acaso vas tú a leerla.

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4 de Diciembre

Te suplico que tengas piedad de mí, porque es un hecho que no podré
soportar más tiempo mi situación.

Hoy estaba sentado cerca de ella, que tocaba diferentes melodías en su
clavicémbalo, con una expresión.... ¡con una expresión!... ¿Cómo podría
pintártela? La más pequeña de sus hermanas jugaba con sus muñecas sobre
mis rodillas. De pronto se me saltaron las lágrimas y bajé la cabeza; vi
entonces en su dedo el anillo de boda, y mi llanto corrió con más abundancia.
En aquel mismo instante comenzaba a tocar aquella antigua melodía que tanto
me impresionaba, y mi corazón sintió una especie de consuelo, recordando el
tiempo en que aquella música había herido agradablemente mis oídos; tiempo
de felicidad en que las penas eran pocas, horas de esperanza que pronto
huyeron. Me levanté y empecé a pasearme por la habitación sin orden ni
concierto. Me ahogaba.

"¡Basta—exclamé—, basta, por Dios!" Carlota se detuvo y clavó en mí una
mirada investigadora.

"Werther—dijo, muy malo debéis estar, cuando vuestra música favorita os
desagrada de ese modo. Retiraos, y haced por recobrar la calma."

Me separé de ella y... ¡Dios mío!, tú que ves mis sufrimientos, debes ponerles
fin.

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6 de Diciembre

Su imagen me persigue: duerma o vele, ella sola llena toda mi alma. Cuando
cierro los párpados, en el cerebro donde se encuentra la potencia de la vista,
dispongo claramente sus ojos negros. Es imposible que te explique esto. Me
duermo, y los veo también: siempre están allí, siempre fascinadores como el
abismo. Todo mi ser, todo, está absorbido por ellos. ¿Qué es pues, el hombre,
ese semidios tan ensalzado? ¿No le faltan las fuerzas cuando más las
necesita? Y cuando bate sus alas en el cielo de los placeres, lo mismo que
cuando se sumerge en la desesperación, ¿no se ve siempre detenido y
condenado a convencerse de que es débil y pequeño, él, que esperaba
perderse en lo infinito?"

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Publicado: 18:43 27/08/2006 · Etiquetas: · Categorías: Un Libro - Werther
Libro escrito en forma de recopilación de cartas de Werther a ...
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26 de Octubre

Sí, amigo mío, cada día estoy más convencido de que la vida de una criatura
vale bien poco. Ayer estuvo a ver a Carlota una amiga suya. Entré en una pieza
inmediata y cogí un libro para distraerme; pero no tenía la cabeza bastante
despejada para fijarme en la lectura. Oí que hablaban en voz baja. Charlaron
de cosas indiferentes, de las novedades que ocurrían en el pueblo, de que tal
persona se había casado y tal otra se hallaba enferma, muy enferma. "Tiene
una tos seca—dijo la amiga—, las mejillas hundidas, la cara más larga. No
daría yo un ochavo por su vida." "M. N.—dijo Carlota— está también bastante
echado a perder." "Es verdad—repitió la otra—; tiene el cuerpo hinchado de
una manera que asusta."

Así platicaban tranquilamente, mientras yo me transportaba con la imaginación
al lado de estos desdichados y veía con cuánta ansiedad sentían escapárseles
la vida, y cómo se asían a la más débil esperanza. Después de todo, Guillermo,
estas jóvenes hablaban del asunto como habla todo el mundo cuando se trata
de la muerte de un extraño. Yo paseando mi vista en torno mío, viendo
echados acá y allá los vestidos de Carlota, y los papeles de Alberto sobre estos
muebles que han llagado a serme familiares hasta el punto de notar la menor
alteración, me decía a mí mismo: "Puede asegurarse que en esta casa eres
todo para todos; tus amigos te honran, tú contribuyes a su alegría, y parece
que no podríais vivir los unos sin los otros. No obstante, si tú te alejases de su
lado, sentirían... ¿cuánto tiempo sentirían el vacío que tu pérdida dejaría en sus
existencias? ¡Ah!, el hombre es tan versátil por naturaleza, que, aun donde
tenga seguridad de ser apreciado en algo, aun allí donde pueda dejar un
recuerdo profundo de su existencia o de su paso en la memoria y en el alma de
los que le son queridos, aun allí debe extinguirse y desaparecer; y esto, ¡ay!,
demasiado pronto."

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27 de Octubre

Es cosa de arañarse y romperse la cabeza considerar lo poco que valemos
unos para otros. ¡Ay de mí! Nadie me dará el amor, la alegría, el goce de las
felicidades que no siento dentro de mí. Y aunque no tuviera el alma llena de la
más dulces sensaciones, no sabría hacer dichoso a quien en la suya careciese
de todo.

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27 de Octubre por la noche

¡Siento tantas cosas..., y mi pasión por ella lo devora todo! ¡Tantas cosas! . . .
¡Y sin ella todo se reduce a nada!

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30 de Octubre

Más de cien veces he estado a punto de arrojarme a su cuello. Sólo Dios sabe
cuánto me cuesta mirar y remirar tantos encantos, sin atreverme a extender
mis manos hacia ella. Apoderarse de lo que se ofrece a nuestra vista y nos
embelesa, ¿no es un instinto propio de la humanidad? ¿No se esfuerza el niño
por coger cuanto le gusta? Y yo..?

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3 de Noviembre

Sólo Dios sabe cuántas veces me he dormido con el deseo y la esperanza de
no despertar jamás. Y al día siguiente abro los ojos, vuelvo a ver la luz del sol y
siento de nuevo el peso de mi existencia.

¡Ah! ¿Por qué no soy uno de esos maniquíes que se amoldan a todo, a todo,
menos a sí mismos? Entonces, al menos, el insoportable fondo de mi
desolación no pesaría sobre mí más que a medias. Por desgracia, comprendo
que la culpa es únicamente mía. ¡La culpa! No. Bastante es ya que lleve en mí
la fuente de todos los dolores, como hace poco llevaba el manantial de todos
mis placeres. ¿No soy siempre aquel hombre que otras veces se deleitaba con
los más puros goces de una exquisita sensibilidad que a cada paso creía
descubrir un paraíso, y cuyo corazón abierto a un amor sin límites, era capaz
de abrazar el mundo entero? Este corazón está ahora muerto, cerrado a todas
las sensaciones; mis ojos están secos, y mis acerbos dolores, que no tienen
desahogo, llenan de prematuras arrugas mi frente. ¡Cuánto sufro! He perdido
ese don del cielo, que por sí solo embellece mi vida, esa fuerza vivificante que
hacía crear mundos a mi dolor. Cuando desde mi ventana contemplo el
horizonte y tras la cumbre de las colinas el sol disipa las brumas matinales y
desliza sus primeros rayos hasta el fondo de los valles, mientras el sosegado
río corre mansamente hacia mí, serpenteando entre los viejos troncos de los
sauces desnudos; este admirable cuadro, ahora inanimado y frío como una
estampa de color, este espléndido espectáculo que otras veces ha hecho
desbordarse mi corazón, no derrama ahora en él ni una sola gota de
entusiasmo o de contento. Allí está el hombre, inmóvil, árido, frente a su Dios,
siendo un pozo vacío, una cisterna cuyas piedras se han roto con la sequía.
Muchas veces me he arrodillado para pedir lágrimas al Señor, como el labrador
implora la lluvia cuando ve sobre su cabeza un cielo cobrizo y a sus pies la
tierra muriéndose de sed. Pero, ¡ay!, Dios no concede la lluvia ni el sol a
nuestros ruegos importunos. ¿Por qué aquel tiempo, cuyo recuerdo me mata,
era para mí tan dichoso? Porque entonces yo esperaba, confiado en que el
cielo no me olvidaría, y recogía las delicias con que me embriagaba un corazón
lleno de reconocimiento.

