Majora's Mask y el arte de contar una historia

Majora's Mask fue sin duda un Zelda diferente. Todo en él tenía un color distinto al que la saga nos tenía acostumbrados, un curioso aire de surrealismo, romanticismo y melancolía que rodeaba a un universo tan familiar como desconocido.

Una de las cosas que más llaman la atención sobre esta entrega de la franquicia es sin duda la profundidad que con él se alcanza a la hora de contar historias. Y es que la gran mayoría de los personajes secundarios del juego tienen una pequeña historia que contar, un minúsculo papel que cumplir en el gran relato de la diabólica luna que cae y asola la vieja ciudad. A menudo se suele citar la historia de amor de Anju y Kafei como la más emotiva de todas ellas, aunque seguro que habrá quien prefiera aquella que cuenta de un mono raptado por la familia real Deku, o la de la terrible muerte del héroe Goron que intentó luchar contra el invierno, o quizás la del desengañado treintañero que se creía un hada del bosque. Sin embargo, esta noche me he sorprendido a mí mismo emocionándome como nunca antes con otra de esas historias, tan sencilla como humilde.



Estoy hablando, por supuesto, de la historia de dos jóvenes granjeras cuyas vacas proveían a la ciudad de la mejor leche con la que uno pudiera soñar, dueñas de un rancho que se veía asolado por problemas más inmediatos que el enorme astro que se precipitaba hacia la Torre del Reloj. Problemas como las tretas de los deshonrados campesinos de la granja vecina, o el desesperante ataque de unas extrañas criaturas alienígenas que todos los años trataban de robar su ganado la noche de vísperas del carnaval.

Pocas veces me he sentido tan satisfecho de poner mi arco al servicio de una causa tan noble como defender un granero de una abducción extraterrestre. Puede sonar irónico, pero tampoco me he sentido nunca mejor recompensado que acompañando a la ciudad en carromato a Cremia, la mayor de las hermanas, a entregar un cargamento de leche recién ordeñada de las rescatadas vacas.

El atardecer sobre la pradera de Términa bajo las ruedas del carro, la melodía del campo y de los árboles y el relato de una granjera que se sentía sola por el fallecimiento de su padre y sobrecogida por la repentina herencia de un rancho cargado de responsabilidades colmaron mi corazón. Habló también de su amiga Anju, que estaba por contraer matrimonio, y de la horrible faz de la Luna, que se veía más amenazadora que nunca. Una inmensa sensación de calma y pureza inunda por completo ese momento del juego.

El tercer día las granjeras reciben con los brazos abiertos a los dueños de la Posada del Puchero, que han huido de la ciudad por orden de los soldados y buscan un lugar en el que refugiarse de la caída del temible astro. Esa misma noche, la noche del Día Final, Cremia permite que su hermana pequeña, Romani, pruebe por primera vez la leche de reserva, sólo apta para adultos. También le pide que duerma con ella en su cama, y la desconcertada joven no entiende a qué se debe tanto cariño por parte de su hermana mayor. No hace falta ser un genio para discurrir que Cremia, sin duda alguna, sospecha del terrible destino que dentro de unas horas caerá sobre Términa y acabará con la vida de todos ellos como un enorme meteoro de desolación y muerte.  

La sensación que uno siente al hacerse espectador y partícipe de la vida de los personajes de ese universo, que aman, ríen, lloran, sueñan y mueren alrededor de un ciclo infinito de tres días congelados en el tiempo es sencillamente indescriptible. Hasta el momento no me había dado cuenta, pero verdaderamente estamos ante algo que tiene otro color, un color irrepetible que hace gozar de una catarsis espectacular.

Grande, Majora's Mask