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8 de Noviembre

Carlota ha censurado mis excesos... ¡pero con qué tierno interés! ¡Mis
excesos! Porque después de apurar un vaso de vino, sigo algunas veces
bebiendo hasta consumir una botella.

"No volváis a hacer eso—me dijo—; pensad en Carlota."

"¡Pensar!—exclamé. ¿Qué necesidad tenéis de recordármelo, puesto que,
piense o no piense, siempre estáis presente en mi alma? Hoy me senté en el
mismo sitio donde en otro tiempo os bajasteis del coche."

Cambió la conversación para impedirme que hablase del asunto.

Amigo mío, aquí me tienes en un estado tal, que esta mujer hace de mí cuanto
quiere.

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15 de Noviembre

Te doy las gracias, Guillermo, por el tierno interés que me manifiestas y por los
buenos consejos que me das; pero te ruego que no te alarmes, que me dejes
arrastrar la crisis. A pesar de mi abatimiento, me siento aún con bastantes
fuerzas para llegar hasta el fin. Respeto la religión, bien lo sabes: para el que
desmaya es un apoyo; para el que se siente devorado por la sed es un
bálsamo vivificante. Pero ¿puede ni debe dar a todos la salud? ¿A cuántos ha
dejado de dársela, y a cuántos no se la dará jamás, conózcanla o no la
conozcan? Y a mí, ¿me salvará? ¿El mismo hijo de Dios no ha dicho que sólo
estarán con él los que su padre le dé? ¿Y si su padre quiere reservarme para
sí, como presiente mi corazón . . .?

No interpretes mal mis palabras ni veas, en lo que es una idea sencilla, la
menor intención de mofarse, te lo suplico. Te hablo con el corazón en la mano.
A no ser así, preferiría callarme, porque no me gusta perder el tiempo diciendo
palabras vanas sobre materias de que los demás entienden tan poco como yo.
¿Qué otra misión puede tener el hombre más que la de llenar todo el camino
con sus dolores, y apurar su cáliz hasta las heces? Y puesto que este cáliz fue
amargo al mismo Dios del cielo cuando lo acercó a sus labios de hombre, ¿por
qué he de fingir yo una fuerza sobrehumana haciendo creer que lo encuentro
dulce y agradable? ¿Por qué no he de confesar mi angustia en este momento
en que mi ser tiembla y fluctúa entre la vida y la muerte, en que el pasado se
proyecta como un relámpago en el sombrío abismo del porvenir, en que todo lo
que me rodea se desploma y en que el mundo parece acabarse conmigo? ¿No
reconoces la voz de la criatura extenuada, desfallecida, que se hunde sin
remedio, y a pesar de su inútil lucha, gritando con amargura: "¡Dios mío, Dios
mio! ¿Por qué me has abandonado?" ¿Y ha de darme vergüenza esta
exclamación. y he de temer que llegue el momento en que se escape de mi
boca, cuando se escapó de la vida de aquel que, hijo de los cielos, se ha
envuelto en ellos como un sudario?

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21 de Noviembre

Carlota no ve ni conoce que prepara por sí misma un veneno mortal para los
dos, y yo llevo con voluptuosidad la copa fatal que ella me presenta. ¿Qué
significa el aire de bondad con que frecuentemente me mira? ¡Frecuentemente!
No, algunas veces. ¿Por qué muestra complacencia al notar el efecto que su
vista me produce a despecho mío? ¿Qué causa reconoce la compasión que
revela en sus ojos?

Ayer, cuando me retiraba, me dio la mano diciéndome: "Buenas noches,
querido Werther." ¡Querido Werther! Es la primera vez que me ha llamado así,
y hasta en lo más hondo de mi alma he sentido una dicha inefable. Más de cien
veces he repetido estas palabras, y por la noche, al acostarme, hablando
conmigo mismo, exclamé, sin darme cuenta de ello: "¡Buenas noches, querido
Werther!" No he podido menos de reírme de semejante puerilidad.

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22 de Noviembre

Al dirigir mis ruegos a Dios, no puedo decir: "¡Conservádmela!" Y, sin
embargo, hay momentos en que creo que me pertenece. Tampoco puedo
decir: "¡Dádmela!", porque pertenece a otro. Así es como me agito sin cesar
sobre mi lecho de dolores. Basta; no sé adónde iría a parar si continuase.

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Publicado: 18:31 26/08/2006 · Etiquetas: · Categorías: Un Libro - Werther
Libro escrito en forma de recopilación de cartas de Werther a ...
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6 de Septiembre

Mucho me ha costado resolverme a dejar el frac azul que llevaba cuando bailé
con Carlota por primera vez; pero ya estaba inservible.

Me he encargado otro idéntico, con cuello y vuelos iguales, y una chupa y
unos calzones amarillos como los que tenía. Bien conozco que no es lo mismo
llevar uno que otro; sin embargo..., ¿quién sabe? Me figuro que, con el tiempo,
le tocará al nuevo su turno, y será el preferido.

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12 de Septiembre

Habiendo ido Carlota a ver a Alberto, ha estado ausente algunos días. Hoy, al
entrar en su habitación, salió a mi encuentro y le besé la mano con indecible
júbilo.

Sobre un espejo había un canario que voló a sus hombros. Cogiéndole entre
sus dedos, me dijo: "Es un nuevo amigo que destino a mis niños. Es muy
bonito; miradle. Cuando le doy pan, divierte ver cómo agita las alas y picotea.
También me besa; vedlo:" acercó su boca al pajarillo, y éste se plegó tan
amorosamente contra sus dulces labios, como si comprendiese la felicidad que
gozaba.

"Quiero que también os dé un beso", dijo ella, acercando el pájaro a mi boca.
Este trasladó su piquito desde los labios de Carlota a los míos, y sus picotazos
eran como un soplo de celestial felicidad.

"Sus besos—dijo—no son completamente desinteresados; busca comida, y
cuando no la encuentra en las caricias que le hacen, se retira descontento"
"También come en mi boca.", exclamó Carlota, presentándole algunas migajas
de pan en sus labios entreabiertos, sobre los cuales sonreían con
voluptuosidad el placer y el éxtasis de un amor correspondiente.

Volví la cabeza. Ella no debía hacer lo que hacía, ella no debía inflamar mi
imaginación con estos transportes candorosos de alegría purísima, ni despertar
mi corazón del sueño en que le arrulla la indiferencia que siento por la vida. ¿Y
por qué no? Es que se fía de mí, es que sabe de qué modo la amo.

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15 de Septiembre

En verdad, Guillermo, que hay para darse al diablo cuando se ven personas
tan desprovistas de razón y de sentimientos, que desconocen cuanto tiene
valor en este mundo. Tú recordarás aquellos nogales del presbiterio, a cuya
sombra me sentaba yo con Carlota. ¡Cuánto me alegraba el corazón la vista de
tan magníficos árboles y cómo embellecían el patio! ¡Cuánta frescura había en
su sombra y cuánta majestad en su follaje! Eran recuerdos vivos de los
respectivos párrocos que, en un tiempo ya remoto, los habían plantado. El
maestro de escuela nos ha citado muchas veces el nombre de uno de éstos,
llevaba el mismo de su abuelo, y parece que era una persona dignísima. Por
eso, cuando me sentaba debajo de aquellos nogales, en este recuerdo había
algo querido y sagrado para mí. Ayer deplorábamos que los hayan cortado: el
maestro de escuela lloraba. ¡Cortado! Tengo tal indignación que sería capaz de
matar al miserable que les dio el primer hachazo.

Si yo fuera dueño de dos árboles semejantes, me bastaría ver a uno secarse
de viejo para desesperarme. Juzga por esto lo que me afecta el sacrilegio
cometido. ¿De qué sirve la conciencia a los hombres? Todo el pueblo
murmura, y la mujer del cura actual comprenderá la herida que ha abierto en
los instintos de los buenos aldeanos, cuando recoja la manteca, los huevos y
los demás tributos voluntarios. Porque ella, la esposa del nuevo párroco (el que
yo conocí ha muerto también) es la autora; ella, criatura flacucha y enclenque,
que hace muy bien en no interesarse por nadie en el mundo, porque nadie
comete la sandez de interesarse por ella, marisabidilla que se atreve a disertar
sobre los cánones de la iglesia y a trabajar para la reforma crítico-moral del
cristianismo, encogiéndose de hombros ante las ideas de Lavater, mujer, en fin,
cuya salud raquítica no resiste la más inocente diversión. Sólo un bicho así
hubiera sido capaz de cortar los nogales. ¿Comprendes que las hojas que se
caían, sobre ensuciar el patio de esta señora, lo llenasen de humedad?
Además, las ramas quitaban la luz, y cuando maduraban las nueces los
chiquillos se entretenían en derribarlas a pedradas, lo cual alborotaba los
nervios de la pobrecita, robándole el sosiego en sus profundas meditaciones,
cuando acaso comparaba y pesaba juntos a Kennikot, Semler y Michaelis. Al
avistarme con la gente de la aldea, después de tan importante descubrimiento,
pregunté, sobre todo a los viejos, por qué lo habían consentido.

"¿Y qué creéis—me respondieron—, cuando el alcalde manda una cosa,
¿quién ha de oponerse?" Hay, sin embargo, en este asunto un lado cómico. El
alcalde y el cura (porque éste pensaba sacar algún provecho del disparate
cometido por su mujer, que con frecuencia le quema la sangre) el alcalde y el
cura, digo, pensaban repartirse el fruto de los árboles cortados; pero el
administrador de rentas lo supo y dio con el plan en tierra, haciendo valer
antiguos derechos sobre el patio del presbiterio donde habían estado los
nogales, que fueron vendidos en pública subasta. En resumen, ya no hay
nogales... ¡Oh, si yo fuera príncipe, ya les diría a la mujer del cura, al alcalde y
al administrador...! ¡Príncipe! ... ¡Ah!, si yo fuera príncipe ¿qué me importarían
los árboles de mi país?

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10 de Octubre

Me basta ver sus ojos negros para ser feliz. Lo que me apena es que Alberto
no parece tan dichoso como él esperaba y como él mismo creía. ¡Ah! si yo...
No me gusta emplear reticencias; pero no puedo expresarme de otro modo..., y
me parece que me explico con bastante claridad.

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12 de Octubre

Ossián ha desbancado a Homero en mi espíritu. ¡A qué mundo nos
transportan los sublimes cantos de aquel poeta! ¡Vagar por los matorrales, e
aspirar el aire de fuego que columpia en las nubes las sombras del firmamento
a los pálidos rayos de la luna, oír quejarse en la montaña la voz de trueno del
torrente de la selva, y los gemidos de las plantas medio abrasadas por el
viento, confundiéndose quejas y gemidos con los suspiros de la joven que
agoniza al pie de cuatro piedras cubiertas de musgo, bajo las cuales reposa el
héroe glorioso que fue su amante! ¡Oh!, cuando en aquel desierto contemplo al
bardo encanecido por los años, que busca las huellas de sus padres y sólo
encuentra sus sepulcros, mientras, sollozando, vuelve la vista hacia la estrella
de la tarde, medio escondida entre el oleaje de una mar tempestuosa; cuando
veo que renace el pasado en el alma del héroe, que como en los tiempos en
que la misma estrella irradiaba sobre los bravos guerreros exploradores, o la
luna ayudaba con su propia claridad al regreso de sus naves victoriosas,
cuando leo en su frente un profundo dolor, y le veo solo en el mundo
caminando trémulo hacia la tumba, saboreando una suprema y dolorosa
alegría en la aparición de los fantasmas inmóviles de sus padres; cuando le
oigo gritar, fijos los ojos en la tierra seca y en la hierba doblada por el viento:
"El viajero vendrá; vendrá el que me ha conocido en mi esplendor, y preguntará
dónde está el bardo, preguntará qué ha sido del hijo de Finga! Y su pie hollará
mi tumba mientras su voz llamará en vano! ... Entonces, amigo mío, quisiera,
como leal escudero, sacar la espada, y con ella librar a mi príncipe de las
angustias de una vida que es una muerte lenta, hiriéndome después a mí
mismo para enviar mi alma en pos de la del héroe libertado."

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19 de Octubre

¡Ay de mí! Este vacío, este horrible vacío que siente mi alma... Muchas veces
me digo: "Si pudiera un momento, uno solo estrecharla contra mi corazón, todo
este vacío se llenaría."

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Publicado: 00:39 26/08/2006 · Etiquetas: · Categorías: Un Libro - Werther
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29 de Julio

¡Bien! ¡Muy bien! Todo marcha a maravilla. ¡Yo! ¡Su marido! ¡Oh Dios! si tú,
que me has dado la vida, me hubieses reservado semejante felicidad, mi
existencia hubiera sido una adoración continua. No quiero quejarme contra ti;
perdóname estas lágrimas, perdona mis inútiles deseos. ¡Ella, mi mujer! ¡Si
hubiera estrechado entre mis brazos a la criatura más amable que hay bajo el
cielo! Guillermo, cuando Alberto abraza su talle esbelto, tiemblo de pies a
cabeza.

¿Me atreveré a decirlo? ¿Y por qué no? Carlota hubiera sido conmigo más
feliz que con él. No; no es éste el hombre que puede satisfacer todos los
deseos de este ángel. Cierta falta de sensibilidad, cierta falta de... (traduce esto
como te parezca). Yo veo que sus almas no simpatizan; lo veo cuando, leyendo
uno de nuestros libros favoritos, laten al unísono el corazón de Carlota y el mío,
y lo veo en otras mil ocasiones en que revelamos los sentimientos que nos
producen las acciones ajenas. ¡Oh Guillermo! ¿Es verdad que él la ama con
toda su alma..., y que, así y todo, no merece el amor de ella?

Un importuno ha venido a interrumpirme. Mis lágrimas se han secado, mi
melancolía ha desaparecido. Adiós, querido amigo.

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4 de Agosto

No soy el único que se queja. Todos los hombres ven burladas sus
esperanzas y son engañados en lo que desean. Acabo de visitar a la buena
mujer de los tilos: el mayor de los muchachos ha corrido a mi encuentro. Sus
gritos de alegría han anunciado mi llegada a la madre, que está muy abatida.
Sus primeras palabras han sido: "¡Ay, mi buen señor! Mi Juan ha muerto." Juan
era el menor de los niños. Yo guardé silencio. "Mi marido—añadió— ha vuelto
de Suiza con las manos en la cabeza a no ser por algunas buenas almas, se
hubiera visto obligado a venir pidiendo limosna." No se me ocurrió decirle nada;
pero hice un regalillo a su hijo. Ella me rogó que aceptase unas manzanas, las
tomé y me alejé de aquel sitio de tan triste memoria.

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21 de Agosto

He cambiado por completo en un abrir y cerrar de ojos. Aunque todavía
algunas veces se ilumina mi vida con la claridad de una luz suave, no es, ¡ay!,
más que por un solo instante. Cuando me entrego a mis ensueños, no consigo
desechar este pensamiento. "Pues qué, si Alberto muriese, ¿no podrías tú
ser..., no podría ser ella...?" Y así continúo corriendo tras esta vaga sombra,
hasta que me conduce al borde del abismo, donde me detengo con espanto.

¡Qué diferente me parece todo, cuando salgo de la ciudad por el camino que
recorrí en coche el día que, para llevarla al baile, fui por Carlota la primera vez!
Todo ha cambiado, todo ha desaparecido. Ni una señal en la naturaleza, ni un
latido en mi corazón que recuerde aquel día. Soy como la sombra de un
príncipe opulento que volviese al palacio edificado y decorado con todo lujo y
magnificencia por él en otra época, para encontrar arruinadas las espléndidas
maravillas que legó a un hijo queridísimo.

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3 de Septiembre

Hay ocasiones en que no comprendo cómo puede amar a otro hombre, cómo
se atreve a amar a otro hombre, cuando yo la amo con un amor tan perfecto,
tan profundo, tan inmenso; cuando no conozco más que a ella, ni veo más que
a ella, ni pienso más que en ella.

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4 de Septiembre

Sí, así es. Al mismo tiempo que la naturaleza anuncia la proximidad del otoño,
siento el otoño dentro de mí y en torno mío. Mis hojas amarillean, y las de los
árboles vecinos se han caído ya. ¿He vuelto a hablarte de un joven aldeano
que conocí cuando vino por primera vez a estos parajes? He pedido en
Wahlheim noticias suyas, y me han dicho que, habiéndole echado de la casa
donde servía, nadie ha vuelto a saber de él. Ayer le encontré, por casualidad,
camino de otra aldea; le dirigí la palabra, y me ha contado su historia, que me
ha impresionado mucho como comprenderás fácilmente cuando a mi vez te la
refiera. Pero ¿a qué conducen estos pormenores? ¿No debía yo guardar para
mí lo que me aflige y me angustia? ¿Por qué he de afligirte también? ¿Por qué
he de darte sin cesar ocasión para que te quejes y me riñas? ¡Bah!, acaso no
es mía la culpa, sino de mi estrella.

Este hombre respondió a mis primeras preguntas con sombría tristeza, en la
que me pareció ver alguna confusión; pero en breve, como si cayera en la
cuenta de con quién hablaba, y me reconociese, me confesó con franqueza sus
faltas y deploró su desdicha. ¡Que no pueda yo, amigo mío, recordar una por
una sus palabras! Confesaba, refería (experimentando, al hacer memoria de
ello, una especie de alegría y de placer) que su amor hacia su ama fue
aumentando cada vez más hasta el punto de no saber lo que hacía ni,
hablándote en su lenguaje, dónde tenía la cabeza. No podía beber, comer ni
dormir; esto le martirizaba, y hacía lo que no debía hacer y olvidaba lo que le
habían mandado, parecía que tenía los demonios en el cuerpo, y por último, un
día que ella estaba en una habitación de un piso alto, lo supo él y la siguió, o
más bien se sintió arrastrado en pos de ella. Rogó inútilmente y pretendió hacer
uso de la fuerza. Ignoraba cómo pudo llegar a tal extremo y ponía a Dios por
testigo de que siempre había pensado en ella con toda pureza y de que su más
vehemente deseo había sido casarse para pasar la vida a su lado. Después de
platicar un rato de este modo, titubeó, como aquel a quien aún le falta algo que
decir y que no se atreve a continuar. Al cabo me confesó tímidamente que ella
le solía tolerar ciertas confianzas y le había concedido algunos ligeros favores.
Cortó dos o tres veces el relato para repetirme que no decía esto "por
despreciarla"; que la quería tanto como antes; que jamás había hablado con
nadie de estas cosas, y que sólo me las refería para que me convenciese de
que él no era un malvado ni un insensato. Y ahora, amigo mío, vuelvo a mi
eterno estribillo: ¡si yo pudiera pintarte a este muchacho tal como estaba, tal
como todavía le ven mis ojos; si yo pudiera decirte perfectamente todo para
que comprendieses cómo me interesa, cómo debo interesarme por él! Basta;
conoces lo que me pasa, me conoces y sabes demasiado bien cuánto me
interesan todos los desdichados, y, sobre todos, este de que te hablo.

Leo lo escrito, y observo que se me olvidaba referirte el fin de la historia, que
se adivina fácilmente. La viuda se defendió, llegó su hermano, que hacía
mucho tiempo odiaba al criado y deseaba echarle de la casa, por temor de que
un nuevo matrimonio de la hermana privase a sus hijos de una herencia que
esperaban fundadamente, puesto que aquélla no tenía sucesión directa; este
hermano plantó al criado en la calle, y armó tan completo escándalo sobre lo
ocurrido, que aunque la viuda hubiera deseado recibir de nuevo al muchacho,
no se hubiera atrevido a ello. Dicen que también ahora está que trina el
hermano con otro criado que tiene la consabida, respecto al cual aseguran que
se casará con ella, cosa que el antiguo está firmemente resuelto a no sufrir
mientras aliente.

No he exagerado ni embellecido esta historia; hasta puedo decir que la he
contado débil, debilísimamente, y que ha perdido mucho de su sencillez,
porque la he encerrado en el molde de nuestro lenguaje usual y circunspecto.

Esta pasión, que encarna tanto amor y tanta fidelidad, no es una ficción
poética; vive, centellea con toda su pureza en estos hombres que apellidamos
incultos y groseros nosotros, gente civilizada hasta el punto de no ser ya nada.

Lee esta historia con recogimiento, te lo suplico. Yo, escribiéndote hoy estas
cosas estoy sosegado, ya lo ves: ni me precipito ni me embrollo, como
acostumbro. Lee, querido Guillermo, y piensa quien que ésta es, además, la
historia de tu amigo. Sí, esto es lo que me ha sucedido, esto es lo que me
sucederá a mí, que no tengo la mitad del valor y la resolución de este pobre
diablo, con el cual apenas me atrevo a compararme.

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5 de Septiembre

Carlota escribió una nota a su marido, que estaba en el campo, donde le
retenían los negocios. La esquela comenzaba así: "Querido, queridísimo
amigo: vuelve lo más pronto que puedas; te espero impaciente..." Uno que
llegó trajo la noticia de que algunas ocupaciones impedirían a Alberto regresar
tan pronto. La carta quedó sin concluir sobre la mesa, y por la noche vino a dar
en mis manos. La leí y sonreí: Carlota me preguntó la causa. "La imaginación
es una cosa divina—exclamé—, por un momento me había figurado que este
escrito era para mí." No contestó nada; creo que le disgustó mi ocurrencia. Yo
guardé silencio.

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Publicado: 03:44 24/08/2006 · Etiquetas: · Categorías: Un Libro - Werther
Libro escrito en forma de recopilación de cartas de Werther a ...
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Post Scriptum, 19 de Abril

Te agradezco tus cartas. No las he contestado porque para enviarte ésta
esperaba a recibir el cese de la corte, temía que mi madre influyera con el
ministro y diese al traste con mis planes; pero ya está todo arreglado puesto
que ha sido aceptada mi dimisión. No te diré la repugnancia con que han
accedido a mis deseos ni lo que me escribe el ministro, porque aumentarían
vuestras lamentaciones. El príncipe heredero me ha dado una gratificación,
veinticuatro ducados, diciéndome palabras que me han enternecido hasta el
punto de hacerme llorar. No necesito, pues, el dinero que últimamente había
pedido a mi madre.

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5 de Mayo

Salgo mañana, y como sólo dista seis millas del camino el lugar donde nací,
quiero volver a verlo y recordar los antiguos días de mi infancia, que pasaron
como un sueño.

Quiero entrar por la misma puerta por donde salí con mi madre cuando,
después de quedarse viuda, abandonó esta querida y sosegada aldea para
encerrarse en esa horrible ciudad. Adiós, Guillermo; ya tendrás noticias de mi
viaje.

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9 de Mayo

He visitado el pueblo donde nací, con toda la devoción de un peregrino,
impresionándome una porción de sentimientos inesperados. Hice detener el
coche cerca del gran tilo que hay a un cuarto de legua de la población, a la
parte sur; me apeé y mandé al cochero que fuese delante, con objeto de seguir
yo a pie y saborear todos los recuerdos con toda viveza y plenitud de la
novedad. Me detuve bajo el tilo que en mi infancia había sido objeto y término
de mis paseos. ¡Qué diferencia! Entonces con una dichosa ignorancia me
lanzaba impetuosamente hacia ese mundo desconocido en que esperaba
hallar para mi corazón todo el alimento, todas las venturas que debían colmar y
satisfacer la efervescencia de mis deseos. Ahora vuelvo ya de ese vasto
mundo, y ¡oh amigo mío, cuántas esperanzas perdidas, cuántos planes
destruidos! Aquí están delante de mí las montañas que mil veces contemplé
como el único muro que se oponía a mis deseos. Entonces podía quedarme en
estos sitios horas enteras, pensando en escalar esas alturas, llevando mi
pensamiento al fondo de los valles y de las alamedas que divisaba entre las
tintas suaves del crepúsculo; y cuando llegaba el momento de volver a mi casa,
yo abandonaba este paraje querido con indecible pena. Al acercarme al pueblo,
he saludado todos los viejos pabellones de los jardines. Los nuevos me
desagradan, como todos los cambios que he observado. Pasé la puerta que da
entrada a la población, y entonces sí que me encontré dentro de mis recuerdos.
Amigo mío, no quiero detenerme en detalles, la relación sería tan pesada como
grande ha sido el placer que he experimentado. Pensaba alojarme en la plaza,
precisamente al lado de nuestra antigua casa. Observé al paso que la escuela,
donde una buena vieja nos reunía cuando niños, se había convertido en una
abacería. Me acordé de la inquietud, de los temores, los apuros y las
aflicciones que yo había sufrido en aquella especie de agujero. No daba un
paso que no me obligara a entusiasmarme. No encuentra un peregrino en tierra
santa tantos lugares consagrados por religiosos recuerdos, y dudo que su alma
experimente tan puras emociones. Bajé por la orilla del río adelante hasta una
alquería adonde iba yo en otro tiempo muy a menudo: es un paraje reducido,
donde los muchachos nos divertíamos en tirar piedras a la superficie del agua
para ver quién las hacia singlar mejor. Recordé vivamente que me detenía
algunas veces a ver correr el agua, formándome las ideas más maravillosas de
su curso; recordé las caprichosas pinturas que me hacía de los países adonde
aquella corriente debía ir a parar; recordé que pronto encontraba mi
imaginación los límites de esos países, y que, sin embargo, yo iba más lejos, y
acababa por perderme en la contemplación de un paisaje lejano y vagoroso.
Amigo mío, de este modo con esta felicidad, vivieron los venerables padres del
género humano; tan infantiles fueron sus impresiones y su poesía. Cuando
Ulises habla de la mar inmensa y de la tierra, su lenguaje es verdadero,
humano, intimo, sorprendente y misterioso. ¿De qué me sirve poder repetir con
todos los colegas que la Tierra es redonda? ¡La Tierra! Sólo necesita el hombre
algunas palabras para tener ocupación toda su vida, y menos todavía para
volver a esta tierra de donde salió.

Estoy ahora en la casa de campo del príncipe. Se vive muy bien con este
hombre: es la verdad y la sencillez personificada, pero está rodeado de gente
singular que no acabo de comprender. Sin tener el aspecto de unos bribones,
les falta el talento de los hombres de bien. Algunas veces me parecen muy
respetables, y, sin embargo, no llego a fiarme de ellos. Me molesta que el
príncipe hable con frecuencia de cosas que ha oído decir o que ha leído,
copiando siempre servilmente lo que lee y lo oye. Añade a esto, que tiene en
más mi talento que mi corazón, este corazón, única cosa de que estoy
orgulloso, única fuente de toda fuerza, de toda felicidad y de todo infortunio.
¡Ah! Lo que yo sé, cualquiera lo puede saber; pero mi corazón lo tengo yo
sólo.

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25 de Mayo

Tenía un proyecto del que pensaba hablarte cuando se hubiera realizado;
ahora veo que no resultará nada, y voy a darte cuenta de mi secreto: quería
entrar en el ejército. Mucho tiempo he acariciado esta idea, causa la más
poderosa de cuantas me movieron a seguir al príncipe, que es general de las
fuerzas de ... Paseando juntos le he descubierto mi designio; pero me ha
disuadido, y sólo hubiera dejado de ceder a sus razones si fuera en mí una
verdadera vocación lo que no pasa de simple capricho.

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11 de Junio

Di lo que quieras; pero necesito irme de aquí, donde no hago otra cosa que
fastidiarme. El príncipe no puede ser para mi mejor dé lo que es; sin embargo,
no estoy contento a su lado, y consiste en que en el fondo no hay nada
semejante entre los dos. Es un hombre de talento, pero de talento vulgar. Su
conversación no me causa mayor placer que una obra bien escrita.
Permaneceré aún ocho días aquí: cuando hayan pasado volveré a
vagabundear. Lo mejor que he hecho desde que vine, ha sido dedicarme al
dibujo. El príncipe no es extraño al arte y aún lo sería menos si no estuviese
forrado de fastidiosas fórmulas científicas y de una huera terminología. Más de
una vez, arrastrándome mi loca imaginación por los caminos del arte y de la
naturaleza, me muerdo los labios al ver que, convencido de que pone una pica
en Flandes, me interrumpe a tontas y a locas para encajar en la conversación
algún término técnico.

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16 de Julio

Sí; yo no soy otra cosa que un viajero, un peregrino en el mundo. ¿Y tú?
¿Eres algo más?

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18 de Julio

¿Adónde quiero ir? Te lo diré en confianza. Tengo precisión de permanecer
aquí otros quince días. Después, me he dicho a mí mismo que deseo visitar las
minas de...; pero, en el fondo, no hay nada de esto: lo que quiero únicamente
es aproximarme a Carlota. Esto es todo. Me río de mi corazón, y hago todo lo
que me manda.

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Publicado: 16:14 23/08/2006 · Etiquetas: · Categorías: Un Libro - Werther
Libro escrito en forma de recopilación de cartas de Werther a ...
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15 de Marzo

He sufrido una mortificación que me echará de aquí: estoy furioso. Lo dicho:
esto es un hecho, y vosotros tenéis la culpa de todo; vosotros, que me habéis
soliviantado, atormentado, obligado a tomar un destino que yo no quería. Nos
hemos lucido. Y con el fin de que no me digas que lo echo todo a perder con
mis ideas exageradas, voy, mi querido amigo, a exponerte lo sucedido, con la
sencillez y exactitud de un cronista.

El conde de C. me aprecia y me distingue, ya lo sabes, porque te lo he dicho
cien veces. Ayer comí en su casa. Justamente era uno de los días en por las
tardes tiene tertulia, a la que concurren las damas y caballeros más
distinguidos. Yo no había pensado semejante cosa, y jamás pude figurarme
que nosotros, los menos encopetados, sobrábamos allí. Adelante. Comí, y
después de comer estuve paseándome y charlando con el conde en el gran
salón. Llegó el coronel B. que terció en nuestras plática, y por fin,
insensiblemente sonó la hora de la tertulia. ¡Bien sabe Dios que no pensaba en
ello! Entró la nobilísima señora de S. con su marido y la pava de su hija, que
tiene el pecho como una tabla y un talle que no es talle. Pasaron por delante de
mí con el aire desdeñoso que los caracteriza. No inspirándome la gente de este
linaje otra cosa que una antipatía profunda, resolví retirarme, y aguardaba sólo
a que el conde se viese libre de su fastidiosa palabrería, cuando entró la
señorita B. Como siempre que la veo se impresiona un poco mi corazón, me
quedé, y fui a colocarme detrás de su asiento. Llegué a observar que me
hablaba con menos franqueza que la acostumbrada y con algún embarazo.
Esto me sorprendió. "Es ella como todas estas gentes?", me pregunté a mí
mismo. Estaba picado y quería retirarme; sin embargo, me quedaba,
esperando con alguna frase que me dirigiera llegaría a convencerme de que mi
pregunta era injusta. Entre tanto, el salón se llenó. El barón F., que llevaba
encima todo un guardarropa del tiempo en que se coronó a Francisco I; el
consejero áulico R., que se anuncia haciéndose llamar su excelencia con su
mujer, que es sorda, etcétera. No debo pasar por alto a J., el desaliñado, que
tapa los agujeros de su traje gótico con retales del día. Estas y otras personas
fueron entrando, mientras yo hablaba con algunas conocidas mías, que me
parecieron muy lacónicas. Pensando y ocupándome exclusivamente de B., no
advertí que las señoras cuchicheaban en un extremo del salón, y que algo
extraordinario sucedía entre los caballeros; no advertí que la señora de S.
hablaba aparte con el conde (Todo esto me lo ha dicho después la señorita B.)
Por último, el conde se acercó a mí, y me llevó al hueco de una ventana. "Ya
conocéis—me dijo—nuestras costumbres extravagantes. He observado que la
tertulia en masa está descontenta de veros aquí, y aunque yo no querría por
todo el mundo..." "Dispensadme, señor —exclamé, interrumpiéndole—. Debía
haber caído en ello, lo sé, y sé también que me perdonaréis esta irreflexión—
dije al mismo tiempo que le hacía una reverencia—. Yo ya había pensado
retirarme, y no sé que espíritu me lo ha detenido."

El conde me apretó la mano de un modo que daba a entender cuanto podía
decir. Me escurrí pausadamente y, fuera ya de la augusta asamblea, subí a mi
birlocho y fui a M., para ver desde la colina la puesta del sol, leyendo el
magnífico canto en que refiere Homero cómo Ulises fue hospedado por uno
que guardaba puercos. Hasta aquí todo iba bien.

Ya de noche, volví a mi posada para cenar. Sólo encontré algunas personas
que jugaban a los dados en el comedor, en un ángulo de la mesa, para lo cual
habían levantado un poco los manteles. Entró el apreciable A. y dejó su
sombrero, mirándome al mismo tiempo; se vino hacia mí y me dijo en voz baja:

"¿Conque has tenido un disgusto?" "¿Yo?" "El conde te ha echado de su
tertulia." "¡Cargue el diablo con ella! Me salí para respirar un aire más puro."
"Me alegro de que no des importancia a lo que no la tiene; solamente siento
que la cosa se haya hecho pública." Esto dio margen a que se desertase en mí
el enojo. Conforme iba llegando la gente para sentarse a la mesa, me miraban,
y yo decía para mi sayo: "Te miran por lo de la reunión." Y esto me quemaba la
sangre.

Y como ahora, donde quiera que me presentó, oigo decir que los que me
envidian baten palmas, que me citan como un ejemplo de lo que sucede a los
presuntuosos que se creen autorizados para prescindir de todas las
consideraciones porque están dotados de algún ingenio, y oigo, además, otras
majaderías semejantes, de buena gana me clavaría un cuchillo en el corazón.
Digan lo que digan de los caracteres despreocupados, yo querría saber quien
es el que puede sufrir que tanto bellaco murmure de él de este modo. Sólo
cuando carece de fundamento la murmuración es fácil depreciar a los
murmuradores.

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16 de Marzo

Todo conspira contra mí. Hoy he encontrado en el paseo a la señorita B. Me
he visto obligado a acercarme y, apenas nos hemos alejado un poco de los
demás, le he dado mil quejas por lo que anteayer me ocurrió con ella. "¡Oh
Werther!—me dijo con la mayor ternura—. ¿Cómo interpretáis tan mal aquella
turbación mía, vos que me conocéis tan bien? ¡Cuánto he sufrido por vos,
desde el instante en que os vi en el salón! Todo lo adiviné; cien veces estuve a
punto de decíroslo. Sabía que las señoras de S. y de T. se alejarían con sus
maridos antes que permanecer en vuestra compañía; sabia que el conde no se
atrevería romper con ellos..., ¡y ahora vos me pedís cuenta!" "¡Cómo señorita!",
dije, ocultando mi turbación y sintiendo que algo como agua hirviendo corría
por mis venas, a la par que recordaba todo lo que me había dicho A. al entrar
en casa. "¡Cuánto me ha costado ya todo esto!", exclamó aquella hermosa
criatura con los ojos llenos de lágrimas. Dejé de ser dueño de mí mismo, y faltó
poco para que me arrojase a sus pies. "Explicaos", le dije. Sus lágrimas
rodaron; yo estaba fuera de mí. Se enjugó el llanto sin cuidarse de ocultármelo.

"Mi tía—prosiguió—, a quien ya conocéis, se hallaba presente. ¡Contenta se
puso de veros a mi lado! Werther, ayer tarde y esta mañana he tenido que
sufrir un sermón por ser amiga vuestra, y me he visto obligada a oír que os
insultaban, que os humillaban, sin poder defenderos y sin atreverme a
defenderos más que a medias."

Cada palabra que profería era una espada que atravesaba mi corazón. Sin
comprender el bien que me hubiera hecho ocultándome todas estas cosas
continuó refiriendo lo que aún dirían de mí, y quiénes se gozarían en el triunfo,
celebrándolo y haciendo saber que se ha castigado mi orgullo y mi desprecio
hacia los demás, cosas que hace tiempo vienen echándome en cara.

¡Y oír todo esto de su boca, Guillermo; oírselo a ella, cuyo afecto para mí es
verdadero y profundo! Quedé anonadado, y todavía fermenta la cólera en mi
pecho. Quisiera qué alguno de ellos tuviera el valor de pronunciar una sola
palabra delante de mí, para atravesarle de parte a parte con mi espada. Me
sosegaría si viese correr la sangre. ¡Ah! más de cien veces he cogido un
cuchillo para acabar con la asfixia que me ahoga. Se habla de una noble raza
de caballos que, cuando están enardecidos y cansados con exceso, se abren
por instinto una vena para respirar con más libertad. Muchas veces me
encuentro en este caso; querría abrirme una vena que me proporcionase la
libertad eterna.

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24 de Marzo

He pedido mi cesantía con esperanzas de obtenerla y sé que me perdonarás
el que lo haya hecho sin consultarte. Necesito salir de aquí, y sé todo lo que
pudieras decirme para evitarlo; así, pues, di a mi madre lo que ocurre, de modo
que no ponga el grito en el cielo. Es preciso que lleve con paciencia el que no
la satisfaga quien ni a sí mismo logro satisfacerse.

No dudo que esto le causará mucha pena. ¡Ver que su hijo se detiene de
pronto en la brillante carrera que le llevaba en línea recta a los puestos de
consejero y embajador! ¡Ver que se desvía del camino!... Haz todas las
objeciones que se te ocurran y cuantas combinaciones conduzcan a demostrar
en qué casos podía y debía continuar aquí; he decidido irme, y me voy. Para
que sepas adónde te diré que mi compañía es muy grata al príncipe de..., y
que, cuando ha tenido noticia de mi determinación, me ha pedido que le
acompañe a sus estados para pasar con él la primavera. Me ha prometido que
tendré libertad absoluta; y como estamos de acuerdo casi en todo, voy a correr
el albur y marcharme con él.

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Publicado: 23:12 22/08/2006 · Etiquetas: · Categorías: Un Libro - Werther
Libro escrito en forma de recopilación de cartas de Werther a ...
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8 de Enero de 1772

¡Qué pobres hombres son los que dedican toda su alma a los cumplimientos y
cuya única ambición es ocupar la silla más visible de la mesa! Se entregan con
tanto ahínco a estas tonterías que no tienen tiempo para pensar en los asuntos
verdaderamente importantes. Una de tantas sandeces me aguó, la semana
última, toda una fiesta.

¡Necios!, no ven que el lugar no significa nada y que el que ocupa el primer
puesto hace muy pocas veces el primer papel. ¡Cuántos reyes gobernados por
sus ministros! ¿Cuántos ministros por sus secretarios! ¿Y quién es el primero?
Yo creo que aquel cuyo ingenio domina al de los demás, de que por su carácter
y destreza convierte las fuerzas y las pasiones ajenas en instrumentos de sus
deseos.

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20 de Enero

Necesito escribiros, mi querida Carlota, aquí en un rincón de una pobre
posada de aldea donde me he refugiado huyendo de una tempestad. Desde
que me encuentro en este triste albergue de D., entre personas extrañas,
completamente extrañas a mi corazón, ni un instante, ni uno siquiera, he
dejado de sentir la imperiosa necesidad de escribiros. Vuestro ha sido mi
primer pensamiento en esta cabaña, en esta soledad, en esta prisión, en tanto
que la nieve y el granizo golpean contra mi ventana. Desde que entré aquí, ¡oh
Carlota!, vuestra imagen y vuestro recuerdo, este recuerdo tan vivo y tan santo,
se han apoderado de mí y he creído, ¡Dios mío!, sentir todas las alegrías de
nuestra primera entrevista.

¡Si pudierais verme querida Carlota, en medio del torrente de distracciones
que me asedian! Todas mis sensaciones se enervan y se embotan. Ni un solo
momento de regocijo para mi corazón, ni el más insignificante solaz para mi
alma. Nada, nada: estoy aquí como si asistiera a una función de sombras
chinescas. Veo pasar y repasar delante de mí hombrezuelos y caballitos y me
pregunto muchas veces si no es esto una ilusión óptica. Yo formo parte de los
personajes y desempeño también mi papel: mejor dicho, se me obliga
desempeñarlo, se me hace maniobrar como a un autómata. Si cojo la mano del
que tengo más cerca, retrocedo con espanto, creyendo que es de madera.

Por la noche hago proyecto de ir a ver la alborada del siguiente día: amanece
y me quedo en la cama. De día acaricio la idea de ver después la luna, y
cuando llega la noche, me olvido de ello en mi alcoba. Apenas me explico por
qué me levanto y por qué me acuesto.

El resorte que daba movimiento a mi vida, se ha roto; el encanto que me tenía
despierto en las tinieblas de la noche y me desvelaba por las mañanas se ha
desvanecido.

Sólo una criatura he encontrado aquí digna del nombre de mujer: la señorita B.
Se parece a mi querida Carlota, si es que alguien puede parecerse a vos. "¡Y
qué—diréis—, ¿ahora venís con galanterías?" Sí, no es esto del todo falso:
desde hace algún tiempo soy muy lisonjero... porque no puedo ser otra cosa.
Me doy aires de ingenioso, y dicen las damas que nadie podrá hacer un elogio
con más delicadeza que yo. Añadid: ni mentir, porque lo uno va siempre unido
a lo otro. Os estaba hablando de la señorita B. En el fuego de sus ojos azules
se adivina desde luego la energía de su alma. Su posición la mortifica, porque
no basta a satisfacer ninguno de los deseos de su corazón. Aspira a alejarse
del torbellino social, y soñamos horas enteras con una felicidad pura, en medio
del campo. ¡Ah, cuántas veces, Carlota, la he obligado a que os admire!

¿Obligado? No, su admiración es espontánea. ¡Tiene tanto gusto en oír hablar
de Carlota! ¡La quiere tanto! ¡Oh si yo estuviese sentado a vuestros pies en
aquel gabinetito seductor y tranquilo, con los niños retozando a nuestro
derredor! cuando os molestase el ruido que hicieran, yo los agruparía y
obligaría a guardar silencio, refiriéndoles algún cuento pavoroso. El sol declina
majestuosamente detrás de las colinas cubiertas de deslumbradora nieve; la
tempestad ha pasado, y yo... es preciso que me vuelva a mi jaula. ¡Adiós!
¿Está Alberto a vuestro lado? ¿Qué digo? Dios me perdone esta pregunta.

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8 de Febrero

Hace una semana que el tiempo no puede ser peor, y me alegro de ello,
porque desde que estoy aquí no he logrado ver un día bueno sin que algún
cócora me lo estropee o me lo robe. Al menos, cuando llueve de firme, cuando
nieva, cuando hiela o deshiela, me digo a mí mismo: "Mejor estoy en casa, que
fuera." Pero si amanece con sol, si todo pronostica un buen día, nunca dejo de
exclamar: "He aquí un favor del cielo, que podemos usurparnos unos a otros."
No hay nada que los hombres no se quiten sin escrúpulos: salud, reputación,
alegría, reposo. Por supuesto, casi siempre con la sonrisa en la boca, y, según
ellos dicen, con las mejores intenciones. Algunas veces quisiera suplicarles que
no se desgarrasen tan despiadadamente las entrañas.

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17 de Febrero

Sospecho que no podré continuar mucho tiempo al lado del embajador.

Este hombre es completamente insoportable. Tiene una manera tan ridícula de
trabajar, que no puedo menos de altercar con él y de obrar con frecuencia a mi
capricho y a mi modo, cosa que, como es natural, jamás le deja contento.
Últimamente se ha quejado a la corte, y el ministro me ha reprendido; con
mucha blandura, por cierto, pero ello es que me ha reprendido, y ya tenía
propósito de presentar mi dimisión, cuando ha llegado a mis manos una carta
particular que me envía... (6), la carta que me ha hecho arrodillarme para
adorar su espíritu noble, sabio y elevado. ¡Cómo elogia el espontáneo y juvenil
ardor de mis exaltadas ideas de actividad, de influir en los demás y de energía
en los negocios; buscando, sin destruir esas ideas, el medio de moderarlas y
conducirlas al punto en que pueden encontrar su verdadero desarrollo y
producir su efecto! Ya me tienes animado por ocho días y reconciliado conmigo
mismo. ¡Qué hermosa es la paz del alma, y qué triste, amigo mío, que
semejante joya tenga tanto de frágil como de bello y singular!

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20 de Febrero

Dios os bendiga, amigos míos, y os dé todos los días felices que a mí me
niega. Alberto te agradezco que me hayas engañado. Aguardaba la noticia del
día de vuestra boda, porque ese día tenía resuelto descolgar solemnemente de
la pared el retrato de Carlota, y enterrarlo entre mis papeles. ¡Ya estáis
casados y todavía tengo aquí su retrato! Aquí permanecerá. ¿Por qué no? Sé
que también estoy con vosotros: sé que, sin perjuicio tuyo, tengo un lugar en el
corazón de Carlota. Sí; ocupo en él el segundo puesto, y quiero y debo
conservarlo. ¡Oh ! Me volvería loco si ella pudiese olvidar... Alberto, dentro de
esta idea se encierra el infierno, adiós. Adiós, Carlota; adiós ángel del cielo.

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